EL HINCHANAUTA

Hay que re-imaginar el futuro y defenderlo en la calle con la camiseta nacional

 

El viernes por la mañana me despedí en Ezeiza de mi hija y de mi nieto, que volvían al país —uno muy distante, al otro lado del Atlántico— donde viven. Fue un momento de esos duros de atravesar, por todas las razones obvias pero también por la incertidumbre. No sé cuándo volveré a verlos. Tal vez retornen el verano que viene, tal vez no. Aun en el mejor de los casos, el crío habrá sorteado ya otro largo período de su corta vida, del cual, otra vez más, me habré quedado afuera. Y yo estaré un tranco más cerca de la muerte, si es que tengo suerte y la señora sigue jugando a las escondidas. Qué se le va hacer. No voy a decir que estoy acostumbrado, pero sí curtido. Lo sorprendente, esta vez, fue la irrupción de una emoción con la que no contaba. Además de lo que habitualmente siento en estas circunstancias, experimenté algo nuevo: alivio. La idea de que pusiesen distancia, de que se alejaran de este país, me quitó parte del peso que abombaba mis espaldas, en particular durante esta semana trágica. Al menos ellos estarán a salvo, en términos relativos. En este mundo al que la codicia puso al borde de la extinción, no existe lugar que esté realmente protegido del potencial destructivo del ser humano.

Pero al menos estarán mejor allá que acá. Mucho mejor. Allá todavía hay instituciones que funcionan. Acá no. El Poder Judicial es una escribanía del poder, las escasas excepciones no alteran la dirección de la corriente. El Congreso es un casino cuyas puertas abren tan sólo cuando el gobierno controla el juego. (Cuando se le va de las manos, patea la mesa y cierra el local.) La salud pública está diezmada, la educación pública está en terapia intensiva. Ni siquiera los clubes de fútbol se salvan de estas alimañas, para quienes no existe nada sagrado, más allá del dinero.

 

Pablo Grillo, cuando estaba entero.

 

Esta semana vi cosas que nunca imaginé que vería. Los sesos de una persona viva, en primer plano, a través de su hueso frontal cascado como un huevo. La imagen de un niño atado a las rejas que protegen la Casa Rosada, condición en la que permaneció durante horas, como un animal.

Esta semana oí y leí cosas de un nivel de indignidad del cual nunca pensé que sería testigo. Por ejemplo, que un o una periodista de La Nación y su editor o editora —quien dio el visto bueno para que el artículo circulase— le endilgaron a la señora de 81 que cayó como bolsa de papas en la Plaza del Congreso no sólo la culpa de lo que le pasó, sino además responsabilidad penal: "Una jubilada le dio un bastonazo a un policía", arrancaba el título. Según el cual, además, el policía no había hecho otra cosa que "reaccionar". (Cuando a uno le pegan un bastonazo, es lógico y humano que "reaccione", ¿o no?) Lo único que les faltó fue indicar que debía ser arrestada cuando le diesen el alta —si es que le dieron, o le darán, el alta— por haber atentado contra la autoridad.

Me alegra que mi hija y mi nieto estén lejos de este triste lugar. Me encantaría que el resto de mi familia lo estuviese también. Y si ustedes quisieran ponerse a salvo me alegraría del mismo modo, porque descuento que merecen algo mejor que este régimen sub-humano, que envilece todo lo que toca. ¿Podrá articularse la salida ordenada del territorio de unos 35 millones de argentinos, protagonizar una diáspora que en el futuro sea objeto de leyendas? Lo dudo, porque aun cuando lográsemos resolver la logística, no nos dejarían. Para que este feudo funcione como sus dueños pretenden, no alcanza con unos 10 millones de Tío Toms, o de kapos que, como en los campos de concentración, ejerzan la prepotencia sobre su propia gente a cambio de un trato apenas mejor. Necesitan esclavos, multitudes anónimas y desprovistas de derechos que trabajen por dos mangos y no reclamen nada. Esos vendríamos a ser nosotros. Que acá estamos. Anclados no en París, sino en la Argentina.

 

 

La pregunta que surge a cada rato, inevitable, es: ¿qué hacer? Porque no hay nadie que asuma la tarea de guiar e inspirarnos. Las fuerzas políticas formales co-gobiernan con Milei. (Eso de "oposición amigable" es un oxímoron. Como decir "el violador casto".) Lo de la CGT es para la historia universal de la infamia. Los únicos que se oponen sistemática y diariamente a los desmanes del gobierno han sido criminalizados: los "zurdos" y los "kirchos", que por el solo hecho de serlo merecen amenazas de parte de la policía —todos oímos al cana que gritó: "¡Vengan, zurdos, vengan!" desde un hidrante de la Federal— y la condena a una muerte harto probable, como la que determinó el fusilamiento a quemarropa del fotógrafo Pablo Grillo —el de la cabeza cascada como Humpty Dumpty—, quien, según la Ministra de Seguridad, se las buscó por kirchnerista.

La impotencia es atroz. Mientras la mastico una y otra vez, como esos viejos que en los westerns mascan tabaco, me digo que hay dos cuestiones que deberíamos tener claras. La primera tiene que ver con la perspectiva histórica y la segunda con la necesidad de entender mejor este presente.

Por un lado, hay que asumir que lo que nos está pasando es consecuencia de no haber podido juzgar, y cuando correspondiese condenar, a la pata civil de la dictadura del '76. Nadie niega que nuestro proceso de Memoria, Verdad y Justicia fue alentador, en particular cuando se lo compara con lo que ocurrió en el resto de Latinoamérica y en la España post-franquista. Pero, eso sí: fue incompleto. Se nos escaparon los ideólogos del golpe, los que financiaron el exterminio. Nunca estudiamos el rol de los jueces que, con su silenciosa anuencia, normalizaron la más anormal de las situaciones, como si existiese forma de que la barbarie conviva en armonía con la legalidad. Tampoco penetramos la impunidad que blindó a tanto sicario disfrazado de economista. Martínez de Hoz, que abrió las puertas del infierno donde todavía nos rostizamos, no debió haber salido indemne de la destrucción que desató. Y lo mismo corre para quienes siguieron en sus pasos: Cavallo, Spuzzenegger, Puto Catoto. Nos están haciendo mierda por enésima vez, porque nunca tuvieron que pagar ni un plato roto. Al contrario: ¡se forraron y forraron a sus amigos! Es lo que ocurre con los grandes depredadores que se ceban con la carne humana. Una vez que entendieron cuán deliciosos, tiernos e inermes somos, no te vuelven a probar una gallina ni a tiros. Ya no pueden parar de matarnos. La única forma de contenerlos es ponerles un freno drástico. Que en este caso, dado que los que estamos de este lado no renunciamos a nuestra humanidad, debería adoptar la forma de un juicio justo y su consecuente sentencia.

 

 

Por eso hay que ir tomando nota. Cuando el pueblo argentino recupere la manija, entre las primeras cosas a encarar está la democratización del sistema judicial y las fuerzas de seguridad, y el procesamiento de aquellos cuyas decisiones causaron un perjuicio criminal deliberado al bien común. Tan pronto estos buitres locales conozcan el interior de una cárcel común, sus herederos vocacionales se lo pensarán un poco.

(Me pregunto qué ocurriría si algún o alguna dirigente comenzase a expresar cosas como estas como parte de su propuesta y de su promesa de gobierno. Cárcel a los que estafaron al pueblo, desconocimiento de la deuda ilegítima, saneamiento del Poder Judicial, una policía que no actúe como predadora de sus congéneres, combate a los monopolios que abusan de su posición. No voy a pretender que ese candidato o candidata ganaría en el '27, pero tampoco subestimaría la reacción del pueblo ante alguien que, ¡por fin!, le dice exactamente lo que necesita oír.)

La segunda cuestión a tener clara es, ay, una que dista mucho de estarlo. Para responder a la pregunta "¿Qué hacer?" de forma conducente, deberíamos responder antes otro interrogante: "¿Qué clase de gobierno es este, qué tipo de régimen encarna?" Y ojo, que con esto no pretendo embretarme en la discusión fascismo sí o no. Si quieren entrar en esa, be my guest, como canta Lumiere en La bella y la bestia. Pero yo apunto a otra cosa. A que necesitamos entender que este gobierno que nos pisa la cabeza no forma parte de la cadena de administraciones que nos dimos entre el '83 y el 2023. Entre esos gobiernos hubo mejores y peores, pero todos se atuvieron a un set de reglas. Parámetros insuficientes, según demuestra la historia, para garantizar el bienestar del pueblo, pero que de todos modos respetaron. Este gobierno es otra cosa. Se parecerá a los anteriores en aspectos superficiales, pero es otra bestia por completo, como lo es un tanque de guerra respecto de un auto común. Ambos son vehículos, pero uno está diseñado para trasladarte a un destino y el otro está diseñado para hacerte mierda.

 

Los instrumentos de la verdad que el régimen quiere prohibir.

 

Tres semanas atrás dije acá mismo que esto no es una democracia. Por suerte, ya no soy el único en reconocerlo públicamente. Y también dije en esa oportunidad que esto se parece más bien a un nuevo tipo de régimen híbrido, que mezcla elementos de las democracias del último siglo (como las elecciones generales) con un accionar autoritario: es algo así como un robot aniquilador, vestido con el tutú robado a una prima ballerina. Yo de estas cosas entiendo poco, soy apenas un escritor tan curioso como preocupado, pero me alegró descubrir que tipos que sí se dedican a pensar estos temas, como Steven Levitsky —uno de los autores del ensayo Cómo mueren las democracias, que es del 2018—, ya venían urdiendo el asunto. Hace 21 días conté que, con Lucan A. Way, Levitsky acababa de publicar un ensayo en Foreign Affairs donde habla de "autocracias competitivas", como la Turquía de Erdogan. En realidad, no hacía falta que cruzaran ese charco. Los Estados Unidos de Trump son una "autocracia competitiva". La Argentina de Milei lo es también. De momento es una definición válida aunque, como "oposición amigable", conserve rasgos oximorónicos. (Porque lo de "competitivo" deriva del hecho de que son regímenes que se someten a elecciones. Lo cual vendría a ser un rasgo más bien tentativo, porque Trump ya anunció, ¡incluso antes de ser electo!, que si lo votaban esta vez, los ciudadanos de los Estados Unidos ya no deberían hacerlo más. Lo cual los dejaría, inevitablemente, ante una "autocracia" a secas.)

¿Y por qué deberíamos perder tiempo, en esta circunstancia tan imperiosa, analizando a qué clase de bestia nos enfrentamos? Porque de esa evaluación dependen las respuestas que ofreceremos a la realidad de la cual participamos. No es lo mismo subirse al ring con un contricante que respeta escrupulosamente las reglas estipuladas por el Marqués de Queensberry, que calzarse los guantes para boxear con media docena de caníbales en ayunas, armados con lanzas y machetes. No podés reclamar falta con el reglamento en la mano, ante un enemigo que se pasa las convenciones por el forro de las pelotas y hace todo lo que haga falta —incluso dispararte en la frente a corta distancia— con tal de aniquilarte.

 

Ahora también quieren prohibir los drones, para proteger a los asesinos.

 

De las precisiones que esta situación requiere debería desprenderse nuestro plan de acción. Porque esto ya no es simplemente un gobierno democrático que te cae mal, con cuyas políticas no estás de acuerdo. Si así fuese, todo lo que habría que hacer es oposición tradicional. Debatir, presentar proyectos alternativos. Pero esto, como ya dije, es otra cosa. Un tanque de guerra. Una cohorte de caníbales armados hasta los dientes. Hablamos de un gobierno cuya legitimidad de origen se disolvió en los hechos, al obcecarse en tomar decisiones autoritarias. Una de las preguntas del momento sería, precisamente, si conserva alguna legitimidad o ya la dinamitó. Deberían responder los que entienden de leyes. ¿Lo único que define la clase de gobierno es la forma en que se accede a la Rosada? ¿Esa es la única diferencia entre una dictadura y un gobierno democrático: que la una se apoderó de las instituciones por la fuerza y el otro llegó ahí como resultado de elecciones? ¿Y qué pasa con el ejercicio, una vez que los votos sentaron a un moncho en el sillón de Rivadavia? Si hace un uso autoritario del poder, ¿sigue siendo un gobierno democrático, o ya es otra cosa — a la que, por cierto, habría que tratar como si fuese otra cosa?

Porque si analizamos las características de la presidencia Milei... Hablamos de un régimen que, desde el día uno, practicó la violencia económica contra la mayoría del pueblo. Hoy casi no existe laburante real que pueda decir que está mejor de lo que estaba en diciembre del '23. (¡Cuando, por cierto, tampoco habitábamos el mejor de los mundos!) Todos trabajamos más para descubrir que podemos comprar menos, y eso en el caso de que tengamos suerte y no hayamos perdido conchabos. Esto es objetivo, irrefutable: el Índice Heladera, el Índice Billetera, el Índice Alquiler. No es algo que se pueda dibujar como dibujan los números, no es una idea a reconsiderar según las lógicas creativas con que insisten en embaucarnos. (La última de Milei: la inflación es del 2,4% pero, si no fuese porque es del 2,4%, sería del 1,8%. Un argumento tan imbécil como decir que los argentinos estamos como el culo pero que, si no fuese por eso, la estaríamos pasando pipa.)

 

Foto: Gustavo Molfino.

 

Y ahora están pespunteando la violencia económica con violencia física y ajustando el cepo que impida informar. (La flamante prohibición de usar drones no es más que protección para los futuros asesinos, una variante tecnológica de lo que antes se llamaba liberar la zona.) Entonces, si estamos ante un régimen que pulveriza tu billetera y convierte tu vida en una carrera diaria detrás de una moneda que nunca se deja alcanzar; si es prácticamente imposible de que te enteres de lo que pasa más allá de tus narices, porque el bloqueo informativo es feroz; y si además, cuando alzás la voz para reclamar, te caga a palos y, de considerarlo necesario, te mata ("daño colateral", como llamó la abyecta Florencia Arietto a Pablo Grillo), ¿qué le resta hacer, a ese régimen, para que sea justo decir con todas las letras que ya estamos sometidos otra vez al terrorismo de Estado?

Y sin embargo el gobierno, más allá de su despliegue de ferocidad, está groggy. Depende de un último sachet de suero, que es el préstamo del FMI. Si las calles se incendian, costará mucho que esa canilla se abra. Los poderes establecidos no le soltaron la mano aún, porque cuentan con que consiga esa guita, que fugarán de inmediato. Lo indiscutible es que el reloj de arena se le dio vuelta, aunque no de la forma en que muchos —incluidos los libertarios— lo interpretan. Nadie está diciendo que la revolución está ad portas. Lo que está claro es que ya le picaron el boleto desde arriba. Aun si consigue el préstamo, eso será casi lo último que firme. Porque una vez que la guita del FMI se esfume y ocurra la devaluación y el pueblo entienda que sólo lo endeudaron más para estar mucho peor, los poderosos de verdad se desentenderán de Milei y de los libertarios —¡y hasta de Bullrich!— como en su momento lo hicieron de los milicos, y dejarán que paguen el costo. Mientras tanto Macri, que todavía no saca los pies del plato en el Congreso pero ya se diferencia del gobierno, y la Vicepresidenta Villarruel —Macbeth y su Lady, como los llamé ya a fines del '23— se van acomodando, de forma de que sus dagas queden a distancia letal de la papada, cuando consideren que el momento ha llegado. (Perdonen que me ría, pero acabo de entender que estoy poniendo punto final a este texto el día 15 — es decir, durante los idus de marzo.)

 

 

Pero aunque Milei y su Rasputín todavía no lo entendieron a ciencia cierta, intuyen que, con motosierra y represión por única receta, sus días están contados. Por eso sobreactuaron esta semana la clase de acciones que no pueden resultarles más contranatura. Tomar la decisión de visitar la arrasada Bahía Blanca, casi una semana después del temporal y al otro día de que Cristina le espetó que su ausencia denotaba desconexión emocional —falta de empatía, bah: la característica esencial del psicópata—, era algo que sólo podía patearle en contra. Una situación lose lose, en la que no había forma de que nada le redituase. Llegó tarde y con las manos vacías, pero al mismo tiempo haciendo lo que Cristina le había remarcado. Muchas horas después, vía la Ministra de Seguridad —que será un arado, pero aun así tiene más olfato político que Milei—, anunció subsidios a las víctimas, subrayando que serían más altos que los que la provincia de Buenos Aires ya había otorgado. Jorge Asís, que de lento no tiene nada, la vio al toque. "El Gótico (o sea, Axel) y la Doctora (o sea, Cristina) conducen al Panelista (o sea, el Papadas)", twitteó. Es una ironía, por supuesto, porque ni Axel ni Cristina conducen a los Milei en términos políticos. Pero sí hacen y dicen cosas que obligan a los Milei a reaccionar, calzándose un traje —el de la preocupación por el pueblo— que les chinga por todos lados.

Entonces: ¿qué habría que hacer? Insisto: qué sé yo, yo soy nadie. Pero intuyo que no podemos cruzarnos de brazos ante un régimen que, si ya no impuso el terrorismo de Estado, es porque todavía lo está calentando al baño María. Su falta de legitimidad en el ejercicio reclama desobediencia. Tenemos el deber de ser desobedientes ante una autoridad que ya no tiene más justificación que la fuerza bruta emperrada en su capricho. Por eso urge negarle imperio sobre nuestras vidas. El pueblo argentino —esa bestia mitológica— no puede seguir tolerando las espuelas que desangran sus flancos ni el rebenque sobre su lomo. Se tiene que empacar. Y empezar a corcovear, hasta que su inmerecido jinete muerda el polvo. Porque el poder de esta gente depende del siga siga que la sociedad habilita. Si hacen todo lo que hacen y el país continúa su marcha como si nada, se complica. Pero si la expresión popular altera el funcionamiento del país, si mete una cuña en su mecanismo y lo congestiona todo, tendríamos una oportunidad. Con las calles soliviantadas, ningún gobierno u organismo extranjero se expondrá a sostener a un impresentable cuyas monerías perdieron su gracia.

 

 

Lo único que sé es que esta no es la primera vez que el pueblo argentino se descubrió solo de toda soledad, y salió adelante. Cuando en el '45 Perón fue traicionado por sus pares y hecho prisionero, no hubo nadie que nos condujese. (Nadie de figuración obvia, nacional, quiero decir.) La CGT fingió demencia como la mejor, hasta que se sumó para no quedarse abajo del tren de la historia. Los que dieron vuelta la tortilla fueron el pueblo y los pocos dirigentes de base en quienes confiaban. Eso es algo que puede repetirse, y pronto. Porque, si bien no hay dirigentes confiables entre los que frecuentan los medios, existen miles de otros que están tejiendo desde abajo, donde nadie los ve. Llegado el momento, las redes que hayan tramado serán tensadas. Si han tejido bien, sostendrán lo que haya que sostener.

La situación no es la misma que en el '45, pero tiene elementos en común. Un pueblo avasallado, fuerzas políticas perseguidas y la necesidad de convertir la imaginación en el combustible esencial de la militancia. El viernes le pedí a un montón de gente a la que quiero y respeto que intentase responder a la pregunta: "¿Qué debemos hacer?", para difundir sus testimonios en mi programa de radio, que se llama Big Bang. Eso se tradujo en hora y media de audios imperdibles, llenos de ideas y de pistas. Entre esos testimonios me impactó mucho el de Diego Sztulwark, que remarcó cuán necesario es volver a imaginar el futuro, ficcionarlo en nuestras cabezas, para diferenciarlo de las distopías que la ultraderecha nos ha impuesto como único horizonte. Esto puede sonar difícil, una tarea de largo aliento. Y sin embargo la trama ya está allí, la realidad misma nos la está soplando. En el país de El Eternauta, los que salen al rescate de los viejos son —esto es digno de un guión o una novela, créanme que sé de lo que hablo— los hinchas de fútbol de uno de los países más futboleros del mundo. Que no son barras, como bien aclara Diego, porque los barras sólo están donde hay negocios, sino hinchas. Y el hincha es el aguante desde el amor y la acción colectiva. Que además el miércoles que viene trocará la camiseta de su equipo favorito por la nacional, generando otra situación lose lose para el gobierno. Porque si no hace nada ante la nueva marcha, habrá perdido un lance político y el rechazo al régimen ganará las calles. Y si mancha la celeste y blanca de sangre, ¡mucho peor!

 

 

Este es un país donde las mayorías podrían vivir de puta madre, mejor de lo que se vive en países del Hemisferio Norte. (Un país donde me daría gusto recibir nuevamente a mi hija y a mi nieto.) Pero, justamente porque la Argentina ha sido tan generosa —en términos naturales, y de la solidaridad que caracteriza a su pueblo—, nos acostumbramos a apechugar, a bajar la cabeza y esperar lo mejor, porque de un modo u otro nos las arreglamos siempre. Cuando lo que deberíamos haber hecho, y ya hace mucho, es poner límites infranqueables a los poderosos que no entienden de razones y lo quieren todo para sí.

Eso necesitamos: que el pueblo se reconcilie con su propia fuerza, de la que sólo ha hecho uso excepcionalmente. Y entonces hablamos.

 

 

 

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