Un oscuro censor del generalísimo Franco quemó, en la puerta de la Tipografía Moderna de Valencia, todos los ejemplares ya impresos del que sería el libro póstumo de Miguel Hernández (foto principal): El hombre acecha. Corría la primavera de 1939. Cuenta la leyenda literaria que era una edición de 50.000 ejemplares que quedaron reducidos a cenizas. La misma leyenda dice que solo se salvaron tres "capillas", es decir los pliegos del libro sin encuadernar.
Hasta 1979 no se conoció entera esta recopilación de poemas. Y recién se publicó completa en 1981. En ella aparece un registro de dolor y bronca escrito como escribía Hernández. Con belleza y emoción.
La crítica especializada ve en este libro la otra cara de El viento del Pueblo, (1937) una recopilación de poemas épicos del poeta sensible ante la desigualdad y que abraza la lucha y se enamora de la tierra.
Hernández escribe en El hombre acecha sobre derrotas y desolaciones, sobre hambre y heridos. El prólogo lo había hecho el enorme Pablo Neruda. y hay allí también un registro de dolor.
El pueblo cuya conciencia está siendo derrotada por Franco, mientras que sus fuerzas derrotan las tierras españolas: de eso escribe Hernández, no sin rebeldía. En el libro hay un bellísimo poema que he recordado mucho estos días feroces de visitar amigos presos. Sin respuestas para dar, sin explicaciones. Sin razones. Ese poema se llama Las cárceles y empieza diciendo:
Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados:
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.
En las cárceles de la Argentina pasa eso. Las cárceles se tragan a los hombres y mujeres que allí son enviados por el Estado, que en ejercicio del poder que nosotros mismos le hemos conferido, destina allí, a esos lugares, a aquellos que son considerados culpables.
La humedad del mundo son las lágrimas, la angustia, las distancias. Los pibitos jugando en el pasillo mientras sus madres son requisadas, una y otra vez en la fila interminable de la desigualdad y de la autoridad que no se discute. La ducha única para 14 en un pabellón. La ausencia de luz solar. Los fluorescentes.
Hace años que voy a cárceles, empecé como una joven docente de aquellos reclusos que decidían terminar sus estudios o comenzar la universidad. Y desde el primer día que entré a una cárcel cordobesa hasta hoy, la sensación es idéntica e invariable. Cuando salís, cuando se cierra detrás tuyo la ultima puerta y quedás del lado del sol, una mochila enorme deja tu espalda y sentís —no sin vergüenza— un alivio agotador.
Por lúgubres que sean algunos juzgados, son predios soleados al lado de las cárceles. Por terrible que sea ver a un ser humano esposado, es infinitamente mejor que verlos circular sin sol y sin destino. Y mucho más real que las series de TV que en la suma de anécdotas muestras solo escenas de la vida carcelaria. La cárcel es constante, es tiempo muerto.
Las cárceles según nuestra Constitución existen "para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aqulla exija, hará responsable al juez que la autorice".
Déjenme decirles que desde siempre esta manda Constitucional permanece incumplida. Las cárceles son para castigo. Castigo que se exacerba con cientos y miles de aspectos no contemplados por las penas y que son aplicados igual. Porque el sistema lo permite. Porque el sistema lo necesita para funcionar, sostienen quienes forman parte del sistema, curiosamente.
Nada ha cambiado desde nunca, algunos aspectos de la vida carcelaria han mejorado, los miembros del servicio penitenciario son infinitamente más humanos de lo que eran hace 30 años, pero la cárcel sigue ahí.
Hay un detalle que no es tan detalle. La población carcelaria aumenta progresivamente. Pero no porque aumente el delito, sino porque aumentan las detenciones preventivas, que se prolongan en muchos casos hasta el absurdo ilegal de los tiempos.
En un reciente informe de la Procuración Penitenciaria de la Nación se destacaba que, a finales del 2017, un total de 11.824 presos permanecían alojados en las cárceles federales. De ellos, el 61 % no cuenta con condena firme. Sí, 6 de cada 10 presos en las cárceles federales no han sido declarados culpables por un tribunal. En el 2006, la proporción era de un 45% de presos sin condena.
Modificamos leyes y códigos, asignamos como Estado mayor presupuesto al Poder Judicial y sin embargo los indicadores de efectividad no mejoran, empeoran en detrimento de hombres y mujeres que están pasando una parte de su vida de un lado de la pared. Sin condena.
¿Acaso necesitamos más jueces? Probablemente, pero no para que reiteren los hábitos de un sistema que no parece funcionar. Lo que necesitamos sin duda son mejores jueces. Que decidan responsablemente sobre la libertad o la privación de ella en cada caso.
Hace unas horas entraba al Penal de Ezeiza a ver a un amigo my querido que esta ahí. El tribunal que lo envió a prisión rompió para ello su propia jurisprudencia, porque mi amigo no tiene condena firme y su cara es tan conocida que la sola idea que se fugue es tan absurda como imaginar prófuga a Moria o Susana. Ese tribunal dispuso sobre mi amigo una prisión arbitraria. Antes siquiera de confirmar la condena.
Mi amigo tiene por compañeros de reclusión a otros varios conocidos. y yo antes de entrar a verlo me preguntaba a mi misma como impactará en el sistema penitenciario esta nueva clase de detenidos, con menos historia de dominación sobre las costillas. Que frente al sistema penitenciario se paran y se ven desde otra posición. Porque asumo que lo que voy a decir es un reduccionismo explicativo, pero intuyo que no es la misma posición la de un señor que está detenido luego de sobrellevar una vida de marginalidad, que un señor que hasta hace unos meses formaba parte de un mundo alejado diametralmente de la realidad usual de las cárceles.
Los motivos por los que unos y otros están detenidos son diferentes. Unos, los nadie, por desidia de expedientes acumulando polvo en los juzgados. Pero los otros, los que no son anónimos, están ahí por la fría y deliberada decisión de jueces que han decidido rifar con osadía las garantías de unos y otros.
Muchos abogados hemos recorrido los tribunales defendiendo a los nadie. Pero allí, en esas defensas el rol protagónico lo han tenido los defensores oficiales, que hacen magia con poco presupuesto, poco personal y muchísimo trabajo y vocación.
El choque de los mundos en términos de Poder Judicial no ha dejado indiferentes a los defensores oficiales. Expliquémoslo así: hay un mundo en el Poder Judicial de la Nación donde se disputa poder. De ese mundo participan los jueces y también los fiscales... y los invisibles servicios de inteligencia. En estos días parece haber alcanzado a los defensores oficiales. Quienes ahora participan de esa disputa de poder. Defensores oficiales que incentivan a sus defendidos a arrepentirse. Estrategias de defensores oficiales elogiadas públicamente por los fiscales que reciben esa inestimable colaboración. Es tan rara la configuración de este nuevo mundo que provoca desconcierto, al menos a mi.
Es extraño y malo que la igualdad se haya alcanzado por el lado de la desigualdad. ¿Pero quiénes son los desiguales realmente?
Ejercer la profesión de abogado es una lucha por mantener la fe en un sistema que tiene demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Y de esas pocas respuestas muchas no son agradables. Para el caso, los abogados y defensores oficiales repetimos casi de memoria los fallos que explican el principio de la libertad durante el proceso. Los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que consagran el mismo criterio con carácter de interpretación obligatoria de las normas convencionales. Y en estos días solo son una memoria inútil. Párrafos salteados con indiferencia o deliberación.
Ursula Le Guin, una formidable escritora de literatura fantástica, escribió un maravilloso cuento que refiere a una ciudad perfecta llamada Omelas, donde todo es sano y bello y feliz. En las catacumbas de esa ciudad habita encerrado un pobre niño que carga sobre su cuerpo los males de la ciudad. Doliente e indefenso, es el sacrificio que los habitantes de Omelas están dispuestos a tolerar como costo espantoso de su felicidad. Algunos ciudadanos de Omelas no toleran vivir en esa felicidad que se sostiene en el cuerpo sufriente de uno solo y entonces abandonan Omelas.
Hasta ahora, el Poder Judicial actuaba como los ciudadanos de Omelas. Ponían sobre seres sin defensa posible el costo de la sociedad que reclamaba penas, sanciones y castigo. Reclamo que no por ruidoso era mas fundado. No importaban demasiado algunos inocentes presos, si con ello había algunos culpables también presos.
La pregunta irremediable es: ¿cuántos inocentes deberán estar presos en nuestras muchos menos perfectas sociedades de Omelas? La proporción de 6 personas sobre las que pesa la presunción de inocencia presas sobre 4 declaradas culpables y cuyas condenas estén firmes, parece el delirio de un sabio loco de Omelas. Y parece definir a una Justicia y a un Poder Judicial ineficientes.
La democracia deberá resolver cómo hacer para que las cárceles no sean catacumbas multitudinarias y superpobladas de Omelas. Si realmente necesitamos cárceles como las que concebimos hoy en día. Si el sistema de penas es correcto y si permite la reinserción de quienes son castigados con prisión.
A los jueces de esa democracia les incumbirá dejar de enviar —sea por indiferencia o por política— más habitantes a las catacumbas de estas Omelas modernas.
A los abogados nos corresponde no abandonar Omelas, espantados. Poner en palabras las catacumbas de Omelas. Combatirlas. Derrotarlas. Los que las conocen desde siempre. Los que recién las descubren. Y los que no estamos dispuestos a soportarlas.
Nota: El 27 de septiembre de 2018 a las 18, en el Aula Magna de la Facultad de Derecho, Iniciativa Justicia dará una clase abierta sobre garantías y procesos judiciales. Los que no abandonen Omelas ni estén dispuestos a vivir en ella, están invitados.
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