EL MENOS COMÚN DE LOS SENTIDOS
La movilidad social construida por el peronismo y luego expropiada: una clave ideológica
Entre los inminentes efectos que han de tener los comicios que tendrán lugar en los próximos tres meses, la elección de autoridades ejecutivas y legislativas ocupa el primer plano de la atención ciudadana en tanto dirime un modelo de Nación. Los resultados de los escrutinios, no obstante, poco han de modificar la estructura de poder que se desempeña por fuera del Estado, como el económico-financiero, y aquellos que se desprenden del mismo: los canales de distribución, los medios de comunicación hegemónicos, el control de las redes 2.0.
La íntima relación entre medios y redes sociales ha adquirido, durante la última década, una potencia que será puesta a prueba en términos relativos. Está por verse si se confirma o refuta la leyenda tejida en torno al omnímodo poder de manipulación de la voluntad de la ciudadanía, esa que presuntamente lograría orientar en forma decisoria la mayoría del electorado. Las experiencias de cabotaje se inclinan a semejante posibilidad, ya que están solventadas por quienes obtuvieron resultados exitosos. Pioneros en la materia, los especialistas —vocacionales o mercenarios— de Cambiemos en general y del PRO en especial, aseguran que su tecnología comunicacional es capaz de remontar hasta la más adversa contrariedad económica, como la que bulle en la actualidad. No han de estar del todo errados si se considera que lograron que un decisivo número de votantes se tragara una sarta de falacias en 2015 y 2017, prontamente desmentidas en la práctica efectiva, y aún así seguir sosteniéndolos.
Las experiencias en otras partes del mundo arrojan consecuencias, al menos, contradictorias; insuficientes para formular aseveraciones definitivas. En Brasil el triunfo fue para Bolsonaro que, como Trump en los EE.UU., tenía los medios hegemónicos en contra. Debieron centrar sus tácticas en las redes, especialmente a través de fake news. El Brexit en el Reino Unido ostenta resultados asimismo contundentes en favor de las redes, mientras que el mix con los medios fue previsiblemente exitoso en Chile.
Un vuelo tan rasante parece mezquino si se contempla en forma aislada en lugar de observarlo como plataforma sobre la cual sumar otras variables. Para comenzar, aquellas confusiones que devienen trampas, no menos que las imposturas tramposas que se diluyen en cháchara confusa. Una simplificación ejemplar es el dato incontrastable que muestra al electorado S60 (supra sesenta años) como segmento medular del núcleo duro cambiemita, simétrico e inverso al rango Sub30, orientado hacia el Frente de Todes. Que los adultos mayores se informen mayoritariamente a través de la TV y los millennials mediante el celular, es presentado como factor determinante. Puede que condicione en algún aspecto, ignorándose hasta qué punto. La insuficiencia del argumento radica en lo que omite más que en lo que afirma: la sociedad se divide en clases y no en grupos etarios, aún en quienes por su avanzada edad se hallan ya desligados en forma directa de los medios de producción. Sigue siendo esta relación –la del trabajo, activo o pasivo– la que constituye identidades, sin desmedro del viejo apotegma que enseña que la ideología de la clase dominante tiende a constituirse como ideología dominante.
A este dispositivo –el ideológico– Antonio Gramsci (Italia, 1891-1937) lo denomina “sentido común”, reduciéndolo a una entidad cotidiana, vaciada de la síntesis de múltiples determinaciones y unidad de lo diverso con que lo habían construido oportunamente Marx y Engels. Sin embargo, categoría para la rápida captación de carceleros y presos semianalfabetos con quienes compartía las celdas del fascismo y ante quienes las elaboraciones del materialismo dialéctico pasaban desapercibidas. Convencido de su tarea intelectual educadora de la plebe, Gramsci hizo lo propio con la noción de proletariado, a la que llamó “clase subalterna”, al poder concentrado “hegemonía”, al obrero “simple”, etc.
Acaso por el mismo motivo, “sentido común” fue adoptado por Edward Bernays (Viena 1891-Cambridge, 1995), sobrino de Sigmund Freud, quien se sirvió de un poco sutil recorte de las teorías de su tío para fundar la tecnocracia de la manipulación a la que bautizó marketing. Como se aprecia, “sentido común” resulta tanto un concepto como el bastión a conquistar por los modernos activistas de la industria comunicativa de medios y redes. Difuminado del carácter original, el “sentido común –paradójicamente– se desideologiza para pasar a convertirse en un suerte de cosmovisión humanista con la que el individuo de la especie sapiens se imagina a sí mismo como entidad aislada. Otra vez se embrollan lo principal con lo secundario, la descripción ocupa el lugar de la explicación y los efectos el de las causas.
Clara manifestación del embrollo, dado el caso, resultan los aspectos ideológicos cuya permanencia a lo largo de los sucesivos momentos históricos delatan la mutación de meros emergentes circunstanciales en factores determinantes. En un territorio donde la población originaria fue arrasada y sustituida por quienes bajaron de los barcos, el ideario sembrado a través de la idea de movilidad social floreció en terreno fértil. Visión coagulada en el propósito del ascenso social, toma la forma de adopción de los rasgos atribuidos a las clases dominantes. Su transformación en figura ideológica ocurre cuando tal apropiación deja de ser un anhelo reprimido y pasa de ser posible a ser un hecho consumado.
El peronismo encarna, materializa en forma irreversible ese movimiento. Lo ejemplifica en forma brutal el contraste en la política con la infancia. Para los gobiernos oligárquicos los niños pobres estaban en manos de la iglesia y de la beneficencia. Los Hogares de estas últimas eran edificios gélidos con ventanas altas donde no podían ver ni ser vistos. Los pibes rapados al ras deambulaban con delantales grises que sólo se destacaban por el número que los identificaba y una vez al año salían a la calle a mendigar con la alcancía de la Sociedad de Beneficencia que, ayer como hoy, cobraba su tajada. Evita desarmó todo eso. La integración suplantó a la segregación, la arquitectura pasó a ser amplia, iluminada, a la medida infantil; techos de tejas, muros blancos, jardines: la ciudad en miniatura que aún sobrevive en el bajo de Belgrano, semidestruida y con otros fines, es una expresión rotunda de que el propósito (como lo afirmaba el folleto inaugural) era “para que nuestros chicos pobres no tengan nada qué envidiarle a los hijos de la oligarquía”. Y así fue.
Socavado hasta sus cimientos por el golpe de 1955, profundizado por su continuidad de 1976 y los subsiguientes avatares neoliberales, la perspectiva ideológica solidaria de construcción social colectiva, propia del movimiento nacional y popular, dejó de ser una instancia política para recluirse como ilusión. Sin extinguirse, persiste y retorna bajo diversas modalidades, emergiendo como metas laborales en distintos tiempos, bajo la forma arcaica de la profesión liberal, remanente de los tiempos en que bastaba grabar el título académico en una chapa de bronce, atornillarla en la puerta de calle y esperar que los clientes toquen el timbre. En otro estamento, ser maestrx (de escuela o mayor de obras) o bancarix, garantizaba poner un pie en el próximo peldaño de la escalera social.
Tras la última dictadura y con el retorno de la democracia, Medicina, Derecho e Ingeniería, por ejemplo, dejaron de ser opciones al ser absorbidas por corporaciones u obras sociales. Cundió en el ideario la psicología, el comentarista deportivo, el chef; en fin, toda labor que prometiera triunfo individual sin dependencia ni asociación gregaria, a imagen y semejanza de los modelos mediáticos. Instancias simétricas y opuestas a los rebusques encontrados por los sectores pauperizados durante las recurrentes debacles económicas: el kiosco de ventana, el remise, el parripollo, el lavadero, el cineclub, el taxi, la changa. El trabajador desocupado, el clasemediero en decadencia, el desplazado, se resistía a perder lo alguna vez conquistado.
En este panorama, muy distinto es el mensaje que se transmite de cómo se decodifica del otro lado del mostrador, por quien lo recibe. En función de lo planteado, esa comunicación en el reciente lustro –en la década, si se quiere– circuló en forma clónica, alteró la percepción, modificó los códigos de traducción. Hoy por hoy, el contundente embate de la realidad infraestructural acaso opere al modo de un tamiz capaz de filtrar aquellos rasgos capaces de alterar el principio de realidad.
Muy probablemente sin proponérselo, aquél afán ilusorio de trepada social ha sido lo que el macrismo viene estimulando en las propuestas mediáticas con que el marketing reemplazó las plataformas políticas. Paradoja que el “sentido común” capturó en sus principales rasgos, conservándolos, y al mismo tiempo desplazando en forma renegatoria los condimentos que anulan el contenido redistributivo de la estructura ideológica original: meritocracia, emprendedurismo, aún la angustiosa incertidumbre del Robinson Crusoe aislado en la isla desierta del poscapitalismo especulativo. Instalándose ellos mismos como ejemplos, los rostros visibles del poscapitalismo lograron erigirse como ideales, paradigmas de la trepada social. Que fueran ricos herederos era un insignificante detalle.
Situación factible una vez que el mapa de las clases queda balcanizada merced al devenir histórico, que marcha más rápido que las organizaciones formales que le dan cuerpo. La otrora (más o menos) monolítica clase trabajadora, sin ir más lejos, se fractura en al menos tres grandes sectores: los trabajadores formales (en relación de dependencia, sindicalizados, con derechos sociales, etc.) obtuvieron y perdieron alternativamente alguna capacidad de acumulación. Los trabajadores informales (cuentapropistas, despojados de toda cobertura) pasaron a situarse en una posición subalterna en relación a los anteriores. Mientras que los desocupados (objeto del oxímoron “trabajadores desocupados”), en masa creciente, se atrincheraron en su propia retaguardia mediante el despliegue de un sálvese-quien-pueda, a la sazón compatible con el ideario neoliberal, que pasa a teñir el cuerpo social en todas direcciones.
Cómo se reconfigura la forma de apropiación del trabajo social excedente, medido en dinero (la plusvalía), ilustra el mecanismo: ya la ganancia deja de emanar en forma exclusiva del producto del trabajador frente a la máquina, advierte el sociólogo Diego Sztulwark (Buenos Aires, 1971). La generación del valor comienza a tornarse inasible, casi de mensura imposible, con lo que lejos de diluirse la plusvalía, todo trabajo pasa a convertirse en ella. Cuando tal extracción comienza a regirse por las finanzas, la burguesía deja de ser la clase que interviene en la sociedad a fin de organizar la producción. Desata el espectro de la autonomización productiva, con lo que distintos sectores pasan a organizar la producción por motu proprio. Las formas de dominio quedan a merced de las fuerzas exteriores a la producción propiamente dicha (bancos, financieras, tarjetas de crédito, monedas, forma de endeudamiento, etc.) que pasan a regirlas al dedicarse exclusivamente a capturar riqueza social, sin interesarse ni preguntarse cómo tal riqueza se produce. El beneficio que antes obtenía el capitalista al ser realizada la mercancía es reemplazado por la renta mediante bienes mistificados como títulos de propiedad, acciones, bonos, dispositivos bancarios: bicicleta, bah. En cierto aspecto, la plusvalía se enajena a sí misma, desdoblándose: está la que el capitalista le expropia al trabajador, que a su vez se subsume en la que el financista le extrae al capitalista. Los valores inherentes a la clase obrera así se precarizan, eludiendo todo marco de referencia donde reconocerse dentro de la cadena productiva. Una de las singularidades del sistema es la oscilación del grado de extracción de plusvalía que desata la creciente precarización laboral y —acota el investigador Daniel Cecchini (Tolosa, 1956)—, en este marco, el ciclo donde el dinero se reproduce a sí mismo a través de la ya mentada especulación financiera, genera la paradoja de producir su propia plusvalía.
Entonces los eslabones – es decir, los sujetos sociales- de esa cadena estallan, prima el fetichismo, la mistificación; el ideal histórico de la movilidad social es expropiado por la clase especulativa para reciclarlo como alienada ilusión, sin porvenir.
Hoy no se trata de expropiar los medios de producción, hacer la reforma agraria, nacionalizar la banca. Recuperar el basamento del avance social se torna en un imperativo político mayor que incluye desde la redistribución de la ganancia a la restitución del color amarillo, de la palabra “cambio”, de la alegría, de la revolución; de priorizar la infancia, recuperar la justicia social, la independencia económica, la soberanía política, etc., etc., etc. Nada del otro mundo.
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