El mal de Aramburu

“Si no te nombro, no existes”

 

El 31 de enero de 1977, el Presidente francés Valéry Giscard d’Estaing inauguró el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou en el corazón de París. El proyecto, que algunos llamaron despectivamente Notre-Dame-des-Tuyaux (Nuestra Señora de los Caños) por la estética elegida por los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers, generó una de esas controversias ciudadanas que los franceses aman impulsar de forma periódica.

El nombre fue elegido en honor al predecesor de Giscard d’Estaing, quien impulsó el proyecto desde fines de los años ‘60: “Me encantaría que París tuviera un centro cultural (…) donde las artes plásticas estuvieran asociadas a la música, al cine, a los libros, a la investigación audiovisual”. Pompidou no pudo ver su obra inaugurada, ya que falleció en 1974. Pese a recibir críticas iniciales de ambos lados del espectro político —de la derecha, que lo consideraba demasiado alejado del canon clásico, y de la izquierda que lo denigraba por ser un “supermercado de la cultura”—, el Centro Pompidou se transformó en uno de los hitos de París: tres millones de visitantes lo descubren cada año.

Unos años después, en marzo de 1995, el Presidente François Mitterrand inauguró el nuevo edificio de la Biblioteca Nacional de Francia, conformado por cuatro torres de cristal diseñadas por el arquitecto Dominique Perrault. En Francia, ampliar esos edificios es un imperativo de Estado, ya que un decreto promulgado en 1537, durante el reinado de Francisco I, exige que la Biblioteca Nacional guarde un ejemplar de todas las obras publicadas en el país. Cuando anunció el lanzamiento del proyecto, Mitterrand sostuvo: “Esta gran biblioteca deberá cubrir todos los campos del conocimiento, ser accesible para todo el mundo, utilizar las tecnologías más modernas de transmisión de datos, poder recibir consultas a distancia y colaborar con otras bibliotecas europeas”.

El edificio lleva el nombre de François Mitterrand por decisión de su sucesor Jacques Chirac. Unos años más tarde, fue el turno de Chirac de impulsar una obra relevante, y en su caso eligió el Museo del muelle Branly (Musée du quai Branly), llevado a cabo por el arquitecto Jean Nouvel para albergar las diferentes colecciones de arte de África, Oriente Medio, Asia, Oceanía y América. El museo fue inaugurado por el Presidente François Hollande en junio del 2016, quien decidió bautizarlo con el nombre de su predecesor, aunque esta vez sin esperar que falleciera. 

Unos años antes, en 1963, el aeropuerto de Nueva York fue renombrado como “Aeropuerto Internacional John F. Kennedy”, en honor al Presidente asesinado un mes antes en Dallas. 

En 1987, al inaugurarse en la ciudad de Buenos Aires la extensión de la línea D hasta las vías del ferrocarril Mitre, el presidente Raúl Alfonsín bautizó por decreto el conjunto de viaducto, estación ferroviaria y estación de subte “Ministro Carranza”, en homenaje al ministro de Defensa y amigo personal que acababa de fallecer. Fue una decisión no exenta de cruel ironía, teniendo en cuenta que Roque Carranza fue uno de los responsables del atentado llevado a cabo en abril de 1953 en la estación de subte Plaza de Mayo durante un acto convocado por Juan D. Perón. El saldo fue de seis muertos y más de cien heridos.

Unos años más tarde, en 2008, el intendente de San Isidro, Gustavo Posse, visiblemente emocionado y rodeado de su familia, presidió la ceremonia por la que impuso el nombre de “Dr. Melchor Ángel Posse” al Hospital Central de San Isidro e inauguró un busto alegórico en el hall del edificio. Melchor, su padre y predecesor en el cargo, ganó por primera vez la intendencia de San Isidro en 1958 y siguió su larga carrera hasta el año 1999, sólo interrumpida por los diferentes golpes de Estado. Lo reemplazó su hijo Gustavo, quien gobernó de forma interrumpida hasta 2023, cuando su hija y eventual sucesora perdió las elecciones y no pudo agregarle una tercera generación a la dinastía. 

Hace unos días, el Presidente de los Pies de Ninfa estableció por decreto un nuevo nombre para el Centro Cultural Kirchner (CCK), que se llamará a partir de ahora “Palacio Libertad, Centro Cultural Domingo F. Sarmiento”. Es una elección asombrosa, aun para el generoso estándar de los entusiastas de la motosierra. Sarmiento fue uno de los fundadores del Estado moderno que el padre de Conan asimila a un pedófilo que viola niños envaselinados y que promete destruir desde adentro. Accesoriamente, impulsó la escuela pública, gratuita y obligatoria, es decir, un proyecto completamente ajeno a las alucinaciones libertarias. Ocurre que Sarmiento, como Borges, suele ser más citado que leído. 

Milei retoma así una vieja tradición gorila, tan autoritaria como candorosa, inaugurada por el dictador Pedro Eugenio Aramburu en marzo de 1956, unos meses después del golpe que derrocó a Perón. Con el lisérgico Decreto-ley 4161, prohibió las expresiones “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales Marcha de los Muchachos Peronistas y Evita Capitana o fragmentos de las mismas, entre muchas otras cuestiones, que incluían también símbolos e imágenes del tirano prófugo y su familia. 

Lo que podríamos llamar el “mal de Aramburu” consiste en creer que el peronismo existe porque se lo nombra o porque sus simpatizantes celebran a sus líderes históricos. En realidad, es mucho más elemental: existe porque existe una sociedad injusta. Como escribió Enrique Santos Discépolo hablándole a su personaje Mordisquito, el contrera: “La verdad: yo no lo inventé a Perón, ni a Eva Perón… ¡Vos los creaste, con tu intolerancia, con tu crueldad! A mí lo único que me resta es agradecerte el bien enorme que, sin querer, le hiciste al país”. 

Como ocurre cada vez que un gobierno antiperonista (hoy circunstancialmente antikirchnerista) decide rebautizar una obra llevada a cabo por uno peronista, las razones invocadas son de índole institucional. Hernán Lombardi, funcionario del gobierno de Cambiemos que en su momento también propuso rebautizar el CCK, alegó que no había pasado el tiempo necesario desde el fallecimiento del ex Presidente Néstor Kirchner. Una precaución que no parece haberlo perturbado en 1987, siendo joven militante radical, cuando Alfonsín eligió honrar la memoria de un amigo y funcionario inmediatamente después de su fallecimiento. Tampoco le generó incomodidad institucional alguna que Gustavo Posse eligiera el nombre de su padre para bautizar el Hospital Central de San Isidro, pese a que en aquel momento era ministro de Cultura de la CABA y pertenecía al mismo espacio político que Posse. La falacia institucional sólo se usa cuando el homenajeado es peronista.

Cuando el gobierno de Cambiemos decidió cambiar por decreto el nombre de las represas de Santa Cruz “Presidente Néstor Kirchner” y “Gobernador Jorge Cepernic” para retomar los nombres originales, CFK opinó que lo único relevante era que las terminaran (deseo que, dicho sea de paso, no se cumplió ni durante ese gobierno, ni tampoco durante el del Frente de Todos). 

Mis amigos gorilas que viajan por el mundo, que vuelven deslumbrados por el Centro Pompidou o por la Biblioteca François Mitterrand, que transitan por el aeropuerto JFK o pasan delante del Hospital Melchor Posse, no consideran que esas obras realizadas con fondos públicos reflejen la barbarie populista del culto al líder. Y tienen razón: salvo la siniestra estación Ministro Carranza, se trata de ejemplos virtuosos, que reflejan el afecto de la ciudadanía hacia líderes que considera relevantes. Es razonable que San Isidro recuerde a Melchor Posse, que gobernó el distrito durante dos décadas e impulsó con obstinación ese hospital; y también lo es que los franceses decidieran recordar a Mitterrand, un lector apasionado, por su impulso a la nueva biblioteca. Lo extraño es que esa prerrogativa elemental sea vedada a la hora de recordar líderes peronistas. 

Quién sabe, tal vez Dios haya hecho a los peronistas para que construyan represas, centrales eléctricas, rutas, hospitales, universidades y centros culturales, y así los gorilas puedan cambiarles el nombre. 

En el fondo, es un verdadero trabajo en equipo.

 

 

 

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