El político mentiroso sostiene un pragmatismo que abandona a la verdad y justifica su interés egoísta
“Como siempre les dije, mi compromiso con la verdad es innegociable, porque los respeto, porque ustedes confiaron en mí y estoy acá por ustedes. (…) los atajos, las soluciones mágicas, la mentira, ya sabemos adónde nos llevaron”. Presidente Mauricio Macri, 23 de abril de 2018, desde Vaca Muerta, Neuquén.
El mentiroso es un personaje de intriga. Su habla tiene algo oculto que procura vencer, astutamente, las resistencias de emociones y razones a los fines de su deseo. Eso ha hecho del personaje, por sus diversos rasgos, uno de los motivos filosóficos y literarios más antiguos. Ya en el siglo VI a.C., el filósofo y poeta cretense Epiménides formuló una paradoja al decir: “Todos los cretenses son mentirosos”. Algo se ocultaba en ese dicho que era contrario en su lógica. Si esa afirmación era verdadera, resultaba una autocontradicción porque Epiménides, siendo cretense, estaba mintiendo. Y si era falsa, entonces algún cretense –acaso Epiménides— no era un mentiroso.
Alguien podría verse tentado, entre nosotros, de reformular la paradoja diciendo: “Todos los argentinos mienten. Yo soy argentino. Yo miento”. Con lo cual se abriría una cadena sin fin de reformulaciones. Pero Michel Foucault dice, en El pensamiento del afuera (1966), que el problema ya en Epiménides es decir “miento” (o “digo verdad”, como el Presidente al decir “mi compromiso con la verdad es innegociable”) porque el problema, más que lógico, es fáctico en su artificio: “el sujeto hablante es el mismo que aquel del que se habla”. Por eso la modernidad dirá “hablo” y “digo que hablo” (es una verdad irrefutable que hablo cuando digo que hablo). Y se ve que aunque estos puedan parecer juegos intelectuales, hoy tienen plena actualidad en el uso y resignificación de los discursos políticos.
Por diferencia con la lógica del mentiroso, planteada en la paradoja del cretense, en su obra Las Nubes (423 a.C.), Aristófanes se ocupa de los fines inmorales del personaje. Así introduce a Estrepsíades, un padre agobiado por las deudas que ha contraído su hijo Fidípedes y que están por llevarle a la quiebra, lo que le induce a pedirle a Sócrates un razonamiento injusto para no pagarle a nadie: “Quiero solamente hacer girar la justicia en provecho mío y escapar de las manos de mis usureros acreedores (…) Hagan de mí lo que quieran, con tal que yo esquive mis deudas”. Y pide ese logro aunque llegue a tener fama de descarado, desvergonzado y mentiroso. Pero en lugar del padre, que resulta necio para aprender, el Razonamiento Injusto educa a Fidípedes para que aprenda a ser absuelto en cualquier litigio o proceso contra ellos. Estrepsíades se alegra entonces al ver a su hijo tan hábil para negarlo todo. Y aunque el final de la obra restituye el lugar del Razonamiento Justo como más fuerte, lo que se deja en claro es el lugar de la mentira para alcanzar los fines injustos del interés propio. El mentiroso resulta así interesado, egoísta e injusto.
El judaísmo, como los griegos, también asoció verdad y justicia. Pero en el cristianismo medieval la verdad se asociará en cambio a Jesús; y el diablo —Satanás o Lucifer— será “el padre de la mentira”. Predicar el Evangelio es “palabra de verdad” y la respuesta de Jesús a la pregunta de Tomás sobre el camino a seguir es: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Pilatos, escépticamente, preguntará a Jesús: “¿Qué es la verdad?” La respuesta vendría de la mano del academicismo cristiano de Alberto Magno y Tomás de Aquino, al decir que la verdad es la adecuación de la cosa (la realidad) y el entendimiento (la razón). Pero en la mayor obra literaria del cristianismo medieval tardío que es la Divina Comedia (1321), la mentira no es ya un problema lógico o de razonamiento: la mentira se considera un acto que configura al ser, lo que lo convierte en un problema antropológico. Lo que interesa ahora es “el ser mentiroso”. Por eso Dante hundirá en el octavo círculo del Infierno a los políticos corruptos (recinto 5°), a los hipócritas (recinto 6°) y a los ladrones (recinto 7°).
Esa visión de la verdad como cuestión de fe y del amor cortés idealizado como el de Dante por Beatriz, cambió a partir del Renacimiento con el desarrollo de la razón científica como nuevo criterio de verdad y con la emergencia del amor burgués y las nuevas formas de un estatuto social que ya prefigura La Celestina (1499). Es sobre esta transición que el personaje del mentiroso, sea en la comedia de enredos o en la comedia de caracteres, irá asociado al conflicto amoroso con la intimidad y complicidades de sus marchas y contramarchas: El mentiroso (1644) de Pierre Corneille no será más que una adaptación francesa de La verdad sospechosa (1620) de Juan Ruiz de Alarcón, mientras El mentiroso (1750) de Carlo Goldoni continuará con ese itinerario.
Pero ese ciclo moderno del mentiroso tiene su final —en sentido radical— con el Fausto (1808 y 1832) de Goethe, cuando ya en el comienzo se pone en cuestión a la totalidad del saber: “Yo que he estudiado a fondo filosofía, leyes, medicina y por desgracia también, teología, con ardoroso esfuerzo. Y ahora me encuentro, ¡pobre de mí!, tan sabio como antes”. La última verdad deja de estar en la ciencia que como el poder se mueve por intereses. Y se vuelve entonces, en modo renovado, a la disputa medieval metafísica entre Dios y el Diablo (Mefistófeles): Fausto vende su alma al “padre de la mentira”. Así le será concedido satisfacer sus pasiones y poseer a su deseada Gretchen. Pero Mefistófeles no logrará doblegar, aún con lo intrigante de su pacto, la complejidad de pasiones y emociones de Fausto (propia del romanticismo) que en la segunda parte de la obra plantea un interrogante sobre la verdadera naturaleza del ser (un nuevo problema antropológico).
Por eso cuando Henry James escribe El mentiroso (1888), aunque retoma el lugar de la mentira en la intriga amorosa de su novela corta “burguesa” , al modo del ciclo moderno, la preocupación mayor del personaje Oliver Lyon será pintar un retrato del mentiroso coronel Capadose, que “sacaría a la luz su personalidad, lo representaría en esa totalidad… (llevando) no sólo el sello del psicólogo, sino también del pintor”. Lyon creía que el mentiroso era “un modelo extraordinario, un personaje muy interesante”, con un rostro muy expresivo que le enseñaría un sinfín de cosas desde su mendacidad: “ese rasgo de carácter sería perceptible incluso para la inteligencia más simple; sería tan destacado como resultaba ahora para él”. Porque su carácter de mentiroso estaba en sus ojos, en su boca, en sus arrugas, en sus gestos: “Estaba, en definitiva, en su forma de mirar un mundo embaucado: en la forma que siempre tendría de mirar.”
Para alcanzar “la misma claridad magistral en la representación del personaje”, Lyon toma como referencia al retrato “Il sarto” (El sastre) de Giovanni Moroni. Y no lo hace porque el sastre fuera mentiroso, sino por su mirada. Añadimos nosotros que la profunda mirada del sastre de Moroni es la de un artesano (figura rara en los retratos de la época) que muestra su dignidad en un contexto de personajes aristocráticos que desprecian el trabajo manual. El pintor de James busca en la mirada del sastre el espejo que devuelva la imagen invertida de la mirada del mentiroso.
Hoy el político mentiroso sostiene un pragmatismo que abandona a la verdad como noción universal, propone una mercantilización que justifica todo interés egoísta, proyecta una posverdad que disuelve la adecuación entre la cosa y el entendimiento para que la mentira no sea más que la insuficiente negación de un hecho, y cultiva un individualismo que disuelve todo puente amoroso con los otros. Pero un político “de verdad”, es otro personaje. Y hace mucha falta.
- Imagen principal: Giovanni Moroni, 'The Tailor' (h.1570), detalle. National Gallery, Londres - photo Hans Ollermann.
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