Aunque nos reviente admitirlo, somos prisioneros de nuestro tiempo. Estamos sumidos en el momento —que es el fondo del balde temporal, y por ende nos imposibilita ver qué ocurre más allá de sus bordes— lo cual reduce nuestra perspectiva a la única opción del presente. El Indio Solari suele apelar a una imagen que explica esta noción de modo muy gráfico: la cuchara no sabe qué gusto tiene la sopa, dice. Y nosotros estamos sumergidos en el plato humeante del tiempo, sin percibir a qué sabe ni paladear su textura.
El problema con el presente es que, como nos incluye en su seno, dificulta contemplarlo —analizarlo en profundidad, calibrarlo— haciendo uso del principio de perspectiva. Porque perspectiva supone distancia y nosotros no tenemos ninguna respecto del momento actual: el presente está ante nuestras narices, y arriba, y debajo, y también atrás. ¿Qué diría un parásito de nosotros, cuando no puede vernos ni estudiarnos sino que forma parte del guiso que somos? Porque nosotros también somos nuestro tiempo, somos en el tiempo: es imposible desprendernos de su trama, nadie podría distinguir dónde empieza una entidad y termina la otra.
Sin embargo, cuando el presente se convierte en pasado y se aleja de nosotros, la perspectiva se torna posible y todo empieza a aclararse. La distancia emocional y la criba del enfoque histórico se combinan para que lo superfluo pase a un segundo plano o se pierda en el fuera de foco, mientras que lo importante pasa a primer plano y se distingue con claridad HD: ahora entendemos lo fundamental, que destacamos del resto de todo lo ocurrido; pero además entendemos por qué ocurrió, y cómo fue que se dio así. Ah, si tan sólo pudiésemos contemplar a través de ese prisma —si pudiésemos aplicar ese mismo principio de mesura a— cada instante que vivimos...
La humanidad ha fantaseado siempre con el poder de ver en el tiempo más allá de lo inmediato. Los griegos concibieron el personaje de Tiresias, a quien Plinio El Viejo consideraba el primero de los augures, la casta de quienes vislumbraban el futuro. Pero por supuesto, un poder semejante se obtenía pagando un alto precio. Según una de las tradiciones, Tiresias había dado con la diosa Atena mientras se bañaba desnuda y ella lo dejó ciego; arrepentida de su exabrupto, Atena quiso devolverle la vista pero no pudo, y lo compensó limpiando sus oídos de modo tal que pudiese entender el cantar de los pájaros y lo que decían respecto del mañana. Otra tradición dice que la ceguera era también castigo de los dioses, pero por revelar sus secretos. Pero la versión más interesante es la que dice que la diosa Hera se enojó con Tiresias por haber matado porque sí a un par de serpientes que copulaban, y como castigo lo convirtió en mujer y lo puso a su servicio durante siete años, lapso en el cual llegó a casarse y a parir para eventualmente recuperar su forma masculina. Aquí el poder de Tiresias se vuelve consecuencia de su capacidad de bascular entre mundos contrapuestos: entre los dioses y los hombres, entre los hombres y las mujeres, entre la visión y la ceguera, entre el presente y el futuro, entre el mundo de los vivos y el Inframundo. Como si asumiesen, los griegos, que para comprender la naturaleza del tiempo y moverse más allá de los límites que impone al común de los mortales hiciese falta ser dueño de una capacidad suprema de sentir empatía, o sea de sentir-con-otros y como-otros.
Por algo no somos Tiresias, nosotrxs. Ni Nostradamus. Ni siquiera Ludovica Squirru. ¿Será por esa razón, nomás: porque no nos ponemos lo suficiente en el lugar de otros, porque cada vez vibramos menos en armonía con otra gente o con la naturaleza —y más con las ondas que producen los medios y las redes sociales desde los soportes tecnológicos que son nuestra compañía más constante—, porque las necesidades individuales nos han esclavizado y encadenado a un presente de perpetua insatisacción?
Lo indiscutible es que tenemos vedada la visión del futuro. No sabemos qué pasará, ni siquiera apelando a la bola de cristal, las cartas del tarot, las visiones de un swami o el I Ching. Pero por supuesto, siendo quienes somos —en constante batalla contra las limitaciones de nuestra condición, que toleramos tan mal—, hemos pergeñado formas de abandonar el nicho en que el tiempo nos encarcela sin llamar demasiado la atención.
De momento, preveo que habré de contarles más sobre nuestras fugas de la celda del presente en un futuro inmediato.
El tiempo, ¿está de nuestro lado?
El pasado lo tenemos dominado. Para eso existe lo que se denomina memoria emocional. Basta un estímulo sensorial —una imagen, un perfume, un roce sobre la piel— para que nuestra mente se transporte a una circunstancia ya vivida; de modo virtual, claro, ya que el cuerpo no abandona nunca el presente, pero esa virtualidad no hace que la experiencia sea menos contundente. Hay evocaciones de una potencia tan grande, que son como teletransportarse a otra era. Nuestra carne seguirá aquí, fungiendo de base, pero el alma no. En los términos más objetivos, se ha desplazado a otra parte.
Un ejemplo: existe un tipo de arbusto que da florcitas blancas y tiene racimos de frutos diminutos, simples bolitas verdes. Nunca supe cómo se llama pero, cada vez que paso cerca de uno y me invade su aroma, viajo en el tiempo y me descubro en el jardín de mi abuela, la Leli, trepándome al ciruelo para llegar al piso de arriba. No por pueril la experiencia deja de ser arrobadora cada vez que ocurre. Se podría decir que el escritor Marcel Proust basó su carrera en ella, pero estaría exagerando: lo que corresponde es admitir que la elevó a la categoría de arte.
Pero con el futuro estamos jodidos. No podemos evocar lo que aún no ocurrió, al menos en la práctica. Las teorías contemporáneas sostienen que el tiempo es uno solo y está entero, pasado, presente y futuro, un circuito completo que vamos recorriendo de a un día por vez, lo cual sugiere que el futuro ya existe aunque esté lejos de nuestra vista. Y de esa entidad, de la noción de un futuro que no sólo ya es sino que además está sólido, se desprendería la posibilidad de pegarle un vistazo aunque sea a la distancia, como cuando se zigzaguea por un camino de altura: a veces se da el milagro y se abre un hueco entre dos montañas y al fondo asoma el destino hacia el cual viajamos, majestuoso en medio de la bruma, para perderse otra vez con la próxima curva. El extrañamiento del deja vu se atribuye a la sensación de haber vivido ya esa escena, cuando no es la única de las posibilidades al respecto: también puede tratarse del reconocimiento de una situación que de algún modo intuíamos que nos esperaba en el futuro y a la que finalmente alzanzamos.
El pasado ya esbozó una trama, que nuestra memoria reescribe. En lo que hace al futuro no podemos reescribir nada, porque todavía desconocemos su argumento. Por eso en referencia al futuro garabateamos a ciegas, en el aire, convencidos de que estamos ejercitando la pura imaginación o plasmando un deseo o un temor y sin plantearnos siquiera que eso que creemos fantasía puede tener alguna relación, por tortuosa que sea, con un futuro que ya existe.
Pero volvamos a la dictadura del presente. Para el vecino judío que habitaba la Varsovia de los '40 o el argentino que se despertó el 24 de marzo del '76 pensando que ese día sería business as usual, la situación no se veía como la vemos nosotros desde la perspectiva histórica. Para ellos la cosa se había complicado un poco, nomás (habían asumido el gobierno unos brutos, era hora de apechugar), pero se vivía con la convicción de que más temprano que tarde el asunto dejaría de empeorar y todo volvería a sus carriles. Ya no quedaba margen para pudrir la historia mucho más, los brutos habían alcanzado su propio límite y a partir de ahí no les quedaría otra que moderarse o retirarse... ¿o no?
Desde el futuro que nosotros encarnamos para esos ciudadanos, todo se aprecia clarísimo: los signos ominosos estaban por doquier, la progresión hacia el desastre era tan lógica como irreversible —la primera ficha del dominó no podía sino arrastrar a la segunda, esta a la tercera y así. Pero no cuesta nada ponerse en la piel de esa gente y entender que, hundidos hasta el cuello en su presente, la mayor parte de lo que veían era niebla y el resto era puro impulso, empuje inercial: la tentación de seguir adelante con la vida, aferrándose a la parte de la rutina que conservaban mientras esperaban que al fin, aunque más no fuese por ley de probabilidades, volviese a ocurrir lo mejor.
El hilo interpretativo que la mayoría de la sociedad terminó adoptando para referir esos hechos del pasado —por ejemplo: la dictadura cívico-eclesiástica-militar que quiso terminar con la izquierda revolucionaria y de paso cañazo vaciar a peronismo de su ideología, mientras se acomodaba a los designios para la región del Gran País del Norte— fue una construcción, y además laboriosa. Hoy nos parece clara y eficiente, pero (créanme) para casi todos los que no eran Walsh lo del '76 pintaba como la misma menesunda de siempre, el enésimo gobierno militar que se parecería a todos los demás, entre otras razones porque los milicos locales nunca fueron muy imaginativos: un par de añitos de discursos castrenses, inviernos económicos administrados por ministros civiles al servicio del establishment y palitos y cárcel para los díscolos, para finalmente cansarse del juego y llamar otra vez a elecciones. De esas cosas se reía Tato Bores sistemáticamente, de lo que hasta entonces había sido una farsa ligera que derivaba su humor de la repetición de un mismo libreto elevado a la potencia del absurdo. Pero aquella vez, aunque la farsa empezó igual, sus actores desconocieron el libreto, se comieron al apuntador, fusilaron al tramoyista y, entregándose al desmadre, se lanzaron sobre el público, rompiendo en el proceso algo esencial en la historia del país.
Lxs que vivimos aquellos tiempos atravesamos este presente argentino desde el temor y el temblor. Pero aun así somos conscientes de que el más improbable de los héroes —me refiero al futuro— puede compadecerse de nuestra desgracia y terminar siendo quien acuda en nuestra ayuda.
Recuerdos del futuro
Ocurre que la memoria emocional —el combustible que pone en marcha la magdalena proustiana— no se limita a los buenos recuerdos. También se activa cuando algún estímulo nos retrotrae a una experiencia traumática. Y yo vengo regurgitando este futuro desde hace al menos diez años, cuando me puse a imaginar la Argentina de 2019 para una novela (que se llama El rey de los espinos y en buena medida escribí, además, a miles de kilómetros de distancia) y lo que asomó entre las montañas fue la pesadilla de Macri.
Desde 2016 hasta hoy, la experiencia de vivir bajo el ala negra de esta administración no hizo otra cosa que recordarme sensaciones horrendas, experimentadas entre 1976 y 1983, que yo creía —o al menos deseaba— enterradas en lo más hondo de pasado. Llevamos casi cuatro años abriendo el paraguas de la corrección política, diciendo no, claro, no somos necios, entendemos que no se trata de lo mismo, aquello era una dictadura y esto es un gobierno democráticamente electo, pero ya llegó la hora de poner en claro todos los aspectos en los cuales Macri y la dictadura son lo mismo, empezando por lo esencial: cambió el envase pero se trata del plan de dominación político-económica que ya quisieron imponernos en 1976, sólo que en su versión siglo XXI. Aquello que Walsh sintetizó en la Carta póstuma, cuando dijo que la idea era someternos a la miseria planificada.
Ya no hay milicos pero hay jueces y fiscales y sigue habiendo servicios en acción. De momento no hay violencia desatada pero sólo porque han conseguido instrumentar la comunicación y photoshopear la realidad de modo de convencer a mucha gente de que asuma su propia represión. (Quien quiera desviarse acá hacia la acepción freudiana del término, tiene mi bendición.) El sistema terceriza la represión convirtiéndola en autorrepresión; así es más eficiente, porque consigue que cantidad de ciudadanos conviertan sus propias casas —o aquellas casas de familiares y amigos o las calles en las que terminan viviendo, al no poder pagar más el alquiler— en campos de concentración a domicilio, donde se putean a sí mismos constantemente culpándose por su impotencia y se alimentan apenas a base de pan y agua y leche trucha, dieta de prisioneros; e incluso es más seguro a largo plazo, porque en caso de fracasar el plan, el populacho ya no podrá llevar a nadie a juicio que no sea a él mismo, que eligió (si hay fraude, que no se note) y toleró este estado de las cosas.
Por eso es hora de concentrarse en el ejercicio del futuro. ¿Por qué no visualizar este presente argentino desde el mañana, contemplar el hoy desde una perspectiva virtual, como cuando analizamos la caída de Roma o la Revolución Francesa o los movimientos que nos condujeron a independizarnos de España? Pónganle fecha, si eso les sirve: imaginen que están considerando lo ocurrido en la Argentina de 2019 desde la comodidad y el confort de 2034, o de 2069. Usen esa distancia imaginaria para permitirse separar la paja del trigo, disipar la bruma y ver los hechos esenciales con la claridad del HD.
Lo que tenemos que entender, desde esos potenciales futuros, es que los años que van de 2015 a 2019 quedarán encapsulados en la historia como aquella era infame en que los argentinos cedieron el poder a los plutócratas más inescrupulosos que había en el menú; una gavilla de psycho killers, incapaces de sentir empatía por nadie que no fuese ellos mismos, y que por eso eligieron como líder a alguien capaz de abjurar de su propio padre y de usar a sus hijos adultos como testaferros, con tal de autopreservarse. Desde cualquiera de nuestros futuros miraremos este tiempo como el mundo mira la era de los Nerón y los Calígula: sabiéndolo una época brutal, puro sonido y furia, en la cual se permitían todavía delirios e injusticias que en el mundo moderno sabemos imposibles.
Para construir esos futuros desde los cuales miraríamos el 2019 con piedad y alivio en simultáneo tendríamos que estar imaginándolos ya hoy. Y colectivamente. (Con la ayuda de los artistas, que para eso estamos.) Porque si somos muchos los que los visualizamos y deseamos puede que terminemos descubriendo que no se trataba de imaginación, sino de la visión anticipada del futuro que intuíamos y llamábamos a la existencia, conjurándolo.
Shakespeare describió magistralmente la perfidia de Ricardo III porque jugaba en su favor la perspectiva del siglo y pico transcurrido entre ambos y el trabajo hecho por los historiadores de la era Tudor, como Holinshed. No sabemos si dentro de un tiempo similar habrá algún Shakespeare argentino que recree las intrigas palaciegas de hoy (para ser sincero, ni contando con un milenio podría un artista convertir a Macri en un malvado de deslumbrante discurso), pero no nos cuesta mucho imaginarlo diciendo como Ricardo: "Estoy decidido a probar que soy un villano". Aquel monarca era un psicópata sin escrúpulos, capaz de seducir a la mujer cuyos padre y marido había asesinado. Me temo que todavía nos quedan extremos de Macri por descubrir (su deformidad no es física y así externa, como la de Ricardo, sino moral: lo contrahecho es su alma), aunque nuestra intuición es que estamos cada vez más cerca de la escena en que grita: "Un Flybondy, mis cuentas offshore por un Flybondy", justo antes de que el campeón de pueblo le salga al cruce y haga justicia.
Es verdad que Shakespeare se tomó libertades al contar la historia. Pero aunque un artista argentino se tomase todas las libertades del mundo, nunca podría torcer los hechos al punto de pintar a Macri como un héroe o un estadista. Aquel que quedará en la memoria colectiva será un enemigo del pueblo: alguien que como Ricardo disfrazaba su villanía con mentiras, que insistía en jugarla de santo cuanto más diabólicas eran sus acciones y que sólo se volvía interesante cuando la perversión encendía sus ojos inhumanos.
Hoy, 24 de marzo de 2019, cuando la expresión nunca más incluye en su rezo laico tanto más que el renovado rechazo a un hecho del pasado, damos por formalmente inaugurado el otoño de nuestro descontento. Con un poco de suerte, y apostando a que el futuro que entrevemos sea algo más que un sueño o una expresión de deseos, el ocaso de este plutócrata significará lo mismo que la batalla de Bosworth —donde Ricardo III terminó hecho picadillo— para los ingleses: el comienzo del final de nuestra propia Edad Media.
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