EL IMPERIO DEL MIEDO

Joe Biden gana una elección en la que los ciudadanos votaron a dos candidatos movidos por el mismo sentimiento

 

"Lo que separa a los ganadores de los perdedores es cómo reacciona una persona a cada nuevo giro del destino".
Donald Trump (Twitter, 2014)

 

La elección que tuvo al país con los nervios de punta se definió finalmente: luego de un par de días de angustiante montaña rusa, Joe Biden será el nuevo Presidente de los Estados Unidos, aunque la prudencia lo llame a no repetir el paso en falso de Donald Trump, quien se adjudicó el triunfo prematuramente a pocas horas de comenzado el conteo. El empresario inmobiliario y pronto ex Presidente, como era de esperarse, viene tirando puñetazos al aire acusando a los demócratas de fraude, amenazando con “mucho litigio”, y no parece dispuesto a concederle la victoria al Presidente electo. Pero el demócrata, mostrando cordura, declaró el viernes que “la democracia puede ser  algo desordenada, y a veces requiere un  poco de paciencia, pero esta paciencia ha sido recompensada desde hace 240 años en este país”.

Trump se dedicó durante meses a demonizar el voto por correo, estimando que los demócratas se volcarían a esa opción por prudencia sanitaria. No se equivocó. Esta modalidad en realidad existe en el país desde 1861 —instaurándose para que los militares pudieran votar desde el frente en la Guerra Civil— y no reporta problemas de fraude. Algunos estados, como Pensilvania, se prepararon para recibir una masa importante de votos por esa vía permitiendo extender el tiempo de recepción. En tiempos de pandemia, nada parece ser más razonable que ajustar los esquemas para favorecer la salud pública, pero ya sabemos que razonable es un concepto ajeno a Trump, como lo es el de el bien común.

La votación a distancia data de la Guerra Civil.

La dinámica fluctuante de las tendencias durante el recuento era esperada. Varios estados contaron primero el voto en persona, lo que explica que los resultados parciales mostraran en algún momento una ventaja para el Presidente. Ante el cambio de rumbo a favor de Biden, Trump declaró haber ganado con los votos “legales”, mientras que los que cambiaron el rumbo serían los votos “ilegales” que —según dice— son “creados” a medida de que los suyos aparecen. “Yo avisé que la votación por correo iba a ser un fraude y un desastre”, declaró en su discurso del jueves, tomando su predicción como prueba del delito. En el universo de Trump perder no es una posibilidad, pero en el mundo real no hay fraude hasta que se pruebe lo contrario, y sus acusaciones son vagas y endebles. Trump muerde el  polvo y ahora tiene miedo, como también lo tuvieron las multitudes que lo votaron a él y a Biden. Podría decirse que esta elección ha estado signada por el miedo, ese poderoso sentimiento.

Gran parte de la identidad de Estados Unidos pasa por el orgullo de ser fearless (no sentir temor), sentirse el John Wayne de los países del mundo. Si bien el país ha sufrido algún momento de miedo colectivo, el enemigo ha sido siempre externo. Las guerras que ha librado (más allá de las de su independencia, expansión territorial, y la guerra de Secesión) han sucedido fuera de su territorio. La idea de una invasión por parte de la Unión Soviética —inmortalizada en la imagen de los niños agachándose bajo los pupitres durante los simulacros de bombardeo— quedó impresa en el imaginario popular como su mayor fantasía terrorífica, pero hace muchas décadas que el país se autopercibe, literalmente, como indestructible. En estas elecciones, antes que el entusiasmo fue el miedo lo que sacudió la usual modorra electoral y produjo una asistencia récord en un país donde el voto no es obligatorio y la elección sucede en un día laboral. Este interés por participar valió tanto para los votantes de Trump como los de Biden y es una buena noticia, ya que incluyó también a las nuevas generaciones, usualmente más indiferentes al voto.

Los electores de Trump mostraron distintos miedos: que Biden tienda a regular más la economía, debilitándola, y que imponga políticas redistributivas (como dar de baja a la reducción de impuestos para empresas y los más ricos); el temor a que las políticas identitarias diluyan la tradición blanca y heteronormativa que algunos consideran la esencia del país, y un miedo palpable a que la desfinanciación de la policía favorezca el caos y la inseguridad. También se temió la posibilidad de un sistema de salud universal (que muchos imaginaban sin opción privada), una idea de las muchas que se evaporan  rápidamente con la casi realidad de un Senado republicano. Digo casi ya que existe una posibilidad, si bien remota, de que los demócratas ganen esa cámara, cosa que se definirá recién en enero, cuando se resuelvan un par de empates. El miedo visceral que unifica a estos votantes, sin embargo, es el fantasma del país “convertido en Venezuela” y la noción de un socialismo autoritario y agresivo, que coincide con el mensaje que la campaña de Trump repitió sin descanso en propagandas y redes. El Presidente se la pasó describiendo al BML (Black Lives Matter) y a Antifa como grupos armados de choque cuya única meta es prenderle fuego al país. En definitiva, Trump instaló el miedo al otro, pero esta vez se trata de un otro interno, un enemigo que ya no está más allá de sus fronteras. Algo que bien conocemos los argentinos.

Por el lado demócrata, el miedo tuvo que ver con una dimensión filosófica que trasciende el tema político. Los votantes de Biden temieron que todo vestigio de ética y de valores cívicos quedaran definitivamente aplastados ante tanto impulso destructivo, temerario e impune que desplegó Trump. Temieron que la tendencia a desvirtuar la verdad se transformase definitivamente en norma, la deslegitimación irreversible de las instituciones y la destrucción de la división de poderes. Les dio miedo seguir viviendo bajo la amenaza de una brecha económica creciente y el desmantelamiento de la educación y la salud pública. Le tuvieron terror al poder de las milicias supremacistas armadas y a que el problema racial se convirtiese en guerra. También tuvieron y tienen miedo del Covid-19, este fue uno de los factores que le aportó votos a Biden. La economía y el pésimo manejo de la pandemia fueron temas decisivos en esta elección, el primero moviendo la aguja hacia el Presidente y el segundo hacia el demócrata.

Finalmente se va Trump, a las puteadas, pero se va. Paradójicamente, un hombre que ha vivido obsesionado con proyectar una imagen poderosa ha pasado su presidencia quejándose como un niño agraviado. Lisérgica usina de mentiras, Trump se ha presentado como víctima de las fake news (noticias falsas), del Congreso que lo procesó en un juicio político de destitución que definió como la “mayor caza de brujas que se ha visto en la historia del país”, de las instituciones que supuestamente han conspirado en su contra (como el DCD que está a cargo del Covid-19, el FBI y la CIA), y de las decenas de empleados a su cargo que lo definieron como un inoperante peligroso, rotulando a todo el que se le ha enfrentado como “enemigo del pueblo”. Hoy, vencido y sin el apoyo de la gran mayoría de los republicanos de rango a sus acusaciones de fraude, se encuentra, en las palabras del periodista Anderson Cooper, “como una tortuga acostada sobre su caparazón agitándose en el sol abrasador, sintiendo que se le acabó el tiempo”.

Trump dejará la presidencia, pero no sus aspiraciones imperiales a futuro. Es posible que sus habilidades como showman —una de las claves de su popularidad— y su estilo provocador hagan escuela. Su último discurso postelectoral expresa un populismo al palo, casi una profecía que los demócratas deberían escuchar con atención: “Los demócratas son el partido de los grandes donantes, los grandes medios, las grandes empresas de tecnología, y los republicanos se han vuelto el partido de los trabajadores, el partido de la inclusión”. Podría ser un  discurso peronista, con la salvedad de que lo dice un magnate que le bajó el impuesto a las empresas y a los ricos y debilitó sistemáticamente el apoyo estatal al más necesitado.

Cierto es que el Presidente ha sumado afroamericanos, latinos y asiáticos al partido, pero la mayoría de sus votantes son mayoritariamente blancos. También tuvo un mayor respaldo del grupo demográfico de los que ganan U$S 100.000 dólares o más al año, cualquiera sea su etnia. Biden por su parte ha sumado miembros de estas minorías, pero no en todas las regiones. Una gran diferencia entre sus votantes y los de Trump es su mayor nivel educacional. Biden ha conseguido imponerse en el Rust Belt, el grupo de estados manufactureros de clase media trabajadora que eligieron a Trump en 2016 y que hoy son los que definieron su presidencia. En todo caso, esta elección mostró cambios demográficos que indican que el tradicional mapa electoral ya no es el mismo. Que el 31% de la población en Arizona hoy sea hispana y que haya elegido mayoritariamente a Biden, o que los latinos hayan ayudado en gran parte a definir el voto por Trump en Florida, son datos que no deberían escapársele a ningún político. De hecho, que Biden provenga del Rust Belt y Kamala Harris sea la primera Vicepresidenta mujer y de origen negro y asiático-americano (su padre es jamaiquino y su madre hindú), es una muestra de que los tiempos están mutando.

Trump deja un legado de inmensa importancia política: una Corte Suprema muy conservadora. También deja un proyecto que por ahora parece poco relevante: una dinastía política. Donald Trump Junior, una versión a media asta y acartonada del Presidente, tiene grandes ambiciones y heredó de su padre el gusto por el histrionismo provocativo y el trastocamiento de la realidad. En su aparición poselectoral le preguntó a los republicanos con miras a obtener bancas en 2024 “dónde están ahora que el Presidente los necesita”, amenazándolos con los votantes que “no se van a olvidar de esto”. A nivel doméstico, Trump deja también una creciente presencia de ciertos sectores religiosos, principalmente evangelistas, encendidos por una voluntad política sin precedentes, y una dolorosa tensión racial que ayudó a evidenciar y a irritar con su retórica equívoca y racista.

Miedo también debe tener Biden, quien comenzará su gobierno en medio del más crudo invierno, con la cifra de 121.000 casos de contagio por día a la que se llegó durante el conteo, la recesión más grande desde la Gran Depresión y un país fracturado ideológicamente y alejado de muchos de sus aliados internacionales. Cuánto cambiará el país con Biden está por verse, pero por lo menos no estaremos expuestos al constante martilleo corrosivo, petulante, hiperbólico y disonante que fue la banda de sonido de la presidencia de Trump. Claro que el venenoso uso de las palabras, aunque deje huellas en el tejido social, es sólo una parte de su polémico legado, pero les aseguro que será un enorme alivio para los que seguimos la política del país, a ambos lados del espectro. Biden ya se presenta como una antítesis. Ante las noticias, finalmente asumió su triunfo: "Con la campaña ya terminada, es tiempo de poner el enojo y las duras retóricas atrás y unirnos todos en una nación: es tiempo de que América se una y sane". Esperamos que así sea. Lo que no esperamos es que Trump haga honor a su frase, citada al comienzo de esta nota, y acepte finalmente este nuevo giro en su destino.

 

 

 

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