EL MILLONARIO MODELO
Como dice Oscar Wilde, los millonarios que pueden servirnos de modelo son una cosa excepcional
"Los millonarios que trabajan como modelos —dice Oscar Wilde en un cuento, refiriéndose a la tarea de posar para un artista— son una cosa muy rara; pero, por Zeus, ¡los millonarios que pueden servir de modelo son todavía más raros!"
El cuento se llama The Model Millionaire y es una delicia. Cuenta la historia de un joven, Hughie Erskine, muy apuesto pero desocupado y sin ningún talento. ("Es mejor tener un ingreso permanente que ser encantador", reflexiona Wilde. Difícil discutirle.) Hughie está enamorado de Laura Merton, que corresponde su afecto. El problema es el padre de Laura, el coronel Merton, que no piensa concederle su mano a menos que Hughie disponga de 10.000 libras. Un día Hughie va a visitar a su amigo el artista Alan Trevor, que está pintando el retrato de un mendigo. En un alto de la sesión, Hughie se apiada del pobre viejo que hace de modelo y le da todo el dinero que quedaba en sus bolsillos: un soberano y unos chelines. Poco después se entera de que el "mendigo" es en realidad el Barón Hausberg, uno de los hombres más ricos de Europa, que cediendo a un capricho decidió inmortalizarse como un homeless. Conmovido —o divertido— por la generosidad de Hughie, e informado de su dilema a través del chismoso pintor, el Barón le manda el cheque por diez lucas libra que le permitirá casarse con Laura.
Los millonarios que hacen de millonarios en la ficción también son raros. Hay mucho personaje al que se define como rico y le pasan equis cosas, pero su condición de Midas moderno no suele ser el tema, sino una característica más. Casi todos ellos tienen una relación incidental con sus fortunas, como si fuese un detalle en su vida. El Gatsby de F. Scott Fitzgerald, que se lo jugó todo a un gesto romántico, odiaría ser definido como un simple millonario. El Charles Foster Kane de El ciudadano lo tenía todo pero vivía añorando algo que con suerte valía un par de dólares. Bruce Wayne y Tony Stark nunca piensan en sus millones, salvo para costear sus juguetes tecnológicos. (Dato divertido: entre 2002 y 2013, la revista Forbes —es decir, la Para Ti de los millonarios— publicó un ranking de los 15 personajes de ficción más ricos. En su edición final figuraban en la lista el dragón Smaug de El Hobbit, Lady Mary Crawley de Downton Abbey y el Montgomery Burns de Los Simpson.)
Los únicos que en la ficción hacen de la riqueza el centro de sus vidas son los avaros. Desde el Shylock de El mercader de Venecia, pasando por el Harpagón de Moliere y llegando al Ebenezer Scrooge de Un cuento de Navidad (que además inspiró a Rico McPato, cuyo nombre original —en España le dicen Tío Gilito— es Scrooge McDuck), los avaros son millonarios, sí, pero muy peculiares: hablamos de ricos que no disfrutan de su riqueza. Viven mal, mezquinando a todos quienes los rodean pero también a sí mismos. Dicen que el Scrooge de Dickens se inspiró en un célebre avaro de su época, John Elwes, que se iba a dormir cuando anochecía para no gastar en velas. Una vez, ante profundos cortes que se hizo accidentalmente en ambas piernas, regateó con el médico, acordó precio por la cura de una sola y apostó que si la pierna que él mismo pensaba curarse cicatrizaba antes que la tratada profesionalmente, el médico debía devolverle el dinero — y por supuesto, ganó.
Los avaros viven vidas que ya incluyen su castigo. Aún así, Dante los ubica en el cuarto círculo del Infierno, en compañía de los dispendiosos, de modo de que los que amarrocan y los gastadores compulsivos se irriten unos a otros durante toda la eternidad.
Pero los ricos de hoy —hasta donde podemos entreverlo, desde la distancia a la que se mantienen—, no se parecen a unos ni a otros. Para empezar, ni siquiera se parecen a los millonarios de las ficciones populares de las que hablaba al principio. Ninguno deja sus fortunas en segundo plano mientras se concentra en otro tipo de obsesiones como el amor romántico o la justicia: por el contrario, viven para incrementar esas fortunas. Pueden tener hobbies, como el arte o la tecnología, pero como no pueden contenerse, tratan de monetizar también esas aficiones. Y no tienen nada de avaros, al contrario. Llevan adelante vidas sibaríticas en términos de lo que comen, visten, manejan y vuelan. (Y se permiten la indulgencia de tratamientos de salud y belleza en los que gastan el presupuesto anual de una familia promedio.) Pero eso no significa, tampoco, que sean del todo dispendiosos. No dudan en dejar de pagar todo aquello que puedan ahorrarse, aún al precio de burlar la ley: las cargas sociales que corresponden a sus empleados, la totalidad de los impuestos que deberían abonar, los servicios que consumen. (Si pueden colgarse de la luz o de un servicio ajeno de cable, lo harán. Si pueden inscribir su casona como un baldío, lo harán.)
Algunos de los que perpetran tropelías como esas —los menos millonarios entre los millonarios, los parvenus; la tipología Dujovne/Arribas, por ejemplo— las acometen porque son ratas, nomás. Pero incluso los que moran en la estratosfera, los que humillarían a Creso con sus posesiones y cuentas bancarias, hacen cosas semejantes. Por supuesto, en ese nivel ya no se debe a que tratan de ahorrarse unos mangos. Lo hacen por la misma razón por la cual no hay minuto que no dediquen a incrementar su fortuna (ellos en persona pero también, cuando se distraen o mientras duermen, el ejército de profesionales que contratan para la tarea): porque tener cada vez más guita equivale a tener cada vez más poder. Y ese poder es lo que buscan.
En este mundo nuestro, tener toneladas de guita es ser dueños de la posibilidad (cuanto mayor es la cifra acumulada, más grande es la posibilidad) de hacer lo que se te canta el culo sin afrontar consecuencia alguna.
Del consumidor como asesino serial
Si existe un antecedente ficcional de la clase de villanía que ciertos megamillonarios practican hoy, ese es el profesor James Moriarty. A Moriarty lo inventó Arthur Conan Doyle en 1893, cuando buscaba un adversario digno de enfrentar —y de ultimar— a Sherlock Holmes. Por eso sus características difieren tanto de los delincuentes habituales que el detective enfrenta y encarcela. Para empezar, Moriarty no es un hampón profesional —un capomaffia convencional, diríamos— sino alguien que opera en las tinieblas. Holmes lo define como "el Napoleón del crimen", pero para el mundo entero es apenas un intelectual, un académico que se consagró a los 21 con un ensayo sobre el teorema binomial que celebró toda Europa y le granjeó una cátedra en la universidad. Si quieren, lo digo de otro modo: al mejor estilo Yabrán, parte del poder que detenta Moriarty pasa por su anonimato — públicamente no se lo conoce como un hombre poderoso, y esa libertad de movimientos lo vuelve aún más poderoso.
Otra característica de su poder es que Moriarty no se ensucia las manos. (Salvo en ese cuento, La aventura del problema final, cuando se encarga personalmente del detective que pretendía desenmascararlo ante el mundo.) Los que formalmente cometen los delitos son otros, Moriarty es apenas el director de la orquesta que cobra un porcentaje de las ganancias de cada empresa criminal. A diferencia de la mayoría de los malvivientes que conocemos —pero al igual que muchos de nuestros megamillonarios del mundo real—, Moriarty es un hombre "de buena cuna y excelente educación". Holmes le atribuye "la mitad de lo que es malvado y la casi totalidad de todo lo que pasa sin ser detectado en esta ciudad". ¿No es una definición que le cabría también a ciertos "empresarios" que viven entre nosotros — y a tantos otros que hoy manejan el mundo?
Conan Doyle fue un visionario al imaginar una nueva cepa de criminales: una compuesta por gente que no proviene de bajos fondos, sino de clases privilegiadas; que hace grandes negocios porque entiende que no se trata del dinero per se, sino del poder que el dinero compra; y cuya libido, en consecuencia, depende del grado de impunidad que ese poder le garantiza. Lo pongo en nuestro idioma, por las dudas: lo que los mueve, lo que los mantiene andando —¡lo que los calienta!—, es la curiosidad de descubrir cuántas cosas de las que son prohibidas para el común de los mortales pueden llevar adelante, sin que se los acuse ni castigue.
Permítanme exagerar para justificar mi razonamiento: nadie recogió la antorcha encendida por Conan Doyle, por infinidad de razones (empezando por las guerras mundiales, que introdujeron otro tipo de villanos, y las pelis de gangsters que consagraron a los mafiosos tradicionales), hasta que Brett Easton Ellis publicó American Psycho en 1991. (Otro dato divertido: la industria editorial le tenía tanto miedo al libro, que no lo publicaron con tapa dura —en los Estados Unidos, todos los libros "serios" son lanzados en una edición inicial de tapas duras— hasta 2012.)
Lo que hizo Brett Easton Ellis fue dar un simple paso, sortear la mínima distancia que separaba una realidad de su consecuencia más natural. En 1991, la figura del asesino serial estaba a punto de convertirse en ícono pop gracias al escritor Thomas Harris y su creación más memorable: Hannibal Lecter. El psiquiatra antropófago había asomado por primera vez en la novela Dragón rojo (1981), donde era un personaje vital, aunque secundario; y había pasado al frente en El silencio de los inocentes (1988), que tres años más tarde —o sea, justo en 1991— se convirtió en una peli protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins y dirigida por Jonathan Demme que arrasó con los Oscar. Se ve que había algo flotando en el aire —el zeitgeist, diría Hegel— que posibilitaba que un personaje así pudiese ser leído bajo una luz positiva, y hasta romántica. En algún sentido, Harris araba en el territorio abierto por Conan Doyle: Lecter también era un ser nacido en buena cuna, refinado y exquisito, que cometía crímenes pero no por motivos pedestres. (En las dos primeras, maravillosas novelas, no hay explicación para el comportamiento de Lecter. Lástima que en 2007 Harris condescendió a escribir la película Hannibal Rising, donde justifica su apetito inventándole una infancia tan traumática como psicológicamente pedorra.)
Pero Brett Easton Ellis fue mucho más allá. Patrick Bateman, el protagonista de American Psycho, no necesita excusas freudianas para hacer lo que hace. Al contrario: actúa como si asesinar, violar y practicar el canibalismo por las noches no fuese más que la prolongación natural de su actividad diurna — operar en Wall Street como parte de su elite, desde que hablamos de un próspero hombre de negocios neoyorquino.
Bateman es el capitalista quintaesencial, que lo mide todo —y a todos— en términos de dinero. Si en la práctica este mundo considera que el derecho más inalienable es el de propiedad; si consumir puede ser visto como una adicción más, una inclinación de naturaleza compulsiva, y el dinero le permite a Bateman comprarlo todo —legal o ilegalmente—, incluyendo gente y la impunidad para sus crímenes, ¿cómo no va asumir que puede hacer lo que quiere con lo que considera que ha adquirido — cuando todo indica que, en la práctica, la vida humana perdió su carácter sagrado para convertirse en un bien de consumo más?
Fucking Terminators
A casi treinta años de su publicación, American Psycho merece ser reconsiderada porque nunca resonó mejor que hoy. (En la novela, el ídolo de Patrick Bateman —su millonario modelo— es... ¡Donald Trump!) Dado que abundaba en elementos escabrosos, en su momento se la leyó más bien de coté, desde la imposibilidad de asumir sus implicancias centrales; poco después ocurrió algo similar con la novela y la adaptación al cine de El club de la pelea (1996, 1999). Pero hoy es todavía más inquietante que entonces. Vale la pena repasar los tramos en los que Bateman intenta confesar sus crímenes y nadie le cree... ¡porque es un potentado de Wall Street! A esa altura el relato se ha vuelto alucinado y es difícil diferenciar lo real de lo imaginado por Bateman, pero lo indiscutible es que: 1) Su abogado se niega a asumir que ha cometido crimen alguno —es decir, nunca deja de actuar como su abogado—, y 2) El relato concluye con Bateman y sus colegas pasándola bomba en un club de Manhattan, como si nada malo hubiese ocurrido.
El negrísimo humor de Easton Ellis no te deja otra que enfrentar la realidad de hoy: nadie quiere aceptar que Bateman pueda ser un criminal (hay gente que colabora por las suyas con el ocultamiento de sus asesinatos, porque permitir que se lo deschave sería malo para los negocios)... ¡simplemente porque es rico! Y en el imaginario popular del presente, los ricos tienden a ser considerados ídolos. Gente grossa. Unos capos. Si un ejército de monos apuntase en su dirección para arrojarles sus deposiciones, no conseguiría mancharlos. Son de teflón, los ponés al fuego y ni siquiera pierden la sonrisa. Como dice el multimillonario Bobby Axelrod (Damian Lewis), uno de los protagonistas de la serie Billions: "Si tenés cierto éxito, la gente empieza a pensar que podés hacer cualquier cosa. Y entonces uno también empieza a pensarlo".
Este tiempo que vivimos es el más interesante para repensar la cuestión del Mal —con mayúsculas, sí— desde la Segunda Guerra. O al menos, el tiempo en que dedicarle atención al tema sería más necesario desde que el planeta sufrió sus últimos sacudones y nos quedamos sin dinosaurios. Porque todo indica que estamos muy cerca de sufrir otra zarandeada a nivel planetario, pero esta vez no se tratará de glaciaciones ni de una lluvia de meteoritos. Esta vez la catástrofe natural será nuestra especie — o, para ser preciso, nuestros megamillonarios.
Sin darnos cuenta del todo y sin quererlo, hemos permitido que el destino de la humanidad quede en manos de gente que carece de empatía y que no admite límites. Bobby Axelrod —uno de los mejores villanos de la ficción contemporánea— lo explicaría muy bien en unas pocas frases:
- "El objetivo no es ganar más dinero. El objetivo es vivir en tus propios términos".
Y vivir en sus propios términos significa, para esta gente, hacer lo que se les canta sin rendir cuentas a nadie.
- "¿Cuál es la gracia de tener una fortuna a nivel 'fuck you', si no la vas a usar para decir 'fuck you'?
Los megamillonarios de hoy usan sus fortunas a nivel fuck you para decirle fuck you y mostrarle el dedo mayor al mundo entero, empezando por nosotros.
- "No soy humano. Soy una máquina. Soy un fucking Terminator".
Si algo demuestra el video que alguien grabó días atrás mientras increpaba a Macri en un avión comercial, es que —como lo sospechábamos— Mauricio no es del todo uno de nosotros. La frialdad con que responde: "No creo", cuando se lo acusa de haber hecho mierda el país, es de sus instantes más reveladores. Si en ese momento hubiese removido su rostro para mostrar que debajo hay un androide, no me habría sorprendido. Porque estoy seguro de que cree lo que dijo: que no hizo mierda el país, porque no tuvo tiempo de hacerlo del todo — y por eso, si lo dejásemos, lo haría mejor, solo que mucho más rápido.
No será una máquina en términos literales, pero sí es un perfecto representante de los Patrick Bateman contemporáneos, los World Class Psychos. Mientras Hollywood nos distraía con villanos exóticos que soñaban con conquistar el mundo —al estilo de los Dr. No de las pelis de James Bond, o los Dr. Evil de parodias como Austin Powers—, el mundo fue conquistado en los hechos por los capitalistas rampantes, cuyo poder supera y por mucho al de los dignatarios nacionales elegidos por las mayorías.
La Matrix de contenidos que dominan cuenta que el mundo es un lugar civilizado donde impera la ley, pero si desconectásemos esa Matrix veríamos el mundo tal cual es: un planeta donde minorías que disponen de fortunas que no podrían gastar en cien vidas viven aisladas del populacho, protegidas por altas murallas vigiladas por ejércitos privados. En general las altas murallas son virtuales, también: lo que los protege es el sistema legal, los jueces que compran como caramelos. (En los últimos tiempos tuve la oportunidad de ver de cerca a ciertos altos funcionarios judiciales, y percibí cuán frágil es la fachada de dignidad que presentan al mundo. En el fondo algunos intuyen que no son Bobby Axelrod sino apenas sus empleados glorificados, aquellos a los que se les paga una fortuna para que protejan a los Axelrod de verdad — pretorianos legales y gracias, a los que usan y tiran a piacere.)
Hoy la función de lxs narradorxs y lxs comunicadores es, o debería ser, ayudar a que las mayorías entiendan que el mundo está manejado por una aristocracia que no está sujeta a las mismas reglas que nosotros. Tenemos que trazar la línea de puntos que conecta los hechos que ellos producen con las consecuencias que su ejército de expertos en comunicación oculta. La tecnología moderna —cuyo desarrollo subvencionan interesadamente, por supuesto— es un espejo de la estructura de poder que favorecen, armada para aislar las decisiones de sus efectos inevitables. Así como un técnico puede mentirse que está jugando a un videogame y ganando puntos, cuando en realidad bombardea por control remoto una población civil, los Patrick Bateman de hoy juegan su juego sin ver nunca lo que producen sus movidas. Mandan un mensaje de WhatsApp y producen hechos que, en su acotado universo, se reflejan en los portales económicos del mundo y en las tapas de Forbes o el Financial Times. Lo que nunca llegan a ver, ni mucho menos nos dejan ver, son las secuelas de esas decisiones olímpicas: fábricas que cierran, ríos que se contaminan, gobiernos que caen, medios masivos que mienten u ocultan, jueces que cajonean causas o encarcelan a acusados cagándose en la ley, pueblos fumigados donde impera el cáncer, regiones donde impera el apartheid, formas renovadas de la esclavitud, hambre en zonas que son vergeles, abusos de género amparados por el poder, apropiación privada de recursos naturales públicos y un interminable etcétera.
Necesitamos que cunda una consciencia sobre el estado de las cosas que hoy no es moneda corriente entre la gente. Ese es nuestro gran desafío: trabajar para que el mundo entero entienda, volviendo a Wilde, que buena parte de los megamillonarios de hoy funcionan como modelos, sí, pero de todo lo que no habría que hacer.
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