Vale la pena contar una vez más la anécdota. Estados Unidos, 1950. Estamos en medio de la caza de brujas y hay una reunión del Sindicato de Directores de Cine. Del otro lado de la puerta el senador McCarthy espera que su emisario Cecil B. De Mille, el de los mastodontes bíblicos como Los diez mandamientos (una sonora y otra muda, por si no te quedó claro el mensaje), haga su trabajo. Se trata de entregar vivo y enfardado al Presidente de la entidad, Joseph Mankiewicz (el delicioso autor de La malvada), sospechado de comunista. Todo parece encaminarse a pedido de McCarthy, hasta que se pone de pie un lungo con pinta de irlandés y promediando su cigarro dice la famosa frase: “Mi nombre es John Ford y hago westerns”, y luego se despacha con una defensa de su colega Mankiewicz que deja a DeMille, a McCarthy y a todo el comité de actividades estadounidenses con el pito al aire.
Este episodio significó un sonoro desaire para aquella política implantada en Hollywood que presentaba la delación como un acto de patriotismo. En su documental 100 años de cine, Martin Scorsese lo cita como un acto de humildad de John Ford: el director más importante de Hollywood se define a sí mismo como un simple hacedor de películas de vaqueros. Yo en cambio me anoto entre los que piensan es que se trató de una intervención soberbiamente inteligente, un gesto político magistral.
En realidad Ford no sólo hizo westerns (ni la cuarta parte de su extensa carrera), pero su popularidad se la debe a este género que es sin dudas el más importante del cine estadounidense, el mascarón de proa para que la cultura yanqui ingrese a las salas de todo el mundo. O sea, el género patriótico por excelencia. Ford llegó a poner el cuerpo para filmar de cerca la Segunda Guerra Mundial, pero para la media estadounidense su condición de director de westerns es lo que lo ha convertido en patriota y esa es la chapa que lució para defender a su colega Mankiewicz. A esta altura decidir cuál es el mejor western de John Ford es baladí. En cambio voy a elegir la película que a mi entender mejor rubrica la anécdota que les acabo de presentar: My Darling Clementine, de 1946, penosamente conocida por estos pagos como Pasión de los fuertes.
El que esté interesado en conocer la historia del mítico Wyatt Earp, su personaje central, diríjase a los libros y evite cualquiera de las tantas películas que se hicieron sobre él. Puede sonar absurdo, pero es casi un mandato del buen western que el rigor histórico no te estropee una buena película. Gracias a esta regla, un puñado de personajes robusteció el panteón de leyendas del Oeste para ser llevados al cine en más ocasiones que George Washington. Y aquí John Ford no falla en su patriotismo cultural: su película sobre Wyatt Earp es la mejor de todas y a su vez la más alejada de los hechos, al punto de nombrar en su título a un personaje que ni siquiera existió.
Cuando los hermanos Earp, ganaderos de oficio, pasan cerca del pueblo de Tombstone, el menor de ellos es asesinado por los hermanos Clayton para robarle el ganado, lo que impulsa a Wyatt a tomar el cargo de sheriff con la ayuda de sus hermanos y de su viejo camarada Doc Holiday, hombre tan amante de los versos de Shakespeare como del juego, las prostitutas y las balas. La tarea de la banda no tendrá nada de épica, a lo sumo un par de golpizas correctivas y tiros de amedrentamiento para los borrachines que se portan mal. En un momento llega la Clementine del título, un viejo amor de Doc que viene a rescatarlo de su adicción a las drogas y al alcohol, y Wyatt Earp se va a enamorar de ella. Todo va a conducir al encontronazo entre los Earp y los Clayton, para que los primeros impongan la ley y de paso consumen su venganza.
Aquel duelo en el O.K. Corral que ya forma parte de la mitología estadounidense es apenas un capítulo de menor importancia en esta película. A John Ford le gustaba hacer westerns porque le daba la oportunidad de filmar a cielo abierto, de contemplar esos majestuosos paisajes y de admirar las habilidades ecuestres de la gente de campo. Y como buen hijo de inmigrantes, mucho más le gustaba observar a aquellas comunidades que se aventuraban en tierras hostiles. Tombstone es apenas un caserío destartalado desde el que con apenas alzar la mirada se deja ver el desierto de Arizona y las vastedades sobrecogedoras que debían ser conquistadas. Un pueblo en el que todo está por construirse, en el que las instituciones sobre las cuales se cimentará la avanzada civilizadora tienen la fragilidad de un recién nacido. La iglesia es apenas un esqueleto, Wyatt va a dar una mano para construirla y allí va a bailar una pieza junto a Clementine con dignidad y torpeza, como para que todos sepan que él no pertenece a este mundo que avanza tímidamente, porque la misma decisión que tiene para resolver sus reyertas a los tiros no la tendrá para declararle su amor a Clementine.
My Darling Clementine tiene a los dos personajes que a mí más me han fascinado en el cine de John Ford (si, ya sé, me estoy llevando puesto a John Wayne). Además del Wyatt Earp de Henry Fonda me refiero al Doc Holliday de Victor Mature, uno de esos personajes ricos por su ambigüedad, con el lastre de un pasado indigno pero capaz de un gesto noble al no querer arrastrar a Clementine en su decadencia. Consciente de que está en sus últimas, Doc se ha llegado a esta tierra extraña en busca de una muerte apenas menos miserable.
Queda igualmente para Henry Fonda una de las estampas inmortales del cine de John Ford. Es la de Wyatt Earp balanceándose en las dos patas traseras de su silla, como haciendo equilibrio en un mundo inestable que él va aprendiendo a dominar. Se balancea en la galería de su comisaría, mientras observa como su Tombstone va a dejando atrás el pasado salvaje para que puedan llegar mujeres como Clementine.
Y con la misma seguridad se balancea en el salón entre naipes, borrachos y malandras. Esa es la misma seguridad que tuvo Ford cuando DeMille y McCarthy quisieron llevarse puesto a su colega Mankiewicz y él sacó a relucir sus diplomas de patriota como el gran director del western (o de cine de cowboys, o de vaqueros, o como primorosamente dicen los brasileños “cine do bang bang”), el más popular autor del cine estadounidense que, como decía John Wayne, “tiene tantos premios sobre la chimenea que ya no tiene dónde apoyar su pipa”.
FICHA COMPLETA
Título original: My Darling Clementine / Año 1946 / Duración 102 min. / País Estados Unidos / Dirección John Ford / Guion Samuel G. Engel, Winston Miller (basado en una novela de Stuart Lake / Música Alfred Newman / Fotografía Joseph MacDonald / B-N / Reparto Henry Fonda, Victor Mature, Linda Darnell, Cathy Downs, Walter Brennan
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