El guardián de la Constitución

Una discusión vigente en torno al control de constitucionalidad

 

En los últimos años de la República de Weimar (1929-1933), tuvo lugar una famosa polémica que enfrentó en Alemania a Carl Schmitt y Hans Kelsen, dos notables juristas de la época. El asunto versaba sobre quién era el órgano o la institución a la que debía atribuírsele la facultad de defender la Constitución, una cuestión sobre la que la Constitución de Weimar nada decía. Si bien el debate tuvo lugar hace más de noventa años, la crisis actual por la que atraviesa el constitucionalismo lo ha devuelto a la actualidad. Existe una traducción al castellano, con un estudio preliminar del profesor Giorgio Lombardi (La polémica Schmitt/Kelsen sobre la justicia constitucional, Editorial Tecnos) que permite la lectura íntegra de aquellos textos intercambiados.

El hecho desencadenante de la polémica había sido la intervención del länder de Prusia por parte del Presidente del Reich, amparándose en el artículo 48 de la Constitución de Weimar. Esta Constitución, siguiendo las propuestas formuladas por Max Weber, había potenciado la figura del Presidente del Reich, que era elegido directamente por el pueblo y, por consiguiente, era la institución suprema encargada de asegurar el mantenimiento del Estado al punto que el artículo 48 le concedía un poder dictatorial para actuar en situaciones de crisis. En el trasfondo, se discutía en esa época si los Tribunales de Justicia podían asumir el control ordinario de constitucionalidad. Como ya señalamos, la Constitución de Weimar no tenía ninguna previsión sobre el particular a diferencia de la Constitución republicana de la vecina Austria, redactada en 1920 por Hans Kelsen, que había atribuido el control de constitucionalidad a un Tribunal Constitucional especialmente instituido al efecto. Alentado por ese precedente, el Tribunal Supremo de Justicia del Reich se había tomado la atribución de desautorizar normas legales aprobadas en el Parlamento, siguiendo el camino ya trazado por la Corte de los Estados Unidos. Era una decisión audaz, porque hasta entonces imperaba en Europa la doctrina de la Francia jacobina que consideraba fuera de toda lógica que los jueces pudiesen desautorizar con sus sentencias las leyes dictadas por el Parlamento, quien en su condición de depositario de la soberanía popular, se suponía que era el mejor intérprete de la Constitución. En la actualidad, la Constitución francesa regula un Consejo Constitucional, compuesto por nueve miembros que tienen un mandato de nueve años (se renueva por tercios cada tres años), designados a propuesta de la Asamblea Nacional y el Senado que controla la constitucionalidad de las leyes antes de su promulgación. Si un juez considera que una disposición legislativa perjudica derechos o libertades que garantiza la Constitución, puede elevar el asunto a consideración del Consejo Constitucional, pero en ningún caso el juez está autorizado para declarar la inconstitucionalidad de una norma dictada por el Parlamento.

 

Carl Schmitt y Hans Kelsen

La polémica inicial

En el contexto de la Alemania pre nazi, Carl Schmitt publicó en 1931 un extenso artículo titulado El guardián de la Constitución en el que defendía la tesis de que el defensor de la Constitución debía ser el Presidente del Reich. El argumento principal se basaba en que el Presidente estaba dotado de una legitimidad superior, dado que había sido elegido por el voto popular. En el fondo, lo que Schmitt cuestionaba era la propia existencia de la justicia constitucional y se amparaba para ello en una argumentación sobre la labor judicial. Sostenía que, a diferencia de lo que acontece habitualmente en la interpretación judicial, donde el juez debe subsumir el hecho en una norma, esa operación no era factible cuando se trataba de establecer la compatibilidad de una ley con la Constitución. En este último caso estamos ante una labor de interpretación política más que jurídica, caracterizada por la arbitrariedad con la que el juzgador efectúa la interpretación de la norma constitucional. Señalaba que no existe un derecho puro al margen de la política y menos cuando la Constitución alberga preceptos ambiguos, como las referencias a los derechos y libertades. Para Schmitt, “las cuestiones políticas no son justiciables”. Hans Kelsen respondió a los pocos meses con otro extenso texto titulado ¿Quién debe ser el guardián de la Constitución?, en el que sostenía que en un Estado de derecho son necesarias instituciones por medio de las cuales se controle la constitucionalidad de los actos emanados del Parlamento o del Gobierno, dado que “la función política de la Constitución es la de poner límites jurídicos al ejercicio del poder”. Como nadie puede ser juez de su propia causa, consideraba absurdo entregar al Presidente del Reich la facultad de custodiar la Constitución. En relación con el carácter político de la interpretación constitucional, sostenía que “todo conflicto jurídico es, por cierto, un conflicto de intereses, es decir, un conflicto de poder; toda disputa jurídica es consecuentemente una controversia política y todo conflicto que sea caracterizado como conflicto político de intereses o de poder puede ser resuelto como controversia jurídica”. Añadía que la función de un Tribunal Constitucional tenía un carácter político en una medida mucho mayor que la de otros tribunales, y quienes han salido en defensa de la instauración de un Tribunal Constitucional nunca han desconocido ni negado el significado político de las sentencias dictadas por estos tribunales. Sostenía que la inconstitucionalidad de una ley puede consistir no solo en que haya sido adoptada mediante un procedimiento no prescrito por la Constitución, sino en que también puede tener un contenido contrario a la Constitución. No obstante, Kelsen también alertaba sobre los riesgos de la interpretación constitucional: “Las normas constitucionales a disposición de un Tribunal Constitucional (…) no deben emplear terminología difusa como libertad, igualdad, justicia, etcétera. De lo contrario, existe el peligro de un desplazamiento del poder del Parlamento —no previsto por la Constitución— y desde el punto de vista político, sumamente inoportuno, hacia una instancia ajena a él, que puede ser la expresión de fuerzas políticas totalmente diferentes a las que están representadas en el Parlamento”.

 

 

 

La visión actual de la polémica

Los acontecimientos políticos que se produjeron en Alemania un par de años después le dieron la razón a Kelsen. La designación como canciller de Adolf Hitler se produjo en enero de 1933 y la aprobación por el Reichstag de la Ley Habilitante del 24 de marzo —que otorgó a Hitler la potestad de dictar decretos sin consentimiento parlamentario e, incluso, sin respetar las limitaciones constitucionales— demostró que las prevenciones de Kelsen estaban más que justificadas. A partir de aquellos sucesos, las constituciones europeas, en su gran mayoría, han venido incorporando la idea kelseniana de establecer un Tribunal Constitucional encargado de ejercer el control de constitucionalidad, separado de las funciones estrictamente judiciales que quedaban en manos del Poder Judicial. Los Estados que en Europa cuentan con un sistema de control concentrado en un tribunal especial son Austria, Italia, Alemania, España, Bélgica, Portugal, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Estonia, Rumanía, etcétera. En principio, este sistema es muy superior al control de constitucionalidad difuso que queda en manos de los jueces ordinarios, implementado en Estados Unidos y adoptado por los países latinoamericanos.

Una de las últimas constituciones en incorporar la figura del Tribunal Constitucional ha sido la española de 1978. Esta norma regula la organización del Poder Judicial en el Título VI y establece las competencias del Tribunal Constitucional (TC) en el Título IX, señalando de este modo que ese tribunal no forma parte del Poder Judicial. Básicamente la Constitución le otorga competencias al TC para conocer de los recursos de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley; de los recursos de amparo por violación de los derechos y libertades fundamentales y de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Pero mientras cualquier persona natural o jurídica que invoque un interés legítimo puede interponer recursos de amparo, el recurso de inconstitucionalidad queda reservado para el Presidente del Gobierno, el defensor del pueblo, cincuenta diputados, senadores o los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas. Cuando un juez considera que una ley aplicable al caso puede ser contraria a la Constitución, debe formular la consulta al Tribunal Constitucional sin poder tomar una decisión por su cuenta. De este modo, el control de constitucionalidad queda reservado a un cuerpo de juristas de reconocida competencia —que no necesariamente son jueces—, designados por mayorías especiales y que solo duran 9 años en sus puestos. En el caso español, de los doce miembros que integran el TC, cuatro son propuestos por el Congreso de los Diputados; cuatro, por el Senado —en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros—; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. El esquema institucional español se completa con el Tribunal Supremo integrado por 81 magistrados (incluyendo al Presidente). Aquí podemos abrir un breve paréntesis para hacer un ejercicio de comparación con la situación argentina donde la labor que en España está en manos de 93 magistrados (los 81 del Tribunal Supremo más los 12 integrantes del TC) es soportada aquí por solo cuatro integrantes de la Corte. Además, el presidente de la Corte argentina, en un acto de prestidigitación jurídica, se ha echado sobre sus espaldas la responsabilidad de presidir el Consejo de la Magistratura. Es decir que Rosatti se coloca el sombrero de juez supremo para resolver los temas ordinarios propios de la competencia de la Corte; el sombrero de juez constitucionalista cuando la interpreta y el sombrero de presidente del Consejo de la Magistratura cuando asume ese rol. Como tamaña labor no puede ser realizada por un ser humano, descansa en oscuros colaboradores. De allí la numantina resistencia a entregar la información sobre el entramado de llamadas telefónicas que dejaría al descubierto la tenebrosa estructura del sottogoverno que opera en el subsuelo de la Corte.

 

 

Los problemas actuales

El fenómeno actual de la polarización política, presente tanto en las democracias europeas como americanas, ha llevado a un grado máximo el enfrentamiento entre los partidos conservadores y progresistas. De este modo, la polarización también ha penetrado en las instituciones jurídicas que se supone debían cumplir un papel arbitral en las sociedades democráticas. Este rol moderador, en los países europeos, fue asignado por las propias constituciones a los tribunales constitucionales. En el mundo anglosajón y en los países latinoamericanos lo ha venido cumpliendo de mala manera el Poder Judicial. Por consiguiente, tanto en uno como en otro espacio jurídico el problema se presenta cuando los tribunales de justicia o los tribunales constitucionales se convierten en el campo de batalla de las luchas políticas por su control. De este modo se produce una deslegitimación paulatina del sistema, sometido a una impugnación desgastante.

En la tradición liberal, lo que se hace presente en forma obsesiva es el temor frente al abuso de poder del Ejecutivo. De esta manera, quedan en un segundo plano los abusos de poder de los grandes conglomerados económicos o los derivados de intervenciones políticas de las propias instituciones judiciales. La realidad demuestra que el riesgo de abuso de poder está en todas partes y que nadie se libra de esta fuerte tentación que forma parte inevitable de la naturaleza humana. Si estos tribunales deben resolver conflictos que son básicamente políticos, es muy elevado el riesgo de que terminen inevitablemente politizados. El resultado práctico es que, tanto en Estados Unidos como en la Argentina, las decisiones políticas que afectan a toda la comunidad son resueltas por un número reducido de ilustres personajes, en ocasiones cargados de años, que lo hacen supuestamente interpretando un texto centenario (y de reforma imposible) como si fueran los integrantes de una tercera Cámara Legislativa. Si, además, toman sus decisiones en base a sus filias o fobias políticas, el resultado no puede ser más desestabilizador para la democracia.

Si bien Carl Schmitt resultó perdedor en la polémica con Kelsen y, desde una perspectiva moderna, su propuesta de otorgar el control de constitucionalidad al Presidente del Reich resulta claramente anacrónica, algunas de sus prevenciones han recuperado actualidad. Es difícil sostener que el contenido de una ley dictada por un Parlamento soberano pueda ser reconfigurado por unos jueces en base a la interpretación de un texto redactado casi dos siglos atrás. Más difícil aún es confiar en que estos jueces politizados hagan un ejercicio responsable de auto-contención. De modo que habrá que reabrir el debate para idear algún sistema que evite el problema creado por la amplia discrecionalidad de estos jueces constitucionales que incursionan, cada vez con más frecuencia, en cuestiones que son de neta competencia del Parlamento. El propio Kelsen, que era un demócrata a carta cabal, señalaba que “la experiencia muestra con claridad que en una democracia capitalista la tolerancia es el primer principio en abandonarse cuando el sistema económico vigente es puesto en peligro por fuerzas anticapitalistas internas o externas. (…) Es un hecho que la democracia no funciona cuando el antagonismo entre la mayoría y la minoría es tan fuerte que no cabe el compromiso y se pone en duda la regla básica del juego político, la subordinación de la minoría a la voluntad de la mayoría”.

 

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