EL HUEVO Y LA GALLINA
Una humanidad esencialmente femenina es científicamente postulada por Mónica Müller
“Si aceptamos que la especie humana es femenina, y que los varones son una variación específica para la reproducción, ¿no será una práctica antinatural que hombres y mujeres convivan bajo el mismo techo durante años en nombre de esa organización llamada matrimonio?” No por inquietante, la anterior tesis cobra validez cuando resulta intersectada por un manojo de variables científicamente comprobables que la sostienen.
Por encima de los artilugios retóricos, las tradiciones históricas y sus prejuicios tanto ideológicos como culturales, la escritora y médica Mónica Müller (Buenos Aires, 1947) se lanza a la tarea de demostrar con rigor, sistema, humor y talento literario tamaños postulados. En las apenas setenta páginas de El nido infernal, su más reciente ensayo, se aboca a desenredar ese enmarañado nudo a partir de cuatro hipótesis debidamente desarrolladas. Le basta a tal fin con enhebrar “unos pocos hechos objetivos de la biología con interpretaciones surgidas de mis experiencias clínicas, castamente vírgenes del contacto con la ciencia (…) hipótesis que vengo amasando desde hace varios años y que nunca superarán su etapa embrionaria”. Tras la advertencia, continúa remarcando el carácter cuestionable de los postulados, sin desmedro de la posibilidad de “asomarse a nuevos escenarios raros, divertirse y empezar a fantasear con un mundo diferente”.

La primera y principal variable —la especie humana es femenina y el varón solo un vector especializado para la reproducción— se basa en la irrefutable evidencia biológica de que el conjunto de los embriones humanos, hasta la séptima semana, “se desarrollan por default hacia la hembra”. Consecuencia de lo anterior resulta la segunda constancia de que “la naturaleza se ocupó de darle al óvulo un valor inconmensurablemente mayor que al espermatozoide”. En tercer término, otra realidad biológica: antepasados y descendientes de cualquier condición sexual anatómica “están enhebrados desde el origen de la especie por un mismo hilo exclusivamente femenino”. Cualidad otorgada por la identidad genética mitocondrial transmitida por vía matrilineal en exclusiva, lleva a la cuarta y última conclusión: como todos los embriones comienzan siendo hembras, es factible “sospechar con fundamentos que la especia humana es básicamente femenina”. Y chau.
Por si a alguien se le ocurre objetar lo anterior mediante el argumento de la diferencia hormonal, precisamente la autora no demora en reconocer que damas y caballeros y aledaños comparten las mismas, aunque “en distintas proporciones, y eso nos inclina a reaccionar de manera diferente ante los estímulos”. Por más voluntarismo que se disponga en pos de la supuesta igualdad, “somos absolutamente diferentes”, y ahí está la gracia, agreguemos. Argumentos necesarios y suficientes, requieren revisión histórica no menos que fisiológica en los intentos por rebatirlos, en pos de inculcar la primacía masculina. Müller repasa a tal efecto las tradiciones judía, católica, taoísta, yóguica, tántrica, hinduísta, hasta arribar a la freudiana, más atea. Con el mismo espíritu, revisa el fenómeno de la partenogenesis –como ocurre en lagartos, avispas y algunas aves– en que la fertilización se desata sin el auxilio del macho. En alguna especies, incluso éste muta a hembra con ese fin y la autora acota: “Me llama la atención que Pixar haya perdido la oportunidad de mostrar al papá viudo de Nemo transicionando a un pez hembra”, privilegio –precisamente– de los peces payaso.
Demostrado que “la única célula imprescindible para formar un nuevo ser vivo es un óvulo, una célula germinal femenina”, concluye que “el rol masculino en la concepción podría reemplazarse con una simple aguja cargada con veintitrés cromosomas”. Alternativa, para la autora, generatriz de “un nuevo mundo posible”. No obstante, con precaución señala: “No quiero que se ofendan conmigo todos los hombres, porque algunos me caen bien, pero la verdad es que dejando de lado la parte entretenida del proceso, en la que a mi gusto son protagonistas importantes…”
Así sintetizado el desenvolvimiento biológico y un puñado de atavismos culturales, la segunda parte de El nido infernal se zambulle de lleno en la problemática del conyugazgo. Con la ironía que caracteriza la agilidad de su escritura, Müller chacotea barajando verdades en torno a la gloria, estancamiento y decadencia de la pareja conviviente, en particular la que persiste en el intento. La pregunta pasa de por qué no se separan a por qué permanecen en esa marejada constante de malestares. “En muchos casos existen buenas razones –enumera dándole título al libro—, como las necesidades económicas o inmobiliarias, pero fuera de ellas, siempre me intrigó saber qué impulsa a continuar su marcha como una locomotora sin frenos a esos hombres y mujeres que han entrado al matrimonio como a un refugio protector con el plan de permanecer allí abrigados hasta el fin de su vida, y poco tiempo después se encuentran atrapados en un nido infernal, respirando el sopor de una rutina carente de amor y alegría, cuando no de cariño y respeto”.
Observa la autora el fenómeno de la notable caída en el número de matrimonios, formales o de hecho, reconocibles en la cultura occidental. Y la correlativa disminución rotunda de las tasas de natalidad. Lo cual “sugiere que la noria está dejando de funcionar y que el yugo que sujeta a los bueyes quizá sea pronto una reliquia de tiempos pasados”. Esboza entonces un puñado de alternativas de organización comunitaria sin requisito de convivencia, permisiva de las tan inevitables como preciosas prácticas sexuales, apartadas de las exigencias patriarcales que rigen a buena parte de la humanidad desde hace más de un par de milenios.
Pues la etnohistoria ha corroborado que no siempre fue así. Comunidades enteras han existido felices y contentas gobernadas por mujeres, con regímenes de parentesco matriarcales, matrilocales y matrilineales, con sus varones en roles productivos, no siempre decisorios. Demostración rotunda y cabal de la arbitrariedad propia del prejuicio falocéntrico, deja abierta la factibilidad de que, si fue así, es que se puede hacer de otra manera. De todas formas seguirá ocurriendo que la naturaleza ha de persistir, si de reproducción se trata, en que a tales efectos se necesitan dos (materiales biológicos, o no, o no tanto). Esa misma naturaleza no indica cuáles, menudo detalle queda a cargo de las, los, les involucrades. Y ahí, en la exogamia, comienza la diversión.
FICHA TÉCNICA
El nido infernal
Mónica Müller
Buenos Aires, 2025
72 páginas
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