el mito de los 70 años

El gobierno insiste con tozudez en la lógica financiera que conoce un solo final: la crisis en ciernes

 

 

“Fueron 70 años de fiesta, no salís en 3” (M. Macri, Perfil, 4/1/2019)

 

El neoliberalismo repite como mantra que las acciones del Estado siempre fastidian a los individuos. En la misma tónica, las usinas de opinión del empresariado insisten con que los impuestos limitan su capacidad productiva. El gasto público, ineficiente e innecesario, sería además el origen de la inflación. La culpa es siempre del Estado. Si éste dejara actuar a los empresarios, el país por fin se encontraría con su destino de grandeza. Por supuesto, esta fábula esconde serios problemas contrastada con la historia.

Aún así, el gobierno hace propios estos argumentos, traduciéndolos en políticas públicas. Y la receta no tiene novedad: reformas estructurales que flexibilicen el trabajo presente y futuro, en favor de mayores espacios para la iniciativa empresarial.

 

¿70 años o los años 70?

El diagnóstico referido no surge de la ignorancia, sino que forma parte de un proyecto político. En la consigna de campaña, habría que deshacer los últimos 70 años de política económica. Una manera poco elegante de sugerir que generaciones enteras han sido víctimas del engaño peronista. Y desde el ángulo mundial, se trataría de identificar el momento en que terminan las décadas de zozobra, al retornar la inversión internacional, que eliminaría los motivos para insistir con cualquier atisbo de industrialización no asociada a las ventajas “naturales” del país.

Pero la historia admite otras lecturas. Entre otras, aquellas que sugieren que el punto de quiebre no está hace 70 años, sino en la década de 1970. Se trata de un momento de cambios a nivel global, que incluyen el final de los acuerdos monetarios de postguerra, la reorganización de la producción a escala mundial y la puesta en marcha de las reformas estructurales de liberalización, apertura y flexibilización. De conjunto, un giro regresivo en la distribución del ingreso.

La última dictadura avanzó en un programa para disciplinar la sociedad y la economía. La brutal caída en los salarios, junto a la represión, la persecución sindical y la aprobación de estatutos de trabajo más flexibles, así como la caída en el empleo industrial y el aumento del cuentapropismo fueron índices de una nueva fisonomía social, que redujo la participación asalariada en el ingreso. La apertura comercial junto a la liberalización financiera eliminaron trabas a los movimientos de capitales, exponiendo al país a movimientos exógenos, al tiempo que forzando la quiebra de todo un segmento del entramado productivo ligado al mercado interno. Esto produjo un intenso proceso de centralización del capital, cuya cúpula emergió de la dictadura con mayor poder estructural.

Este cambio de fisonomía socio-económica cambiaría las alternativas disponibles de política económica. Las fracciones empresariales concentradas obtendrían mayores prerrogativas para consolidar su lugar predominante en la economía nacional. En lugar de cortar de cuajo con las fuentes principales del déficit fiscal (esto es, los recursos cedidos a los acreedores externos y a los grandes grupos económicos que operan en el país) y avanzar en una modificación más equitativa de la estructura impositiva, las políticas estatales profundizaron el impacto desigual sobre las distintas clases sociales y fracciones de clase, acentuando así la debilidad estructural de las cuentas públicas.

Esta mirada tiene la ventaja de no caricaturizar el debate. Así, en lugar de preocuparse por el déficit fiscal como origen de los males, habilita la pregunta por las razones detrás del resultado. Son escasos los casos donde se avanza en indagar el carácter social del déficit por la vía de identificar a qué actores se beneficia y a cuáles se relega en el reparto de los fondos públicos.

Los actores que se erigen como ganadores desde los '70 a esta parte explican el déficit por partida doble, beneficiándose tanto por percibir cuantiosas sumas del gasto, como por tributar menos por sus actividades. Además, obligado el Estado a financiarse con deuda (externa e interna), se benefician también de las rentas derivadas de estas operaciones. Así, se consuma una suerte de captura estatal por parte de ciertas fracciones del poder económico: de un lado del “mostrador” son las que dan cuenta de buena parte de los desequilibrios fiscales, mientras que del otro lado aparecen financiando ese déficit a cambio de ganancias extraordinarias (que lejos de ser volcadas a la esfera productiva, son canalizadas a diferentes negocios financieros y la fuga de capitales por distintas vías).

 

Sistemáticas transferencias de recursos

El programa de la dictadura culminó en una crisis de grandes proporciones a inicios de la década de 1980. Las fracciones empresarias concentradas atravesaron esta fase recurriendo al endeudamiento externo, cuyas condiciones se alteraron con la suba de tasas a partir del shock Volker de 1979 y con el default de México en 1982. El Estado tomó deuda para proveer de divisas para que el sector privado pagara sus compromisos, pero también para financiar un fenómeno novedoso: la fuga de capitales como comportamiento estructural. Desde 1975 hasta 2001 la fuga de capitales representó el 70-90% de la toma de deuda. A este mecanismo, se sumó la provisión de seguros de cambio por parte del Banco Central, que en los hechos estatizó la deuda privada, transfiriendo así al pueblo argentino las obligaciones de una minoría.

Quedaron así establecidos lugares de privilegio en las finanzas estatales. Los acreedores externos se erigían en grandes receptores de fondos por la vía de pagos de deuda e intereses. Los grandes grupos empresarios recibían beneficios por diferentes vías. Aquellos ligados a la obra pública y proveedores del Estado mantuvieron su capacidad de captura de rentas, especialmente mediante sobreprecios. Aquellos grupos crecientemente internacionalizados se vieron beneficiados por menores impuestos al comercio exterior y la posibilidad de movilizar recursos como operaciones internas al grupo. Las dos primeras vías elevaron el gasto público, mientras la tercera redujo los ingresos. En todos los casos se facilitaron los mecanismos de fuga, financiados con la deuda pública, una transferencia indirecta de las arcas públicas al poder económico.

Estas fuentes de ampliación del déficit no tuvieron que ver con la atención de demandas populares. De hecho, en 1975 apareció el IVA, uno de los impuestos indirectos que ganó más peso en la estructura tributaria nacional. La recaudación pasó a depender más de tributos que propenden a mayor inequidad, en lugar de reposar sobre principios de igualdad que hagan pagar más a quienes más tienen.

El gobierno de Alfonsín enfrentó la crisis sin considerar que la fisonomía social estaba alterada en sus fundamentos. La breve heterodoxia de Grinspun se enfrentó a la capacidad de veto del poder económico concentrado, que por vía de la inflación bloqueó un cambio en los precios relativos. La astringencia de dólares financieros y los bajos precios internacionales de los bienes agrícolas tensaron más las dificultades de caja del Estado, cuya tramitación pasó por reemplazar al ministro por Sourrouille y tocar las puertas del FMI. Se sucedieron desde entonces planes de ajuste y reforma estructural que intensificaron el problema.

Sobre las transferencias antedichas, otras fuentes de déficit ganaron presencia. El empresariado fue beneficiario de los regímenes de promoción industrial y los subsidios a exportaciones fabriles. Por otro lado, ante las dificultades para obtener financiamiento externo, el gobierno se vio obligado a emitir deuda interna y monetizar el resto. El empresariado fue directo beneficiario tanto del “festival de bonos” como de la carrera de precios, donde pudo aprovechar sus posiciones oligopólicas para captar mayores porciones del ingreso nacional.

Este círculo vicioso de transferencia de recursos fiscales se vio alentado por el escaso poder de confrontación del gobierno ante las corporaciones dominantes. Beneficiado por los recortes de impuestos y por fuentes de promoción, en lugar de invertir productivamente el empresariado prestaba al Estado a altas tasas, obteniendo fondos que reciclaba al interior de una versión de la bicicleta financiera. La década no fue perdida para todos.

En esos años se transfirieron a los acreedores externos unos 27.000 millones de dólares (alrededor del 4% del PBI global del período), mientras que el capital concentrado interno fue beneficiario de transferencias por más de 67.000 millones (casi el 10% del PBI total). Todo ello fue posible gracias a una drástica contracción en la participación de los asalariados en el ingreso nacional, que dejaron de percibir alrededor de 80.000 millones de dólares (un 13% del PBI).

El gobierno radical intentó infructuosamente avanzar también sobre lo que serían las joyas de la corona del menemismo: las privatizaciones. La venta de las empresas estatales a precio de remate permitió capitalizarse a sus compradores. El Estado perdería así otra fuente de recursos, rentas capturadas por las empresas  privadas de servicios públicos. Otro tanto ocurriría con la privatización de la previsión social y la aparición de las AFJP, razón central para explicar el déficit fiscal de los '90. Estas transferencias de rentas más que suplieron la caída de regímenes de promoción. Un puñado de empresarios retendrían en detrimento de las mayorías las rentas oligopólicas cedidas por el Estado.

Durante una década de moneda apreciada y estable, se garantizaron las condiciones para dar continuidad a la lógica de valorización financiera. Las crecientes transferencias por intereses y deuda componen otro segmento clave para explicar el gasto público de la década. La deuda sirvió para financiar la salida de capitales al exterior.

Nuevas e intensas reducciones de impuestos al comercio exterior y las rentas fueron acompañadas de una fuerte reducción de los aportes patronales, como fuente espuria de competitividad (devaluación fiscal). Para contener el deterioro de la recaudación, hubo nuevas subas de impuestos indirectos, que colocaron al IVA argentino entre los más elevados del mundo.

Contra la insistencia de la ortodoxia, durante todos los '90 el gasto estatal consolidado (nación, provincia y municipios) se mantuvo en torno al 6,3% del PBI en lo relativo a funcionamiento, y apenas subió del 20,3% al 21,8% en materia de gasto social. En cambio, los pagos de intereses subieron del del 1,8% del PBI en 1993 al 5,3% en 2001. El Estado se convertía así en una maquinaria de transferencias para el capital concentrado. En ese período los acreedores recibieron transferencias por 54.000 millones de dólares, mientras que el gran empresariado obtuvo un monto de 52.000 millones. Huelga decir que durante ese período todos los indicadores sociales se deterioraron, alcanzando niveles récord de desempleo y pobreza.

Este proceso culminó en una crisis de proporciones inusitadas. Entre los mecanismos de salida, se procedió a la pesificación de las deudas, por la que el Estado compensó al sistema financiero local. Un mecanismo semejante se aplicó con las tarifas de servicios públicos, cuyo retraso en pesos sería compensado por transferencias económicas –una de las claves de la reaparición del problema del déficit una década después. Si bien esta política benefició al conjunto de la población, en primer lugar se anota la industria, que por esta vía recibió un subsidio indirecto de 25.000 millones de dólares. La cifra palidece ante las transferencias ligadas al pago de deuda. En un sentido diferente obró la reintroducción de impuestos al comercio exterior, con un rol clave de las retenciones a las exportaciones primarias, y la masificación de la política social. Sin cerrar aquí la discusión de este período más complejo, vale señalar que cualesquiera fueran las tensiones de esta etapa, a partir de 2015 volvieron a una visión más ortodoxa.

 

La captura del Estado

La captura del Estado con el gobierno de Cambiemos se volvió manifiesta. El déficit fiscal aumentó fuertemente, ligado a la reducción de las retenciones (medida que favorece a los grandes exportadores) y los crecientes pagos de deuda. A este esquema se sumó la reducción de impuestos de menor cuantía, pero expresivas del sesgo de clase, como la tributación de bienes personales o por la importación de autos de lujo. Declarando la emergencia energética, se les garantizaron subas de las tarifas a las empresas prestadoras, componiendo el elemento central de la inflación desde 2016. Según el argumento oficial, la reducción de las transferencias facilitaría el ahorro fiscal necesario. Sin embargo, todo lo “ahorrado” por esta vía (8.000 millones de dólares) fue más que compensado por la suba de los pagos de intereses (5.000 millones) y la pérdida de ingresos por la quita de retenciones (4.000 millones). El ahorro, además, fue en realidad una transferencia de los pagos a los bolsillos de los usuarios. El Estado nacional, para ajustar su resultado, disminuyó la obra pública y las transferencias a las provincias, además de licuar los salarios del personal estatal.

Hasta abril de 2018, el gobierno financió ese déficit con la combinación de deuda externa e interna (básicamente, LEBACs), que sentó las bases para un proceso de valorización financiera y fuga sumamente lucrativo. Cuando este esquema estalló en una serie de corridas cambiarias, se apeló al FMI para avanzar en un ajuste (“déficit cero”), que quitara más fuentes de recaudación, al reducir aportes patronales y flexibilizar el empleo. Al mismo tiempo se renovó la emisión de deuda interna (LELIQs) a plazos aún más cortos y tasas de interés aún mayores, todo lo que potencia el negocio financiero para unos pocos.

Nos encontramos así con la reedición de un viejo cuento del tío. En lugar de retroceder 70 años, debieran cambiarse las bases sociales de las finanzas públicas que surgen desde los años '70. La rigidez del déficit proviene de la negativa a negociar las ingentes transferencias de ingresos al poder económico: tributando cada vez menos y recibiendo cada vez más recursos, explican el resultado que luego critican. Por fortuna, la resistencia social está limitando parcialmente la capacidad de transferir (aún más) el ajuste al pueblo. El gobierno, sin más argumentos que la tozudez, insiste en la lógica financiera que conoce un solo final: la crisis en ciernes.

 

 

 

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