El laberinto del Cordobazo
El bautismo de fuego del general Carcagno
La historia es como una corona: las tres o cuatro gemas más brillantes encandilan y dificultan, a primera vista, apreciar las pequeñas perlas que también la adornan y que suelen aclarar la percepción del conjunto. Subjetividades, preconceptos, intereses, ideologías, a veces demasiado rígidas, impiden observarla en su integralidad. Por suerte la historia argentina, en sus pliegues menores, ofrece siempre algún acometimiento que rompe semejante espejismo. Y nos parece que tenemos entre manos uno que lo hace añicos.
En su poema sobre el Cordobazo, Daniel Salzano imagina que, en las primeras horas del 29 de mayo del ‘69, en las celebraciones por el día del Ejército en todos los cuarteles del país, mientras el general Sánchez Lahoz, comandante del III Cuerpo, da su discurso de autobombo en Córdoba, le zumba detrás de la oreja la mosca de la huelga general. Sánchez Lahoz no era ‒claro está‒ un gran demócrata, pero sí un fiel representante de lo que después llamaríamos la “dictablanda”. Ese día debió enfrentarse con la mayor revuelta popular de la década del ‘70 y dejó una frase tremenda sobre aquella jornada: “Me pareció ser el jefe de un ejército británico durante las invasiones inglesas”.
La imagen no deja de sacarnos una sonrisa: reconoce un rasgo identitario de nuestras resistencias, la fuerza decisiva del pueblo en un campo de batalla, las postales compartidas de las azoteas, y asume que le tocó entrar a Córdoba como si fuera jefe de una potencia extrajera. En su reverso, reconoce que el movimiento cordobés era la Patria. Pero lo cierto es que Sánchez Lahoz no estuvo en el territorio callejero. Daba las órdenes desde su escritorio en La Calera a uno de los regimientos más importantes de la Argentina: la IV Brigada de Infantería Aerotransportada. Quien escuchó de su boca “vaya y ponga orden en Córdoba” fue el jefe del agrupamiento, general de brigada Jorge Raúl Carcagno.
Carcagno, dicen, habría simpatizado en otros tiempos con los colorados, el sector más gorila del Ejército. Hacía poco que había llegado a Córdoba para hacerse cargo de la Brigada. Era egresado del Colegio Militar de la Nación –del arma de infantería– y de la Escuela Superior de Guerra, pero antes de tomar el mando en Córdoba tuvo que graduarse de paracaidista, porque si no sabía saltar no podía comandar un cuerpo con esa especialización.
El oficial que lo instruyó fue Juan Jaime Cesio, quien no solo lo acompañó en su salto de bautismo sino que a partir de allí sería uno de sus hombres de máxima confianza. Lo que no imaginaban durante su entrenamiento era cuál sería el bautismo de fuego al que asistirían juntos.
A eso de las cuatro de la tarde del 29 de mayo, las tropas empiezan a avanzar desde La Calera hacia la ciudad de Córdoba por avenida Colón. En la plaza Jerónimo del Barco, recuerda algún memorioso, el general Carcagno se baja del jeep que encabeza la caravana de camiones y carriers militares, y sigue a pie. Avanza con ropa de combate, pero no porta el clásico casco de guerra, sino que viste un simple képi. Sin armas largas, lleva solo una pistola enfundada en la cintura. Va al frente, camina solo; diez pasos atrás, en forma de medialuna, Cesio y una guardia de corps lo custodian. Son diez colimbas, razonablemente instruidos, armados con FAL. Uno de ellos ‒hoy sobrelleva sus días en Córdoba entre los engranajes de un oficio casi extinto: es relojero‒ recuerda aquella jornada sin perder de vista las agujas de la historia. La orden de Carcagno –cuenta‒ era no disparar a nadie y, si había quilombo, hacerlo al aire. Una presencia intimidatoria, pero no letal. Encabezar esa columna para Carcagno no tenía el objetivo de figurar como un sheriff envalentonado sino garantizar que a ningún subordinado se le ocurriera apretar el gatillo y así evitar que se desatara una masacre contra un pueblo sublevado. Una vieja idea que, a pesar de la escena nacional en la que los hechos se desarrollaban, la tristemente célebre dictadura de Onganía, parecía no haber entrado del todo en desuso: no enfrentar al Ejército con su propio pueblo. Reconocer el fondo social que iguala al soldado con el ciudadano. Algo que Carcagno quizás pudo realizar con mayor facilidad porque venía de la infantería, que ‒por su origen social y despliegue territorial en la Nación‒ fue siempre la fuerza más allegada al pueblo, la más leal, dirá Perón en La fuerza es el derecho de las bestias. Pero no era nada fácil tomar esa decisión: Carcagno y Cesio eran parte de un Ejército que entre el ‘55 y el ‘66 había retirado a más de 10.000 oficiales y suboficiales como parte de la estrategia para desnacionalizar la fuerza militar que Perón había procurado desarrollar.
Cuando las tropas llegan a La Cañada, cuadriculan la ciudad y se recupera de a poco la calma. Para esa hora, la mayoría de los trabajadores que no habían terminado presos o empezaban a ver qué pasos dar desde los sindicatos se había vuelto a sus casas. Buena parte de ellos venía del turno noche: ya hacía un día que estaban de vigilia y, encima, dando pelea en la calle. Quedaba, sí, la efervescencia del pueblo de Córdoba adueñado de la ciudad y atrincherado en los barrios, pero lo más relevante de aquella lucha histórica se había empezado a diluir.
No es que la jornada termina en buenos términos: la avanzada militar despliega su propia represión y encarcela a los líderes sindicales, pero no se plantea con encarnizamiento ni genera muertos. Los mártires del Cordobazo, cinco como lo testimonia la investigación de los entonces jóvenes periodistas Carlos Zachetto –quien supo escribir para Clarín– y Luis Mónaco –hijo del célebre pintor y desaparecido por la última dictadura militar–, son provocados por la fuerza policial antes de la entrada de los militares. Entre ellos se cuenta a Máximo Mena, estudiante y militante del SMATA, asesinado con una pistola calibre 11.25. Una policía que, para esas horas de la tarde, ya se había refugiado en el Cabildo porque se había quedado sin armas para la represión. ¿Quilombo? ¡Quilombazo!, pontificó El Negro Atilio López. No quedó un solo policía, ni un solo gas lacrimógeno en toda la ciudad. Carcagno, además de disponer de algunos principios –que no tenían todos sus camaradas–, habrá hecho sus propias cuentas de lo que implicaba enfrentarse a un pueblo sin miedo. Ordenado el tembladeral, poco después quedó como interventor de la provincia hasta julio de ese mismo año.
Y el arroyo de la historia siguió su curso, que como sabemos, con los grandes aguaceros no siempre respeta sus trazos viejos. El 26 de mayo de 1973, un día después de la asunción de Cámpora a la Presidencia de la Nación, Carcagno, aquel mismo del képi y la pistola enfundada, es designado como comandante en jefe del Ejército argentino y, a su lado, acompañándolo en un nuevo salto, el teniente coronel Juan Jaime Cesio. Perón los mantiene en sus cargos durante buena parte de su corto mandato. Carcagno había sido el encargado de restituirle el título y uniforme militar al propio Perón, que le arrebatara un “tribunal del honor” en el ‘56.
En esos tiempos, como jefe del Ejército, Carcagno participa de la X Conferencia de Ejércitos Americanos en la ciudad de Caracas, en septiembre del ‘73 y, junto a la delegación peruana del presidente Velasco Alvarado, sostienen el principio de la autodeterminación de los pueblos y critican la Doctrina de la Seguridad Nacional que la hegemonía imperial imponía con cada vez mayor rigor en todo el continente. Los fusiles deben apuntar para afuera de las fronteras, no para adentro. Carcagno, de los modos más inesperados, había entrado definitivamente al campo de irradiación del Cordobazo.
Carcagno quiso profundizar su propia transformación y, como comandante en jefe, autorizó el Operativo Dorrego, que las Fuerzas Armadas realizaron junto a la Juventud Peronista en la provincia de Buenos Aires en octubre del ‘73. El objetivo era realizar trabajos comunitarios ante las devastaciones producidas por una inundación. El viraje planteado sobre las tareas principales de las fuerzas armadas, pero sobre todo las alianzas que aparecían como fondo de aquellas, le costaron su cargo al poco tiempo.
La dictadura del ‘76 no se anima a tocarlo: demasiado prestigioso dentro de la fuerza, y eso a pesar de las críticas que le dirige por cartas a Videla. Muere como general retirado en el ‘83. Cesio no corre igual suerte. Bignone, en uno de sus últimos actos como Presidente de facto, a días de la asunción de Alfonsín, lo condena y le quita el grado, el título y el uso del uniforme militar. Se había animado a demasiado: no solo había denunciado la tortura y la represión, sino que había tenido el descaro de acompañar a las Madres de Plaza de Mayo en sus marchas. Sin amedrentarse, en el ‘84, Cesio funda el Centro de Militares para la Democracia Argentina, gesto difícil y valeroso en un país que empezaba a salir de las sombras. Recuperó su condición de militar y fue ascendido a general recién 23 años después, en 2006, por decisión de otro que se animó a los grandes saltos: Néstor Kirchner.
Sabemos ‒y sabía Néstor‒ que los sacrificios individuales y colectivos no se realizan en busca de reconocimiento, pero cuando este llega, cierra un círculo que le da un nuevo sentido a la existencia. Lo mismo habrá experimentado Perón al recuperar su uniforme de manos de Carcagno.
Cuando una época se ahoga en la impresión de la inmovilidad senil y petrificada de la historia, y se nos convence de que es imposible cambiar al otro e incluso a uno mismo, podemos asomarnos y ver cómo sale un general del laberinto del Cordobazo.
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