A diferencia de la ira que tiene su foco puesto en el acto de la persona, el odio es global, y si incluye todos sus actos, se debe simplemente a que todo lo relacionado a esa persona se considera bajo una luz negativa. Por eso Aristóteles en la Retórica señalaba que lo único que realmente puede satisfacer al odio es que esa persona deje de existir. El otro es percibido como un enemigo irreductible. La enemistad durará para siempre, o por lo menos esa es la sensación irreductible que se experimenta a través del odio. Podrán disimularla públicamente durante algún tiempo, pero tarde o temprano va irrumpir con más violencia. El odio pone en marcha las peores pesadillas, anima los fantasmas que surcan los imaginarios sociales, agita a las personas presas de resentimientos y da vida a las peores fantasías.
Cadenas de odio
La experiencia del odio es intensa. Para estar en contra de alguien y sostener la enemistad hay que invertir mucha energía emocional. Donde hay odio no hay indiferencia. Aunque muchas veces la indiferencia suele ser la manera de expresar el odio que sienten. Pero estas personas odian porque no son indiferentes, porque aborrecen a alguien o lo que esta representa. Una persona que odia es alguien que no puede sacarse de la cabeza las imágenes que aquellas suscitan.
Sara Ahmed, en el libro La política cultural de las emociones, se propone pensar al odio como una economía afectiva. El odio, dice, es algo que circula, postea y viraliza, es un efecto de la circulación, del teléfono descompuesto. Es allí, entonces, hacia donde deberíamos dirigir nuestra mirada para comprender la dinámica odiosa hoy día. El odio no reside en un sujeto u objeto dado sino en los desplazamientos que se producen entre los significantes, es algo que adquiere sentido a medida que se desplaza entre los signos que vincula, formando cadenas de equivalencias, creando asociaciones que se van intensificando a medida que ruedan. Las características que se endosan a una figura se desplazan o transfieren hacia la otra y adquieren vida propia.
Pongamos por caso, el ejemplo de la figura del “pibe chorro”. La misma es el resultado de una alianza de figuras que se fueron condensando a medida que circulaban entre el vecindario y la televisión. Las características de una figura se transfieren hacia la otra y la van intensificando: joven + villero + negro + pobre + vago = pibe chorro. Es decir las características que se asociaban a un villero (pobre + cabecita negra + clientelismo/lumpen) se desplazan al joven (que era asociado a la vagancia + bardero + falopero + violencia). El resultado es la esencialización del delito y su cristalización en la figura del “pibe chorro”. Por eso, cuando vemos a un joven en conflicto con la ley, que ha sido apuntado como sospecho, referenciado por la prensa como un “joven con antecedentes” o “frondoso prontuario”, entonces llegan en cadena cada uno de los sentidos que habíamos apilado arriba de la figura de “pibe chorro”. Si es “pibe chorro” será porque es joven, villero, pobre, cabecita negra, bardero, falopero y violento.
El odio es un afecto histórico, producido por la historia, que surca la historia. Más aún, el odio es aquello que dota a la historia de efectividad. Los odios se van depositando en el imaginario y cristalizan en prejuicios de larga duración, que suelen expresarse en las formaciones estereotípicas negativas del lenguaje. Un acontecimiento contemporáneo puede interpelar esos sentimientos profundos y activar con ello viejas e interminables discusiones que se trasmiten de una generación a otra.
El odio separa pero también junta, sirve para pegar pero también para conectar. Más aún: conecta cuando pega. Aquello que los religa es precisamente lo que los separa. El odio es una máquina de componer enemigos para, de esa manera, certificar la afinidad de la gente que odia. El odio al otro alinea el Yo al Nosotros. Nos separa de Ellos y nos junta a Nosotros. Necesitan despreciar a Ellos para certificar la afinidad del Nosotros, para afirmar la identidad. Una identidad que es vivida como puesta en peligro por la alteridad.
Efectos de realidad
El odio es una percepción pero que suele producir efectos concretos. De allí que los juristas suelan hablar de “crímenes de odio”. Las expresiones de odio generan o pueden generar silencio. Como dijo alguna vez el jurista estadounidense Owen Fiss: el efecto silenciador proviene de la propia expresión de opiniones que incapacitan o desacreditan a un posible sujeto que quiere expresarse. Es el caso de las opiniones que maceraron en el odio y fueron vertidas con odio. Quiero decir, la palabra perro no muerde, pero algunas personas usan esas palabras para comenzar a morder a las otras. Las expresiones de odio van perfilando un ambiente para que el hombre se vuelva lobo del hombre.
El límite que separa la libertad de expresión de la censura es mínimo y no siempre puede distinguirse fácilmente. No estamos sugiriendo que haya que criminalizar las opiniones, pero hay que tener en cuenta que existen determinadas expresiones que tienen la capacidad de silenciar al otro. Tal vez un punto de partida para pensar el silencio que generan algunas expresiones, podamos encontrarlo en Sobre la Libertad de John Stuart Mill: “Nadie pretende que las acciones deberían ser tan libres como las opiniones. Por el contrario, aún las opiniones pierden su inmunidad cuando las circunstancias en que ellas son expresadas son tales que su expresión constituye una instigación positiva a algún acto ilegítimo. Una opinión de que los comerciantes en cereales matan de hambre a los pobres o que la propiedad privada es un robo, no debería ser molestada cuando simplemente es hecha circular a través de la prensa, pero puede incurrir justamente en una sanción al ser expuesta oralmente ante una turba excitada que se encuentra reunida frente a la casa del comerciante de cereales”.
En otras palabras, no se trata de reprimir a una persona por su ideología o creencias, sino de proteger el derecho a expresar cualquier idea que tienen las personas. Hay que diferenciar los meros discursos de odio de los discursos ofensivos. Para que un discurso de odio se vuelva ofensivo y, por tanto, reprochable judicialmente hablando, el peligro que representa tiene que ser claro y actual, es decir, tiene que estar dirigido a una persona determinada y tiene que ser probable que la persona en cuestión corra peligro después de haberse formulado aquellas expresiones llenas odio.
Como escribió alguna vez el jurista Hernán Gullco: “Castigar los mensajes racistas genéricos, que no se dirigen en contra de un individuo determinado, y en supuestos en que no existe ‘peligro claro y actual’, se acerca peligrosamente a la represión de las ideas, lo cual representa serios problemas constitucionales”. En cambio cuando los ataques verbales clasistas, racistas u homofóbicos están dirigidos en contra de una persona en particular, constituyen un ejemplo característico de discurso ofensivo y no merecen la protección constitucional.
Una jerga antidemocrática
Pero el odio también devalúa las palabras, acecha al lenguaje y debilita los pactos discursivos que organizan los debates democráticos. Esta es una de las tesis centrales del libro Las vueltas del odio que acaban de publicar Gabriel Giorgi y Ana Kiffer. En efecto, para discutir y decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos, tenemos no solo que encontrarnos sino expresarnos libremente, apostar a la palabra para comunicarnos y componer consensos y, sobre todos, manifestar los disensos. Pero a veces las expresiones del otro, llenas de resentimiento, bloquean o implosionan los debates, porque hacen imposibles los encuentros.
No puede empezarse a hablar haciendo fuck-you. Cuando un periodista muestra su mano a la cámara de televisión y levanta el dedo del medio, está clausurando los debates. Se trata de un insulto que inventaron los griegos y está bastante arraigado en la vida cotidiana. Pero el dedito se convirtió en un estandarte, una manera de identificarse. El insulto pretende darle manija a una tribuna apasionada que no tiene ganas de pensar, que ya sabe lo que va a escuchar y, por tanto, se dispone a escuchar con pasiones antes que con razones. La ironía abre un campo de reflexión, nos invita a pensar, a mirarnos en el espejo. La burla, el titeo, los sarcasmos y el insulto son una manera de soslayar las discusiones, de ponerse por encima de los debates. No abre, sino que cierra, nos deja afuera.
Cada uno de esos gestos son cristalizaciones del odio acumulado. El odio sacude el tablero y desmarca los protocolos. No estamos haciendo una apología de lo “políticamente correcto” que, dicho sea de paso, es una forma sutil de ejercer la censura y moralizar las querellas. Somos partidarios de que los debates en democracia sean abiertos, desinhibidos y vigorosos. Y no se nos escapa que a veces pueden volverse demasiados desinhibidos y demasiados vigorosos. Pero el correccionismo es también una manera de balizar los debates de acuerdo a patrones morales que demacran o debilitan los intercambios. Se cree que el correccionismo es una manera de poner en caja al discurso del odio, pero lo único que se logra con ello es continuar restringiendo el debate por otros medios.
La jerga que vehiculiza el odio obstaculiza los debates y empantana la arena pública. La emergencia de retóricas odiosas activa las pasiones autoritarias que surcan la historia. Pero tampoco hablamos de un afecto político. Todo lo contrario: el odio está hecho de antipolítica. Si la política es la oportunidad de pensar mi problema con los problemas del otro, el odio es una manera de deshacerse de los problemas ajenos cuando se lo degrada hasta la exclusión. El odio constituye una fuerza disolvente del pluralismo político. Y más allá de que no se trate de una pasión homogénea o idéntica a sí misma y que como bien señalan Giorgi y Kiffer haya muchas formas de odio, y que las personas objetos de odio vayan rotando o alternándose, lo importante a destacar es que nunca dejan espacio para ejercer el desacuerdo. La disidencia es vivida con repulsión y tramitada con odio, es la oportunidad de ponerle un megáfono al resentimiento que comulga en voz baja a través de las habladurías cotidianas.
La alegría de odiar
Tampoco hay una pedagogía en el odio. En el discurso del odio no hay hendiduras ni plegamientos, todo se vuelve chato. Su terraplanismo es proporcional a las ganas de hacer daño. Cada uno de los odiadores permanecerá aferrado a sus prejuicios que se van hinchando a medida que fermentan sus resentimientos. El odio solo quiere odio. El odio es una emoción mimética que ciega a las personas. Si circula no será por convicción sino por sugestión. Los personajes se dejan llevar por el odio, son arrastrados por el odio. No hay razón que los distraiga y despabile. Los cuerpos tomados por el odio se van deformando hasta convertirse poco a poco en auténticos coches-bomba, en gente entrenada para estrellarse contra el otro-absoluto. Lo dijo Sartre en La cuestión judía: “El odio es una fe”.
Los disertantes del odio se entretienen odiando. Encuentran en el odio una extraña manera de divertirse. “Esa extraña alegría de odiar”, agregaba Sartre. El goce a veces llega cuando actúan en patota para los movileros que retratan su indignación iracunda. Pero otras veces la encuentran en sus casas, cuando están solos y se divierten mandando fruta en las redes sociales, comentando las noticias de sus periodistas favoritos. Lo digo otra vez con el Sartre de las Reflexiones sobre la cuestión judía: “Saben que sus discursos son ligeros, discutibles, pero se divierten con ellos: su adversario tiene el deber de usar seriamente las palabras; ellos tienen el derecho de jugar. Hasta les gusta jugar con los discursos, pues, al dar razones cómicas, desacreditan la seriedad de su interlocutor; se deleitan en la mala fe, pues para ellos no se trata de persuadir con buenos argumentos sino intimidar, desorientar”.
En definitiva, los propaladores de odio son impermeables a las razones y a la experiencia ajena, pero muy propensos a dejarse llevar por una idea-fuerza que imanta sus pasiones profundas. Emociones profundas que interrumpen los diálogos y la reflexión en voz alta que necesita la democracia.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Autor de Prudencialismo: gobierno de la prevención (de próxima aparición).
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