EL PODER DE TRES
Si la voluntad de tres personas prevalece sobre la soberanía popular, la democracia se desvanece
El gobierno nacional presentará un proyecto de reforma judicial, que introducirá modificaciones en la estructura y funcionamiento de la Justicia Penal Federal.
Es innegable que se requiere una profunda reforma de la decadente estructura heredada del viejo proceso penal español, fundada sobre el poder casi omnímodo del Juez Federal, y el establecimiento de un sistema acusatorio. La mayor parte de las provincias ya se ajustan al mismo.
Desde la campaña electoral del 2015 y durante todo el periodo de su mandato, Macri proclamó que bregaría por “una Justicia independiente”. Una denominada “Comisión Judicial” compuesta por miembros del Poder Ejecutivo, junto a periodistas de los medios hegemónicos, se encargaron de diseñar y planificar el modelo de esa “Justicia independiente”. Desplegaron una campaña de persecución contra dirigentes, ex funcionarios y militantes de organizaciones políticas del campo nacional y popular. A través de una compleja combinación de presiones y recompensas, lograron el disciplinamiento y alineamiento de una buena parte del Poder Judicial con vistas a lograr la proscripción de una fuerza política. Los jueces que resistieron las presiones y no se adaptaron a ese modelo de “Justicia independiente” fueron objeto de persecuciones, amenazas y presiones. Varios de ellos fueron destituidos a través del Consejo de la Magistratura o su equivalente provincial, convertidos en una herramienta de persecución. Sólo uno de ellos, el doctor Luis Arias, el primer juez que se atrevió a fallar contra los tarifazos del gobierno de María Eugenia Vidal, destituido por una resolución escandalosa de un jury, podría recuperar su cargo de Juez en lo Contencioso Administrativo N° 1 de La Plata, como consecuencia de un fallo de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires que ha anulado la suspensión para ejercer el derecho y podría desandar la destitución.
Hay otros como Ana María Figueroa y Luis Raffaghelli que han denunciado las presiones a las que fueron sometidos por el contenido de sus sentencias.
Sin embargo, otros jueces y fiscales aceptaron el rol asignado de ser los epígonos de ese modelo de justicia independiente de la Constitución y la voluntad popular. Especialistas en la tarea asignada por los poderes económicos nacionales y extranjeros de instrumentar procesos tendientes a encarcelar, desprestigiar y proscribir dirigentes populares. Los ejemplos son muchos en Argentina y nuestra América: Lula, Correa, Cristina Fernández de Kirchner, entre otros.
Pero estos especialistas en el lawfare pudieron moverse con cierta comodidad en los marcos de un Poder Judicial concebido como un poder aristocrático colocado por encima de los poderes de la República, el único que no surge de la elección popular.
Es por ello que desde la fundación misma del Estado argentino, la Justicia ha resistido las transformaciones sociales y políticas tendientes a favorecer a los trabajadores y demás sectores populares. Se constituyó en un obstáculo para los proyectos nacionales y populares; hasta tal extremo que en 1930 la Corte Suprema de Justicia de la Nación convalidó el primer golpe de Estado y la supuesta validez constitucional de los úcases de la dictadura, a los que denomina “derecho revolucionario”.
Una parte importante del Poder Judicial ha rebasado desde hace tiempo los límites de la división de poderes, atribuyéndose en los hechos facultades legislativas.
Para ello ha usado y abusado de su derecho a declarar inaplicable al caso concreto una ley o decreto que le reconoce el artículo 14 de la ley 48, a través de la llamada “declaración de inconstitucionalidad”.
Como ha dicho Julio Maier en opinión que compartimos: “Nuestra práctica judicial tiene muy a flor de piel la llamada declaración de inconstitucionalidad. Ya he dicho varias veces que tal declaración debería ser inexistente en nuestro Derecho, pues, incluso siguiendo a pies juntillas el llamado sistema difuso de control de constitucionalidad –esto es, conforme a una explicación sencilla, para el ciudadano de a pie, desprovista de todo arte literario jurídico, aquella que confiere poder a todos y cada uno de los jueces de este país, provinciales y federales, para declarar esa inconstitucionalidad, un verdadero despropósito sistemático— la tan fastuosamente llamada declaración no es otra cosa que la exposición de motivos que un juez hace pública para fundar la norma que aplica y que no aplica para decidir un caso concreto. Este increíble exceso y la facilidad con la que los jueces argentinos tratan un problema excepcional: la inaplicabilidad al caso concreto de una norma legislativa por oponerse a la Constitución Nacional, ha terminado por transfigurar nuestro sistema jurídico y judicial al quebrar los límites naturales del Poder Judicial, único Poder estatal que no proviene de la elección popular, al menos hasta ahora”.
Cuando en 2013 se sancionaron cinco leyes destinadas a la democratización de la Justicia, la Corte reaccionó declarando la inconstitucionalidad de la ley que determinaba la elección popular de una parte del Consejo de la Magistratura.
En los medios políticos, tal sentencia fue leída e interpretada como equivalente a derogación de la norma cuestionada. De esta forma, a través de la práctica goebbeliana de los medios dominantes, se le hace creer a los ciudadanos que la Corte puede derogar leyes dictadas por el Congreso.
Es como si a las dos cámaras del Congreso: Diputados y Senadores, se agregara una tercera con poder de veto.
El concepto de democracia se ve restringido por la presencia dominante de un poder ubicado por encima de los demás, que sólo acepta autorregularse y rechaza sistemáticamente las leyes del Congreso que tienden a introducir reformas democratizadoras y modernizadoras en el Poder Judicial. El imperio de la ley es sustituido por el imperio de la voluntad de los jueces.
El principio de la soberanía popular es reemplazado por el principio de la limitación de dicha soberanía.
El principio de publicidad de los actos de gobierno por el secretismo medieval de los ámbitos tribunalicios.
El fragor de las asambleas y debates parlamentarios por la quietud y la voluntad suprema de un grupo que se considera ubicado por encima de la sociedad y que no acepta limitaciones ni críticas.
El Poder Judicial no tiene atribuciones para planificar ni para intervenir en la política económica, ni en las cuestiones presupuestarias, ni en los temas de defensa o en la política exterior del país, ni mucho menos en los tratados internacionales con otras naciones, porque se trata de facultades que la Constitución acuerda a los Poderes Ejecutivo y Legislativo.
En nombre del llamado control difuso de constitucionalidad, un sector importante del Poder Judicial –a instancias de grupos políticos que perdían votaciones en el Congreso y corrían a solicitar medidas cautelares para frenar la aplicación de las leyes— se ha paralizado en forma reiterada la labor del Poder Legislativo, que representa en forma directa la voluntad del pueblo de la Nación.
A partir del claro sesgo conservador de un importante sector del Poder Judicial, se impidió el cumplimiento de normas de clara inspiración democrática –tales como la Ley de Medios Audiovisuales— por interpretar que dichos avances afectan la propiedad privada de ciertos grupos económicos dominantes. Ninguna reacción judicial hubo frente a la decisión del gobierno de Macri de derogar dicha ley a través de un bando administrativo.
De esta forma se ha afectado no sólo la división de poderes, sino en muchos casos el principio de igualdad ante la ley. Las decisiones judiciales que cuentan con una amplia difusión en los medios hegemónicos, tienden siempre a beneficiar a ciertos sectores sociales cuyos derechos habrían sido supuestamente avasallados por el Poder Legislativo o el Poder Ejecutivo.
Si el Derecho es también un conjunto de imágenes, la impresión que causan estos fallos en la ciudadanía es que nada se puede hacer contra ellos, que los poderes monopólicos no pueden ser limitados ni siquiera por una ley del Congreso, que algunos sectores no están obligados a respetar las leyes, como ocurrió en el caso del todopoderoso grupo Clarín con respecto a la Ley de Medios Audiovisuales, cuyo cumplimiento se suspendió exclusivamente para ellos a través de medidas cautelares que perduraron en el tiempo de una forma que jamás serían aceptadas en otros casos.
De esta forma se ha creado una regla consuetudinaria: las corporaciones no pueden ser obligadas a pagar impuestos, como ha ocurrido en el caso del diario La Nación. Es muy probable que esta regla no escrita vuelva a cobrar actualidad frente a una posible sanción de un impuesto sobre las grandes fortunas, cuyo proyecto será tratado en los próximos días por el Congreso.
La campaña ya iniciada por la derecha contra el proyecto de un moderadísimo impuesto sobre las grandes fortunas con el objeto de aportar al sostenimiento del enorme esfuerzo estatal orientado a defender la vida y la salud de los habitantes de la Nación frente a la pandemia de Covid-19, pretende convencer a los ciudadanos de que este impuesto es injusto y que sería perjudicial para el conjunto de la población.
Una vez sancionada y promulgada la ley, los abogados de las corporaciones, de los especuladores y fugadores de divisas plantearían medidas cautelares a fin de que se suspenda la aplicación del impuesto en nombre de una supuesta inconstitucionalidad. El rechazo de tales planteos sería demonizado por los medios dominantes como atentatorio contra los pretendidos derechos de los beneficiados por la especulación durante los últimos años.
Ya conocemos la secuencia de los hechos. Los derrotados en el Congreso dirán ante la avalancha de amparos y medidas cautelares que “es la Corte quien tiene la última palabra” sobre la constitucionalidad de cualquier ley.
La voluntad de tres personas, simple mayoría en una Corte integrada por cinco ministros, podría prevalecer sobre la decisión de los legisladores elegidos por el voto popular. Estas decisiones dejan de limitarse al caso concreto, para convertirse en un juicio irreversible sobre la validez de la ley dictada por el Congreso, como si la Corte fuera un Tribunal Constitucional.
La sanción y promulgación de una ley que modifique la estructura del Poder Judicial, como ocurriera con las cinco leyes democratizadoras de la Justicia de 2013, también podría ser objeto de acciones tendientes a su no aplicación, en nombre de la “independencia” del Poder Judicial, lo que implicaría un negación de las facultades del Poder Legislativo, al convertirse en un poder autorregulado.
Si un poder se coloca por encima de la Constitución y las leyes, se convierte en un poder que viola la propia Carta Magna, y lo que es más grave es el hecho de que no existe recurso alguno contra el mismo.
En nombre de la Constitución se terminan por violar derechos fundamentales reconocidos por la misma y se lesionan las bases del propio funcionamiento del Estado democrático.
No hay democracia cuando no existe equilibrio entre los poderes, cuando uno de ellos se alza por encima de los demás y pretende disciplinarlos y resulta mucho más grave que el poder que se autoerige como superior a los demás no sea producto ni esté sujeto al control de la voluntad popular.
La Argentina constituye el único ejemplo en el mundo de juzgamiento y condena ejemplar de los militares, policías y civiles que cometieron el peor genocidio cometido en nuestra historia después de la conquista y colonización españolas; como producto de la lucha incansable de las organizaciones de derechos humanos y los sectores populares, y de la decisión política y el coraje de los Presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. La nueva idea de Justicia se basa en este hecho fundamental de nuestra historia: por primera vez se han juzgado y se continúan juzgando los crímenes cometidos por las clases dominantes contra los trabajadores y el pueblo. Por primera vez son los explotadores y sus ejecutores quienes deben sentarse en el banquillo de los acusados, y no los pobres o los militantes que expresan sus derechos e intereses. Hay una contradicción antagónica entre esta idea de Justicia y la que se ha expresado en las prácticas del lawfare. Pero lo nuevo ha surgido dentro de las viejas estructuras judiciales, y no se ha desarrollado todavía lo suficiente como para destruir y reemplazar totalmente lo viejo, que —sin poder disimular su decadencia— resiste violentamente todo cambio democrático.
La plena vigencia de los basamentos jurídicos de nuestra Constitución –tales como los derechos y garantías implícitos— se traduce en la idea de que ningún poder del Estado puede estar al margen de la soberanía popular y por encima del resto de los poderes y de la sociedad. No hay ninguna institución del Estado que sea superior a la Nación misma, y la Nación debe regirse por el principio de la soberanía popular y no por la cosmovisión liberal-oligárquica y elitista de la sociedad que sostienen los políticos y periodistas al servicio del poder económico.
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