Oculto en los pliegues de la convulsa historia política argentina, permanece olvidado un episodio que conviene traer al presente por su inusitada actualidad. Se trata del amañado proceso “judicial” que se le iniciara al senador Enrique del Valle Iberlucea en 1921, mediante el cual se logró desaforarlo y que sorteó el seguro destino de la condena penal gracias a su prematura desaparición física.
La historia comienza cuando en 1913 el socialismo logra imponer en las elecciones de la entonces Capital Federal a su candidato, Enrique del Valle Iberlucea, un abogado que había nacido en Asturias, España, en 1877, llegado a la Argentina niño aun y radicado en Rosario desde entonces. El primer senador socialista de toda América fue respaldado por 42.804 votos contra 30.808 del candidato radical, Leopoldo Melo, quien iba a cobrarse oportunamente esa derrota, y contra 22.889 del conservador Francisco Beazley.
La elección de Del Valle causó preocupación en la petulante elite oligárquica pero sobre todo ira en la dirigencia radical de la época, al extremo que el senador José Camilo Crotto, su líder –caudillo político pero también dirigente de la Sociedad Rural–, se negó a aprobar el diploma del legislador socialista acusándolo de pertenecer éste a “una secta compuesta en su mayor parte por extranjeros, sistemáticamente enemigos de todo bien común”.
Al momento de su elección, Del Valle, que había obtenido su carta de ciudadanía en 1902, ya era un personaje conocido en el ámbito académico. Siendo todavía estudiante, a los 22 años, por sugerencia de su profesor Carlos Rodríguez Larreta –bisabuelo del actual jefe de gobierno porteño–, había publicado una novedosa obra sobre derecho político, con el sesgo positivista de la época. Al tiempo de su incorporación al Senado ya había sido docente en el Colegio Nacional Buenos Aires, en la Facultad de Filosofía y Letras y en la de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata, donde además se desempeñó como Secretario General, acompañando la gestión de Joaquín V. González, quien será mencionado en esta historia.
En 1906 había fundado la Revista Socialista Internacional, que luego se denominaría Humanidad Nueva y en cuyo ámbito cimentara una extensa vinculación personal y política, acaso íntima, con una brillante joven feminista llamada Alicia Moreau.
Su desempeño como senador transcurría en la vorágine de una intensa actividad legislativa que alternaba con una comprometida agenda partidaria, incluida la dirección del órgano oficial La Vanguardia entre 1916 y 1917. Había dejado atrás su tarea de historiador, que entre otras obras desplegó en Los diputados de Buenos Aires a las Cortes de Cádiz.
La Primera Guerra Mundial primero, pero sobre todo la irrupción de la Revolución Rusa de 1917, provocaron un verdadero terremoto en el socialismo internacional, que se expresó en hondos debates, agrias disputas teóricas y un realineamiento de fuerzas en torno de la novedosa divisa que iluminaba desde la naciente Unión Soviética y que se expresaba en las “21 condiciones” que la Tercera Internacional recetaba a todo aquel partido socialista que quisiera asociársele.
La polémica no podía estar ausente en el socialismo argentino, que rápidamente se escindió en dos posiciones, la de los moderados o “reformistas” que aun reconociendo la declinación de la II Internacional se negaban a sumarse a la nueva corriente que se organizaba en Moscú, y la de quienes, “terceristas”, ansiaban sumar su partido a la nueva entente revolucionaria mundial.
Previsible, la mayor parte de la dirigencia del entonces Partido Socialista, incluidos sus legisladores –Juan B. Justo, Antonio De Tomaso, Enrique Dickmann entre otros–, se ubicaron en la moderación, pero, para curiosidad de algunos, el único senador nacional de la formación política se alineó decididamente con la III Internacional y defendió la incorporación a ella en un Congreso partidario, el IV, llamado especialmente para debatir la cuestión. Era la oportunidad que esperaban los reaccionarios de dentro y fuera del Senado para apuñalar políticamente al combativo legislador “sovietista” y darle curso a una inquina de años. Juzgaban inadmisible que siguiera sentado en el lugar de los “padres de la Patria” un hombre que públicamente decía que “el régimen capitalista es el desorden, y como el socialismo quiere hacer desaparecer el desorden capitalista, quiere decir que el orden es la revolución”.
Como corresponde, el Congreso Socialista, que sesionó en Bahía Blanca, fue una maratón de discursos encendidos, consignas altisonantes y votaciones ruidosas. Lo cierto es que la democracia asamblearia de los socialistas resolvió, por 5.013 a 3.656 votos, retirar al partido de la II Internacional (que por lo demás ya estaba muerta) pero no sumarlo a la III como preconizaba Del Valle, quien no obstante su fragilidad física –soportaba un grave tumor– defendió con ahínco las 21 condiciones de Lenin y sus camaradas (ver citas y notas sobre su discurso aquí, pág. 148).
Pero el encuentro de Bahía Blanca no sólo implicaría la derrota de la izquierda partidaria, que en breve iría a consolidar el naciente Partido Comunista, sino el comienzo de una aberrante persecución política y “judicial” contra el apasionado vocero del tercerismo.
El tortuoso itinerario de este ominoso anticipo de lawfare incluyó la denuncia inicial de un ignoto ciudadano que dijo haber oído a Del Valle en Bahía Blanca esgrimiendo consignas revolucionarias que instigaban a “la rebelión” y que violaban la “ley de seguridad del Estado”.
Por consejo del fiscal, el juez federal porteño decidió remitir el expediente –abultado rápidamente por la inclusión de muchos recortes periodísticos alarmantes, de La Prensa y La Nación, entre otros– a su colega de Bahía Blanca, donde habían sucedido los hechos materia de investigación.
Rápidamente el magistrado de aquella ciudad, Emilio Marenco, dio curso a la denuncia argumentando que las afirmaciones del senador –sus discursos en el Congreso socialista– incurrían en lo dispuesto por los artículos 19 y 36 de la Ley 7029 (la ley represiva de “defensa social” que justamente combatían los socialistas). Correspondía la pena de 3 a 6 años de penitenciaría.
Raudo, el magistrado le pidió al Senado de la Nación el desafuero del legislador socialista y las 280 fojas pasaron a la consideración de la Comisión entonces llamada, diáfanamente, de “Negocios Constitucionales”, cuyos integrantes, entre ellos el prestigioso Joaquín V. González, intentaron vanamente aplazar, para analizarlo debidamente, el caso que según la denuncia tenía por objeto “velar por la Patria, por el Orden y por sus leyes” frente a “ la indiferencia de nuestros contemporáneos y el desgarramiento de nuestro nacionalismo”.
De ese modo, con trámites fulminantes, celeridades inauditas, violaciones al reglamento del Senado y provocaciones retóricas varias en las discusiones en la comisión y en el recinto, se arribó al 21 de julio, cuando Del Valle, ya gravemente enfermo, se defendió con una pieza oratoria magistral, recordando el desafuero de Leandro N. Alem y la ofensiva clerical contra Nicasio Oroño, denunciando su naturaleza política y odiosa. “Ya sé, señor Presidente, cuál es la suerte que me espera”, constan sus palabras iniciales en el acta de la sesión. Y la inevitable afirmación final: “Alea jacta est” (la suerte está echada).
Rebatidas todas las acusaciones y señaladas todas las maniobras, el Senado oligárquico-radical votó con los dos tercios necesarios para esa cuestión, el desafuero del primer senador socialista de América. Para vergüenza de un partido que hubiera merecido otro destino, entonces y ahora, la patraña del desafuero sólo fue posible por el voto de la bancada radical. Representantes del patriciado oligárquico que Del Valle había combatido –como Joaquín V. González, Julio A. Roca (h) y Benito Villanueva– no se animaron a tanto y votaron en contra. Benito Marianetti, que siendo un joven militante acompañó a Del Valle y luego recaló en el comunismo, fue preciso: esos senadores “entregaron a Del Valle a la justicia de la venganza”.
Para defenestrar a Del Valle se valieron de un juez que sería denunciado por el diputado socialista Héctor González Iramain por abuso de autoridad, prevaricato, abandono de funciones, mala conducta e inhabilidad moral para desempeñar el cargo. La desaparición física del senador le impidió al vil magistrado cumplir con su propósito de encarcelarlo, retirarle la carta de naturalización y expulsarlo del país.
No conformes con haber patrocinado y ejecutado ese ancestro monstruoso del lawfare actual, en la sesión del 31 de agosto de 1921 esos mismos verdugos se ponían de pie en el hemiciclo del Senado para “honrar” a quien habían condenado a la muerte política poco antes y que partía envuelto en un cuerpo devastado por un implacable cáncer de garganta que no logró callarlo. Acaso el Senado actual, cien años después, reivindique su dignidad honrándolo sinceramente.
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