El impuesto aislamiento voluntario
Los pueblos “no contactados” y el indigenismo obsoleto
Si cada vez que salgo de mi casa mis vecinos me agreden y golpean, y si por ello me veo obligado a encerrarme y rehúso salir, ¿puede mi situación ser calificada de “aislamiento voluntario”?
Esa es la situación de la mayoría de las tribus “no contactadas” en la Amazonía. Durante siglos, la mayor parte de los contactos que han tenido con la sociedad criolla ha resultado en muertes de indígenas. En muchos casos fueron capturados y diezmados por la excesiva explotación, como en la época del caucho en el siglo XIX. Hoy son asesinados tan pronto son vistos por buena parte de los pequeños mineros, madereros, narcotraficantes… Incluso aquellos que les quieren bien los terminan matando, al regalarles lo que principalmente solicitan: ropa. Pues los indígenas “no contactados” carecen de defensas inmunológicas, tanto hoy como en tiempos de las primeras entradas de los españoles en la región amazónica, y la ropa suele ser el vehículo de enfermedades que les han diezmado.
En los últimos años se ha producido un cambio radical de la situación anterior, en la que eran los indios quienes rechazaban el contacto. Ahora, cada vez con más frecuencia, son ellos los que han comenzado a acercarse. Habiendo identificado que ciertos grupos de criollos (generalmente los funcionarios gubernamentales encargados de la protección de los indios) no les causan daño, se aproximan y hasta entablan contacto. Muchos de ellos establecen lazos que poco a poco se convierten en relaciones de confianza respecto de ese sector de los criollos “buenos” que ellos alcanzan a diferenciar de los “malos”. Este cambio histórico es el resultado de varios factores. Y es que, si bien los Estados amazónicos han reconocido territorios para estas tribus, proteger esas zonas efectivamente es difícil. El avance de multitud de pequeños mineros, petroleras, narcotraficantes, misioneros… genera presiones sobre sus medios de vida y les impulsa a arriesgarse a los contactos. Pero la nueva situación resulta también de un cambio de actitud de las nuevas generaciones de “no contactados”. Niños y adolescentes están comprendiendo mejor el panorama que les rodea. Han perdido mucho del miedo que llevó a sus mayores al aislamiento y a una desconfianza extrema que con frecuencia se transformó en odio. Hoy son ellos los que impulsan a sus padres a solicitar atención médica, a acercarse a los puestos de las agencias gubernamentales, a servirse de herramientas nuevas que les facilitan la vida. Lógicamente, esto tiene una contracara. Los que han terminado asentándose en pequeños pueblos sufren un cambio violento que muchas veces no están en condiciones de comprender. Repentinamente acceden a los bienes de consumo y todos les resultan deseables y fascinantes. Quieren comprarlo todo, desde ojotas de plástico a celulares, televisores y perfumes y para eso necesitan dinero. Hablando mal la lengua predominante, en los pueblos reciben los trabajos peor pagados. La frustración es inevitable. Así y todo, no quieren volver a vivir como antes y en muy poco tiempo pasan de estar en una situación en la que no tenían con quién o qué compararse, a otra en la que forman parte del sector más marginado y miserable de la sociedad. Delinquir, estafar a los turistas, vender su voto a los políticos locales, vivir en condiciones insalubres se vuelve para ellos lo cotidiano.
También la ciencia, los estudios y el conocimiento de estos pueblos ha avanzado exponencialmente en las últimas dos décadas. Muchos mitos han quedado atrás. Hoy es evidente que el concepto de “no contactados” no los define. Fotografías aéreas muestran que hasta los más aislados poseen machetes y recipientes de plástico. Tampoco tiene ya validez la idea de pueblos “en aislamiento voluntario”, que más parece una expresión de la mala conciencia de la sociedad criolla, en gran medida responsable y causante de ese aislamiento. Los antropólogos no se mueven considerando que estos pueblos viven en “armonía con la naturaleza”; una mirada menos romántica muestra que entre ellos la esperanza de vida es 20 años menor que en la sociedad criolla. Pasan hambre con frecuencia, no reciben ninguna educación ni asistencia médica y mueren por enfermedades curables. También se hace difícil aceptar como particularidades culturales el asesinato del primer hijo si es mujer, el secuestro de niños como botín de matanzas intertribales que los Estados están incapacitados para impedir. Las antiguas políticas están ya desfasadas. Pero, sobre todo, si una completa protección de sus territorios pudiese ser lograda, siempre seguiría significando una dependencia de la sociedad criolla. Vivirían “libres” porque los criollos los protegen. No solamente esa protección de los territorios es inviable, porque el turismo, los misioneros, las madereras, las petroleras, los narcotraficantes conspiran contra el aislamiento, sino porque incluso la idea de crear estos verdaderos museos antropológicos es éticamente cuestionable. La curiosidad que lleva a los turistas a contratar tours ilegales a territorios de no contactados es la misma que lleva a los jóvenes aborígenes a realizar excursiones a los alrededores de los puestos gubernamentales en la zona. El proceso de cambio es inevitable. Los contactos han aumentado y van a seguir aumentando.
Y es que, si bien todos tenemos derecho a una identidad cultural y a pertenecer al pueblo que la ha heredado, también debemos tener derecho a cambiar. Buena parte de las actuales legislaciones sobre cuestiones indígenas parecen dar por sentado que las poblaciones seguirán intangibles por los siglos de los siglos, que ninguno de los miembros de estas culturas querrá salir, integrarse, asimilarse a la sociedad criolla. Y este, el de cambiar, también es un derecho que debe ser garantizado. Cuando se ha reconocido el derecho de ciertas comunidades a sus tierras ancestrales, como en Argentina, se coloca a muchos jóvenes en una situación en que, mientras vivan en la comunidad dispondrán de tierra laborable, pero cuando decidieran emigrar, carecerían de todo. Pobres entre los pobres. Lo económico se convierte así en un elemento de coerción que obliga a seguir perteneciendo a una identidad cultural. Con mucha facilidad la protección se convierte en prisión. Lo mismo pasa con el turismo. He visto indígenas que ya habían adoptado vestimenta y costumbres occidentales volver a las plumas y danzas que ya sus abuelos habían abandonado… para tener algo que vender al turismo. Así, bajo la falsa apariencia de un renacimiento de la búsqueda de identidad cultural, se esconde la coerción mercantilista y el abandono por parte de una sociedad que no es capaz de implementar políticas justas de integración económica. Es un clásico de las legislaciones latinoamericanas: proposiciones legales de máxima y capacidad de implementación inferior a la mínima. Así se muestra al mundo un vanguardismo legislativo que sólo genera daños al interior de los países. Sucede con la incorporación constitucional de la “justicia indígena” en varios países andinos. Bajo la apariencia de generar una justicia más inclusiva, en la práctica resulta en una autorización estatal para simples linchamientos y torturas. Según el humor de la comunidad, en pequeños pueblos del interior el robo de una bicicleta puede ser castigado con azotes de ortigas sobre individuos desnudados y colgados de las manos durante horas mientras se los somete a baldazos de agua fría. ¿Presunción de inocencia? ¿Defensa en juicio? Nada. Justicia indígena.
Definitivamente las buenas intenciones no bastan. Muchas cosas están cambiando aceleradamente en materia indigenista y las sociedades están lejos de ponerse a la altura de esos cambios. Es necesaria una revisión general de las políticas indigenistas basada en amplio debate con asesoramiento especializado y libre de agendas ajenas al mejor interés de estos pueblos. Y todos somos responsables.
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