EL PLAN MACRO
Los formadores de precios siguen contestando con el bolsillo, pero el gobierno ya no les habla con el corazón.
Monopolios über alles
La utilización de una parte cada vez mayor de los ingresos de los consumidores en la compra de alimentos, lleva al achicamiento del gasto individual de las personas en todos los otros sectores productivos y de servicios. Es lo que ya pasó durante el macrismo con los tarifazos: los monopolios de energía y gas gracias a los descomunales aumentos de Cambiemos, empezaron a comerse una parte creciente del salario a costa de otros consumos.
La industria alimenticia sabe que está primera en la lista de prioridades de gasto de la gente, porque ante todo se come, luego se compra ropa, o se va al cine. Esta situación de privilegio, sumada a la altísima concentración de la oferta en muy pocas empresas, es la base estructural para el abuso sistemático del sector sobre el resto de la sociedad.
La incorporación de Roberto Feletti como Secretario de Comercio Interior podría representar un cambio de actitud gubernamental, en una gestión que no se ha caracterizado, precisamente, por fortalecer la autoridad del Estado frente a las presiones e intereses sectoriales.
Que los precios estén donde están es el fruto de un año y medio largo de infructuosas apelaciones, negociaciones, y pedidos de información que no pudieron evitar un permanente desplazamiento hacia las alturas de los precios de la canasta básica y el consiguiente deterioro del poder adquisitivo general.
El sector productor de alimentos tiene en este momento una muy alta rentabilidad –trascendió que alguna de las empresas del sector quiere defender un margen de ganancia del 30% anual— y sólo se les pide contenerse de seguir aumentando durante 90 días.
Se debe señalar que muchas empresas adhirieron al congelamiento sin mayores problemas, lo que debe ser comprendido como una oportunidad para distinguir entre empresas conducidas con sensatez y otras gobernadas por una lógica incompatible con el bien común. En el mediano plazo, el sector productor de alimentos debe ser ampliado estructuralmente de forma tal que la producción y distribución de productos de primera necesidad no esté controlada y confinada a unas pocas firmas, con poder monopólico, lo que les otorga también poder político sobre el conjunto del país y su sistema partidario.
Neoliberalismo como tapadera de los monopolios
Un identikit de las ideas que predican los autodenominados neoliberales locales, muestra la distancia abismal que tienen con el mítico padre fundador del liberalismo económico, Adam Smith. Toda su prédica sistemática —expuesta más delicadamente o en forma más extremista—, es en contra del Estado y de sus capacidades.
El Estado es, a priori, el culpable de todo, aunque la economía sea de mercado, y los precios los fijen las empresas. Dicho sea de paso, es la economía de mercado sin regulaciones la que puso los precios en el nivel que hoy están en la Argentina. Por supuesto que para esto también habrá una respuesta, siempre en la lógica de la maldad intrínseca del Estado: “Las empresas tuvieron que subir sus precios porque blablablá que hizo el Estado”.
Así, por ejemplo, la teoría monetaria de la inflación les sirve extraordinariamente para cubrir la acción de los monopolios locales. No es que un puñado de empresas fijan precios como quieren, porque pueden, sino que son los políticos los que emiten dinero dispendiosamente para mantener su base electoral de vagos y punteros. Siempre es el Estado que emite la causa única de la inflación. Es el Estado el enemigo a reducir, a llevar al punto mínimo en que no sea un peso para la rentabilidad empresaria.
No hay responsabilidad alguna en el sector privado. Es más, los neoliberales niegan el fenómeno de la concentración económica. No existe. O es irrelevante. No hay ejercicio de poder en el mercado. Visión que es exactamente la opuesta a la del padre fundador Smith, quien veía en los monopolios un fenómeno profundamente negativo, que habilitaba a las peores prácticas económicas y volvía al capitalismo una selva en donde primaba la ley del más fuerte.
Su famosa “mano invisible”, la libre competencia, tenía la función virtuosa de sujetar a las fieras, unas contra otras, para obligarlas más allá de su propia voluntad a hacer el bien común. No se podía poner un gendarme detrás de cada empresario, pensaba Smith, pero entonces la única forma de hacerlos producir buenos productos a bajos costos era hacerlos competir frente a los consumidores. Que nadie preponderara. Que nadie impusiera condiciones al resto. Todos disciplinados por una máquina impersonal, el mercado, basada en cientos de empresas sin un tamaño significativo. Así arrancó pensando el liberalismo.
Efectivamente, el esquema de libre competencia planteado a fines del siglo XVIII era plausible, porque el capitalismo no estaba aún concentrado, y las empresas, aún las mayores, eran de un tamaño “alcanzable” por otras empresas que ingresaran a la actividad. A medida que el sistema se expandió y profundizó, las condiciones para garantizar mercados de competencia se fueron reduciendo hasta casi desaparecer en numerosas actividades estratégicas.
Una verdad del capitalismo no dicha con suficiente claridad es que las empresas detestan la competencia, por una razón que constituye el motor del sistema: reduce la tasa de beneficio.
Por eso, el neoliberalismo actual se ha parado en las antípodas de Adam Smith. Su lucha no es contra los monopolios, ni por la competencia (salvo que sea importada) sino contra el Estado que puede controlar o limitar a las grandes corporaciones. Convoca a esa lucha ofreciéndole anzuelos al resto de la sociedad: la baja de impuestos, la reducción de los empleados públicos, la eliminación de subsidios a pobres o precarizados. Toda su lucha es por un Estado débil, lo que en la periferia latinoamericana constituye un crimen aún mayor: sin Estado no hay fuerza para sostener un proyecto nacional inclusivo.
Este contexto deja posicionados a los neoliberales locales, en un lugar muy dañino para la sociedad: mientras ocultan ante la sociedad la raíz verdadera de los problemas económicos, refuerzan con su prédica tanto las tendencias hacia una redistribución regresiva del ingreso, como la impotencia pública para avanzar hacia niveles mayores de desarrollo.
La densa negociación con el FMI
El endurecimiento del tono de las expresiones de Ministro de Economía y del Presidente de la Nación en relación al FMI está dando cuenta de las dificultades por las que está atravesando la negociación por un acuerdo aceptable sobre la forma de pago de la deuda con ese organismo.
No sólo es el diferendo en torno a la tasa de interés que le cobran a la Argentina, como indican algunos medios, sino que hay otras cuestiones que pueden generar ingobernabilidad en el corto plazo.
Lo de la tasa de interés que paga nuestro país al FMI es insólito, porque se la justifica en base a aplicar una penalización a “un país que tomó más crédito que el que le correspondía” (se lo otorgó Trump a su amigo Macri en forma irregular como salvavidas electoral), y que incumplió (durante la gestión Macri), las metas macroeconómicas acordadas con el organismo. Hoy le cobran algo más del 4% anual a la Argentina, cuando debería ser el 1%. Aducen que no pueden hacer excepciones a cobrar esos intereses, porque ¡violarían los reglamentos internos del FMI! Toda esta deuda de 45.000 millones es un monumento a la violación de los reglamentos internos del FMI, pero ahora se han vuelto muy puntillosos, y aparentan ser serios. Al monto de deuda actual, el cálculo indica que es la diferencia entre pagar por año 1.800 millones de dólares o pagar 450 millones. Al Estado Nacional no le sobra hoy ese dinero.
Pero tan preocupante o más, es el hecho de que el FMI le esté pidiendo una “reducción de la brecha cambiaria” al gobierno nacional, lo que implícitamente le está indicando al ministro Guzmán que debe acercar la cotización del dólar oficial al dólar paralelo, o sea, devaluar la moneda en un porcentaje que no debería ser inferior al ¿40%?. Ya conocemos el “sistema argentino de cálculo científico” de los precios de venta: a una devaluación del 40%, le sigue un aumento de precios internos –no importan los costos reales, ni nada— del 60%.
Por si no se entiende: le están pidiendo al gobierno que, a los ya bajos ingresos de la mayoría de la población se les introduzca una nueva caída significativa. Eso podría liquidar la reactivación en marcha, hacer caer los ingresos públicos y ¡aumentar el déficit fiscal! En el plano político, sería empujar al completo abandono de la plataforma del Frente de Todos, y a su ocaso partidario y electoral
El Plan que piden
El futuro embajador de Estados Unidos, Marc Stanley, declaró esta semana en su país, refiriéndose a la Argentina: “La deuda del FMI, 45.000 millones de dólares, es enorme. El problema, sin embargo, es que es responsabilidad de los líderes argentinos elaborar un ‘plan macro’ para devolverla, y aún no lo han hecho. Dicen que ya pronto viene uno”.
Dejando de lado la irrespetuosidad y torpeza injerencista, que debería costarle el placet de nuestro país a su persona –ya que también en estas cosas se marca el tono de la negociación y la autoestima de la sociedad argentina—, es importante prestar atención a la falsa versión de la historia que pretende instalarse.
En ese párrafo proferido por Stanley se ha borrado por completo la corresponsabilidad entre Estados Unidos, a través del Presidente Trump, la ex directora del Fondo, Christine Lagarde, y el aliado incondicional Mauricio Macri, en la creación de una deuda monumental. Si se ignora lo acontecido en 2018, y se lee lo dicho por Stanley, no hay ninguna responsabilidad de nadie más que de la dirigencia del Frente de Todos, que se estaría demorando en presentar a vaya saber qué autoridades un “plan macro” para devolver los fondos.
Nada ha cambiado en el mundo en relación a las ideas imperantes previamente a la pandemia.
La Argentina tiene que pagar en 10 años, con tasas elevadísimas, y sin ninguna consideración particular. Es probable que le otorguen unos primeros años “de gracia”, en los que no deberá pagar, pero se concentrarán en los últimos 6 ó 7 años montos muy difíciles de manejar, ya que se sumarán a la deuda que también contrajo el macrismo con los fondos de inversión privados.
La novedad es que quieren tirar al gobierno argentino actual debajo del camión de una devaluación obligada, innecesaria desde el punto de vista de la actual buena salud de su comercio exterior, pero muy necesaria para introducir una contracción adicional en su mercado interno que permitiría, según el estático esquema intelectual fondomonetarista y del alto empresariado local, incrementar más el saldo del comercio exterior.
Dicho sea de paso, ese es famoso plan macro que piden a coro. Se trata de incrementar ventas al exterior de todo lo que pueda ser vendido, recortar en el mayor grado posible el gasto público y también el consumo privado de los dos tercios de la población más pobres, para inducir la caída de las importaciones, y cumplir tanto con los acreedores, como con los deseos de negocios del capital local y multinacional. Como la deuda la paga el Estado, no sólo la Argentina tiene que lograr un enorme superávit comercial, sino que el propio Estado debe tener un importante superávit fiscal para comprar los dólares con los que pagar su deuda externa. Si el gobierno argentino dice que ese es su Plan Macro, todos contentos, menos 35 millones de personas.
El acuerdo con la oposición
Sergio Massa ha comentado en días recientes que se propone, con la aprobación de las otras fuerzas del Frente de Todos, convocar a un acuerdo con la oposición, empresarios y sindicalistas.
Este acuerdo sería en torno a 10 grandes temas que irían desde el endeudamiento externo hasta políticas para la agroindustria, hidrocarburos y minería, hidrógeno, litio, educación, pobreza, empleo.
Cuesta pensar, en el contexto de lo ocurrido en la Argentina desde la dictadura cívico militar hasta hoy, que ciertos actores sociales acostumbrados a prevalecer sobre los demás como sea, estén dispuestos a un diálogo constructivo. La cúpula empresarial, desde la vieja ACIEL de los '70 hasta la AEA actual, no tiene ninguna práctica en materia de consenso con nadie. Entendemos que Massa se refiere a esos empresarios cuando habla de convocar a los hombres de negocios.
También resulta difícil imaginar a Cambiemos, Juntos por el Cambio, o Juntos, dialogando o consensuando con un gobierno popular ya que todo su marco conceptual es externo al país: los mantras neoliberales globales, lo que piensan los fondos de inversión, lo que piensa el FMI, lo que piensa el gobierno norteamericano. Una cosa es hablar de cuestiones en términos abstractos. Por ejemplo: la Educación. Todxs van a hablar maravillas. ¡Qué importante es la educación! Luego, si hay que poner el 6% del PBI o un 1,5% en su promoción, eso ya genera grieta. Con el desarrollo científico y tecnológico pasa lo mismo. Algún gobierno logró poner un satélite en el espacio. Otros sólo vieron que pusieron una heladera en órbita. Todos estaremos de acuerdo en que queremos empleos en abundancia, de calidad y bien remunerados. Pero unos apostarán a desmantelar al estado para seducir la inversión financiera extranjera, y otros apostarán al liderazgo estatal para promover emprendimientos productivos.
Sobre quienes serán los sindicalistas convocados, tampoco hay claridad. Algunos gremialistas son capaces de firmar comunicados con AEA, como la cúpula de la CGT el año pasado, y otros no. Algunos piensan como empresarios, otros no.
¿En qué condiciones firmarían un acuerdo con el gobierno del Frente de Todos las actuales cúpulas empresariales, embarcadas en flexibilizar y precarizar el trabajo? ¿Qué exigiría la actual conducción del macrismo –que no ha hecho autocrítica alguna sobre su catastrófica acción de gobierno y se ha comportado como una oposición salvaje e irracional frente a la actual gestión— para acordar algo?
Por la trayectoria que tienen hasta el presente estos actores de la derecha local, la condición para un acuerdo sería la abdicación de toda estrategia transformadora por parte del Frente de Todos. Entonces sí, habría acuerdo.
Acuerdo que contemplaría negocios para todas las fracciones empresariales concentradas, locales y extranjeras, orientadas sobre todo a la exportación, márgenes de acción estatal para tareas de alivio para una situación social que quedaría congelada, y acuerdo con los acreedores para pagar todo lo que sea posible, olvidándose de un desarrollo sustentable e integrado.
Ojalá no sea así. Ojalá el acuerdo económico y social no sea simplemente una forma asordinada de presentarle a la sociedad la adopción del plan Macro, tan solicitado por el señor Stanley.
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