El pibe chorro nos une
El hecho maldito del país neoliberal es también un modo de ponerle rostro a la incertidumbre
Los llamados pibes chorros no son extraterrestres: sus valores y expectativas, modeladas alrededor del consumo, no son muy distintas a los valores y expectativas que tiene el resto de la juventud. Si los llamados “pibes chorros” cambian el botín por plata y con la plata se compran un par de Nike o un celular última generación, eso quiere decir que son más pibes que chorros. El robo es una forma de adscribirse y participar en el mercado con el cual se sobre-identifican.
El “pibe chorro” no es una anomalía sino la expresión extrovertida de una economía salvaje que hizo del consumo su razón de ser. Cuando la sociedad gira en torno al mercado encantado, las mercancías oprimen como una pesadilla el bolsillo de los vivos. Propuesta de tesis para seguir la discusión: el Estado y la sociedad necesitan del robo no solo para desviar el centro de atención sobre “cuestiones menores”, sino sobre todo para cementar una unidad moral que la política no puede componer con otros materiales.
Una fantasía en el cerebro de los pibes
Gran parte del delito hoy día no es consecuencia de la pobreza o los contrastes sociales abruptos de las grandes ciudades sino de la presión que el mercado, en una sociedad vertebrada a través del consumo, ejerce sobre la vida de muchos jóvenes para que adecuen sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo. Cuando el mercado ocupa el lugar que antes tenía el trabajo y la escuela, cuando las identidades y lazos se componen a través de la adscripción a determinadas modas, con objetos encantados, participando de recitales, partidos de futbol y jodas, vistiendo determinadas pilchas, usando determinada bisutería, circulando en determinadas motos tuneadas, entonces el mercado encandila y seduce. Cuando la cultura del trabajo se ha corroído, cuando dejó de ser un organizador de la vida, un proyecto biográfico, el mercado nos consuela con su eterno presente que durará lo que dure la juventud y la capacidad de endeudamiento. Los jóvenes o sus familias bancarizadas con los planes sociales tienen a disposición un sistema financiero flojito de papeles o descontrolado, un universo crediticio paralelo al mundo de los bancos, encargados de sostener el consumo encantado. Y cuando el sistema no pueda financiar más, algunos jóvenes encontrarán en el delito otra ventana de oportunidades para no caerse del mapa y de esa manera permanecer aferrados a la vidriera que más les gusta y los interpela.
Chivos expiatorios
Hay una vieja tesis formulada por Gramsci, actualizada por Stuart Hall en la década del ‘70 del siglo pasado, que señala que cuando los dirigentes tienen dificultades para dirigir, cuando una crisis económica está licuando el capital político de los dirigentes, una manera de desplazar o desviar el centro de atención hacia “cuestiones menores”, y reclutar de paso el consentimiento de los distintos sectores subalternos, será a través de la composición de chivos expiatorios que estén a la altura de los fantasmas que asedian a esos sectores. Uno de ellos es el mito del pibe chorro.
Desde el momento en que la inseguridad se transformó en un problema público, una inseguridad –dicho sea de paso– que no está asociada a la fuga de divisas, a la evasión impositiva o las quiebras fraudulentas sino al delito callejero protagonizado por jóvenes varones de barrios pobres, entonces los funcionarios y la oposición tienen mucha tela para cortar. El pibe chorro se transforma en uno de los mejores artefactos culturales para componer los consensos políticos que ya no pueden construir o les cuesta construir alrededor de otros problemas o tareas.
No es casual que pasen los gobiernos y cada vez haya más gente presa, que se sucedan los funcionarios de diferentes signos político y el presupuesto desinado a la seguridad no deje de crecer. Los dirigentes políticos invierten mucho tiempo en la llamada “lucha contra el delito”, hecha de prevención policial y reproche judicial. La gramática securitaria se vuelve cada vez más central y más agresiva. El delito es una cuestión que llegó para quedarse, una de las mejores plataformas políticas para presentarse en el mercado de la política como merecedor de votos, sobre todo cuando a los políticos no se les caen muchas ideas o las ideas que tienen en la cabeza están llena de malas noticias.
El pibe chorro es la mediación simbólica cargada de indignación con aspiraciones a producir un consenso tácito hecho de apatía, despolitización y repliegue en la vida privada. Sin embargo, los funcionarios saben que no pueden bajar la guardia: una distracción y les colocan una piña. El ministro de Seguridad puede haber tenido la mejor performance durante toda su gestión, pero la muerte de una niña en la puerta de la escuela puede licuarle el capital político en menos de 24 horas. La seguridad siempre vota y no se puede competir con una víctima. La política necesita a los pibes choros, pero estos son una ruleta rusa, pueden convertirse en la peor pesadilla.
Rellenos ideológicos
Las comparaciones son odiosas. De nada sirve que los expertos digamos que en otros países las cosas están peor, hay más homicidios y más violencia. La gente quiere vivir tranquila en la ciudad donde vive. Para ponerlo con un ejemplo: “Me pagan dos mangos en el trabajo, viajo apretado como una vaca en el transporte público, y encima tengo que caminar relojeando, mirando para todos lados para evitar que me afanen”. Si hay que ponerle el pecho a la desocupación y la inflación y encima tenemos que lidiar con la inseguridad, en esas circunstancias el pibe chorro se transforma en un personaje cada vez más molesto, antipático pero que, sin embargo, estará al alcance de la mano para apuntarlo con el dedo, degradarlo, incluso lincharlo o ajusticiarlo llegado el caso.
El pibe chorro es la oportunidad que tiene la sociedad para desquitarse, una manera de ponerle un rostro a la incertidumbre que le llega de todos lados, de asignarle un lugar, de territorializar el miedo. Para calmar la angustia que produce el miedo difuso, se apelará a los miedos concretos. El miedo al pibe chorro es un miedo que permite concebir y expresar otros medios silenciados u ocultos: el miedo a la miseria, a perder el trabajo, a no poder mantener mi estatus de consumo, a viajar durante las vacaciones.
Los vecinos pueden atribuir al delito callejero, tal vez vivido en carne propia, el origen de su angustia. Circunscribiendo el riesgo abstracto en un peligro concreto, claramente identificable y socialmente reprochable como “el mal”, el temor se vuelve controlable. Lo digo con las palabras de Norbert Lechner: “En la alta visibilidad otorgada a la criminalidad veo el intento de objetivar el horror inconfesable, proyectándolo sobre una minoría, y así confirmar la fe en el orden existente”.
Cuando los contratos comunitarios que organizaban los diálogos entre las diferentes generaciones se deterioran o desdibujan, la manera de rellenar ese vacío social será a través de una mediación simbólica que permita a los vecinos orientarse en el barrio, activar otras estrategias secutirarias para evitar ser objeto de ventajeos y robos. Una tarea que se carga a la cuenta de los empresarios morales que, a través de los rumores, colgarán cartelitos sobre el cuello de los jóvenes hasta ser alcanzados por estigmas que les costarán el hostigamiento policial, la difamación mediática, la antipatía del vecindario.
No importa que los delitos callejeros, al menos si se los compara con los delitos de cuello blanco o la corrupción, sean delitos menores, incluso muy menores. Desde el momento que impactan en la integridad física y la subjetividad de las personas, generando miedo y ansiedad, agregándole más incertidumbre a la vida incierta, es muy entendible que estos delitos comunes ganen la conversación cotidiana y susciten mucha indignación.
Escándalos dramáticos
Retomo otra vieja tesis de Durkheim. Para el sociólogo francés, el crimen y el castigo forman parte del mismo engranaje. No hay sociedad sin crimen, es decir, sin castigo. El crimen activa el castigo que permite a su vez mantener unida a la sociedad. El delincuente es la materia prima de un ritual que contribuye a sostener la estructura social. Acá la palabra clave, como ha señalado Randall Collins, es el ritual, esto es la conducta ceremonial estandarizada que permite movilizar las emociones de la comunidad, generado empatía con la víctima, mientras algunos grupos dominantes tienen la posibilidad de reclutar apoyo emocional. De esa manera el castigo al crimen no solo incrementa los sentimientos de solidaridad, sino que mantiene unida la estructura de dominación, permitiendo relegitimar la jerarquía social. Porque la sociedad será una abstracción, pero no es una asamblea o espacio horizontal e igualitario. La sociedad está estratificada y el castigo permite no solo mantener unida a la sociedad sino reproducir las diferencias sociales que la componen.
Dicho en otras palabras: el delito, sobre todo aquellos delitos que conmueven a la comunidad, son la mejor excusa para poner en movimiento un proceso político destinado a dramatizar el evento con vistas a reforzar los lazos de solidaridad, para certificar los umbrales de tolerancia: el escándalo nos junta, nos hace sentir parte de una sociedad respetable.
Una dramatización que, está visto, no hay que buscar en el tratamiento judicial sino mediático. Los jueces han perdido el monopolio de la verdad, más aún cuando la justicia no goza de la confianza de los ciudadanos. La búsqueda de verdad que durante muchos años se arrogaron los jueces, en sociedades vertebradas en torno a los medios de comunicación y las redes sociales, es una tarea pendiente en la que participan otros actores: la víctima, el periodismo, la opinión pública, etc. No es lo mismo que un caso haya o no haya sido tomado por el periodismo. Los jueces saben que cuando un evento gana la tapa de los diarios, está en los zócalos de la televisión y circulando por las redes, tienen que moverse con otra velocidad y tomar otros recaudos. El tratamiento sensacionalista que el periodismo televisivo ensaya sobre los hechos conmocionantes contribuye a generar los consensos anímicos que al resto de la política le cuesta componer. Prueba de ello son los movimientos de indignación que arrastran a la opinión pública: la muerte de una niña para robarle un celular tiene la capacidad de no generar escisiones. Más allá de que yo viva en un country o una villa, sea macrista o peronista, trabajador o empresario, todos nos vamos a sorprender repitiendo el mismo mantra: “¡Qué barbaridad!”
El delito, entonces, no es solo una cuestión de pobreza, desigualdad y desorganización social, ni de individuos malvados o biológicamente rotos por la droga. Los delincuentes son una parte de un sistema más vasto, que alcanza al conjunto de la sociedad. El delito no es la expresión de una crisis social sino la oportunidad de soldarla. El pibe chorro nos une.
Malditos
En tiempos tomados por la grieta y la polarización política, el “pibe chorro” es una reserva de solidaridad. Con la indignación que se organiza alrededor de sus fechorías se componen consensos anímicos. Y más allá de que esas adhesiones súbitas sean volátiles, se armen y desarmen todo el tiempo, duren lo que dura un caso en la tapa de los diarios o en los zócalos de la TV, alcanzan para sentirnos parte de una misma comunidad moral.
Parafraseando las palabras que usó John William Cooke para definir el lugar que alguna vez ocupó el peronismo en la política argentina: el pibe chorro es el hecho maldito del país neoliberal. Cuando la política está tomada por la rosca y la realpolitik, el delito callejero se transforma en una gran caja de resonancia. No solo porque los jóvenes pueden hacer del delito la oportunidad de decir “yo existo”, sino, sobre todo, porque el resto de la ciudadanía encuentra en la indignación frente al delito la oportunidad de pasarle facturas a la dirigencia en su totalidad. Pero cuidado, conviene no hacerse demasiadas ilusiones. La rabia de estos jóvenes y la indignación de los vecinos son un cóctel emotivo imprevisible que pone a la democracia en un lugar cada vez más difícil. Lejos de abrir un campo de debate, lo clausura. Lejos de traer paciencia, le imprime más urgencia a la actualidad.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; Prudencialismo: el gobierno de la prevención y La vejez oculta.
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