El lawfare de Macri
El “caso D’alessio” convence a quienes por falta de información aún dudan.
“El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene”
“Quién mató a Rosendo”. Rodolfo Walsh.
Es demasiada tinta la que se derramó este año sobre el lawfare. Tanto que el concepto se banalizó un poco. Algunos lo utilizaron para victimizarse. Otros para ningunear situaciones gravísimas. Y algunas voces autorizadas describieron casos alarmantes sobre violación a los derechos humanos, porque el derecho a un juicio justo es un derecho humano básico.
El tema no es nuevo, aunque el general (R) de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos Charles Dunlap fue quien narró cómo funciona la ley como un arma y disparó un gran debate acerca de la resignificación de la ley que se empezó a usar como un objeto para dirimir tácticas de orden político. Sin embargo, el concepto se estiró y, en consecuencia, perdió precisión. No queda claro entonces qué es el lawfare.
Una cuestión central del lawfare tiene que ver con que cada país tiene especificidades sustantivas. El único punto en común de esta práctica es el uso ilegal de la ley. Pero en cada sitio del planeta hay costumbres que dotan a esa práctica de singularidades.
En la Argentina, el lawfare fue utilizado por el gobierno de Mauricio Macri de un modo peculiar y casi siempre mediante pasos que se repitieron. Básicamente, se estimularon procesos penales de manera directa, a través de la Oficina Anticorrupción (OA), la Unidad de Información Financiera (UIF) o los servicios jurídicos de los ministerios y fiscales amigos. También se hizo de forma indirecta mediante abogados conocidos como denunciantes que giraron en torno a hechos verosímiles. En general, usaron como disparador la corrupción.
Con el proceso penal iniciado y junto a la complicidad de algunos sectores de la justicia, los juicios fueron formalmente legales pero la confección del expediente fue la clave. En efecto, se admitieron pruebas en el sentido de la acusación, se las interpretó de manera parcial y fragmentada, no se permitió a los acusados ejercer los mismos derechos que los acusadores y fundamentalmente se utilizaron las formas del procedimiento de manera arbitraria.
El caso paradigmático fue el uso de la prisión preventiva y la doctrina del “poder residual” (“Doctrina Irurzun”), la vedette para encarcelar algunas personas con capital simbólico. Pero el lawfare también alcanzó a los sectores vulnerables. Por ejemplo, cuando se aplicó la prisión preventiva bajo el argumento de que los imputados “carecían de arraigo”. Un eufemismo para encarcelar a los pobres que no tienen domicilio.
Finalmente, esos expedientes formalmente legales, pero sustancialmente arbitrarios y a veces ilegales, necesitaron destilar verdades. En ese momento, el dispositivo comunicacional del gobierno, fundamentalmente estructurado en base a las redes sociales, repitió hasta el cansancio las “verdades” derivadas de los procesos penales.
De ese modo, en base a hechos que algo de verdad tenían, se armaron expedientes cuyo objetivo final era disciplinar adversarios, eliminar competidores políticos, reordenar las internas de los empresarios o criminalizar la protesta social.
Nadie realmente serio puede discutir que estas situaciones se repitieron los últimos años. Además, fueron acompañadas del traslado de funcionarios judiciales molestos para el gobierno, del hostigamiento a los que no pudieron mover y de los traslados, juicios políticos y renuncias de jueces que no eran del agrado del poder instituido. Esas prácticas también fueron un vector del lawfare porque sirvieron para ajustar la maquinaria judicial de acuerdo con las necesidades del gobierno.
Más allá de los casos particulares es importante remarcar que el lawfare argentino funcionó de esta manera y que algunos testimonios en los juicios orales que se desarrollaron este año en Comodoro Py apoyan esta tesis de manera clara y objetiva. Dan cuenta de testigos guionados, de aprietes y de situaciones que rozaron la privación de justicia.
De todas formas, quizás el “caso D’alessio” sea el indicador que convenza a quienes por falta de información aún duden. Como sea, el desafío más grande en materia institucional del flamante gobierno es no caer en la tentación y hacer efectivo el “nunca más” al que se refirió el presidente Alberto Fernández ante la asamblea legislativa.
* Catalina de Elía es periodista y politóloga. Publicado en #Dosjusticias
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