Una justificación ideológica con disfraz técnico
Buena parte de las desgracias que el gobierno nacional descargará sobre la población argentina en los próximos meses tendrá que ver con una justificación ideológica con aspecto de argumento técnico: hay que bajar el déficit fiscal, madre de todos los problemas de la Argentina.
Por culpa del elevado gasto público habría déficit fiscal, inflación, endeudamiento, falta de competitividad, pobreza, corrupción y toda otra calamidad que se pueda imaginar. La cruzada publicitaria contra el déficit fiscal será grabada prolijamente en la cabeza de la población mediante infinitas repeticiones de los adoctrinadores disfrazados de periodistas, que para eso están.
Pero la verdad es otra.
Breve historia del verso del déficit fiscal
Durante la dictadura cívico militar, el equipo económico usó el argumento de que el déficit fiscal era la principal causa de la inflación. En especial hicieron énfasis en el déficit de las grandes empresas públicas que existían en ese momento. La inflación no se enteró de que era causada por la monetización del déficit de las empresas públicas y siguió de largo. Pero el argumento sirvió para cortarles el financiamiento público y mandarlas a endeudarse, y prepararlas así para la privatización. Vale recordar que el déficit fiscal de la dictadura austera y republicana fue muy superior al de los populistas corruptos depuestos en 1976.
Durante el menemismo, todo el programa de desmantelamiento estatal, adhesión al Plan Brady y reducción de empleados públicos, cuyos retiros fueron financiados con créditos de Banco Mundial, tuvieron como telón de fondo la reducción del déficit público. Pero apenas apareció el negocio de las AFJP, que desfinanciaba al Estado para entregarles un gran negocio a los bancos, no se dudó un segundo en proceder a hacerle un boquete fiscal al Estado (2% del PBI), en nombre de las enormes ganancias garantizadas a 20 entidades financieras.
El verso de la reducción del déficit fiscal parece resultar siempre productivo, porque jamás aparece una fuerza política con presencia social que responda con claridad al falaz argumento.
Técnicamente hay dos soluciones, no una
Se puede demostrar con sencillez que el déficit del Estado puede ser reducido o eliminado por dos vías: o se reducen las salidas de recursos (el gasto público), que es la tradicional respuesta neoliberal y conservadora—, o se aumentan los ingresos, básicamente la recaudación.
La primera opción responde a una prioridad política de esta etapa del capitalismo global: la reducción del Estado, y especialmente de todas las áreas que impliquen transferencia hacia los sectores más débiles de la sociedad. La lógica del achicamiento constante del Estado tiene su contrapartida en la expansión permanente de los negocios privados asociados a todo tipo de actividades que el Estado va abandonando. También es una lógica de poder: cada vez la sociedad depende más de las empresas privadas, que van asentando un dominio que no sólo es económico sino que logran una naturalización completa de un mundo mercantil (no hay un afuera del mundo privado, no hay adónde ir). Sólo lo que genera beneficios tiene sentido de existir.
La tercera vía entre las dos opciones precedentes tiene patas cortas. La utilización del endeudamiento para financiar el gasto corriente del Estado sólo puede ser transitoria y en montos reducidos. El macrismo, como la dictadura, puso énfasis en cubrir el bache con deuda externa, lo que genera una situación explosiva en el mediano plazo.
Detrás de cada partida, un actor
Hace un tiempo, durante la gestión de Barack Obama en Estados Unidos —también hostigado por los fanáticos reducidores del gasto social republicanos—, era fácil distinguir en el presupuesto federal dos rubros sumamente abultados: el gasto militar y la salud pública, que explicaban una parte sustancial del eterno déficit fiscal norteamericano.
Cuando se investigaba un poco más allá de los números abstractos, se podía encontrar que detrás de cada una de las partidas presupuestarias había grandes actores económicos.
Detrás del gasto militar, enormes empresas contratistas del Estado, proveedoras de todo tipo de bienes y servicios para el poderoso aparato bélico del imperio; con la salud pasaba otro tanto: costos abultadísimos de salud pública a favor de un complejo médico de clínicas privadas y de laboratorios con sobreprecios muy por arriba de cualquier otro país desarrollado, más los temibles costos adicionales que agregaban los bufetes de abogados que viven de pleitear contra los médicos, lo que además obligaba a incurrir en elevados costos adicionales de seguros contra juicios por mala praxis. En síntesis: se podía explicar la imposibilidad de reducir el déficit norteamericano por el entramado de negocios privados que condicionaban todas las decisiones políticas en materia presupuestaria. Desde ya que ninguno de los dos grandes partidos se proponía cuestionar este tema de fondo.
Durante el alfonsinismo, dos economistas, Daniel Heymann y Fernando Navajas, publicaron un estudio que se llamó “Conflicto distributivo y déficit fiscal”, en el que mostraban que detrás del déficit público argentino, por el lado del gasto, confluían presiones de diversos sectores de la sociedad que pujaban por obtener transferencias desde el Estado: provincias, empresas públicas, el sistema jubilatorio, empresas privadas promocionadas, etc. Si bien se detenían en ese primer nivel de grandes cañerías por las cuales se escapaban enormes recursos estatales, es fácil continuar profundizando y observar que detrás de los gastos provinciales había a su vez otros intereses sectoriales –entre otros los de las oligarquías provinciales—, detrás de las grandes empresas públicas había miles de proveedores privados facturando sobreprecios exhorbitantes, para no hablar de los cientos de empresas privadas que habían obtenido promociones sectoriales que les permitían desgravar impuestos sin cumplir con sus compromisos. Otro economista, Ricardo Carciofi, les recordó que se habían salteado las transferencias a los acreedores externos, que también pujaban por apropiarse de una parte significativa de las erogaciones del Estado argentino. El aporte valioso de ese trabajo era establecer que existe conflicto distributivo en relación a las cuentas del Estado, a sus prioridades. Para ellos el desacuerdo social implícito, la incongruencia entre ingresos y gastos públicos, derivaba en un fenómeno inflacionario.
Hay que agregar que en general sólo poderosos actores comprenden esta lógica y operan para mejorar su posición relativa.
Lo que definitivamente pasaban de largo los autores era la otra parte de la cuenta: los ingresos, a los que de hecho trataban como un dato fijo e inmutable, por afuera del debate público y de cualquier estrategia transformadora. Mientras proponían un interesante debate en torno al gasto, omitían los ingresos. Naturalizaban la baja recaudación tributaria de aquel período, que se asemejaba a la de países muy subdesarrollados según informes del propio gobierno, que confesaba su impotencia recaudatoria.
Claro, si uno acepta como un dato que la recaudación es baja porque a los contribuyentes no les gusta pagar impuestos, no sólo entra en la lógica del achicamiento permanente, sino que se pone en tela de juicio la propia supervivencia del Estado. No hay ningún país serio donde el Estado se sostenga pasando la gorra y recibiendo contribuciones a voluntad de la sociedad. Uno de los núcleos fundantes de la autoridad estatal es la capacidad para cobrar impuestos, independientemente de la alegría que genere pagarlos. Si el Estado no tiene capacidad de aplicar la ley y cobrar tributos, empieza a dejar de existir.
En el caso argentino, se naturalizó tanto el derecho natural a evadir o eludir el pago de impuestos, como la incapacidad pública para detectar la gran evasión y sancionar a los delincuentes.
La rebeldía fiscal es la culminación del individualismo local: en vez de presionar para que el Estado cumpla sus funciones eficazmente y gaste bien los recursos, la alternativa antisocial es no pagar impuestos y salvarse individualmente. Sólo las clases medias altas y los más ricos pueden hacerlo. Por eso es tan aceptada en el ámbito del debate público la monótona prédica a favor de la reducción del gasto para achicar el déficit.
Lo que está rodeado de silencio, salvo para demandar nuevos recortes, es el tema tributario. Mejor que nadie repare en los gigantescos niveles de evasión impositiva, que superan –siendo conservadores— el 5% del PBI. Hoy tenemos un problema adicional, agregado por la demagogia macrista de sacrificar valiosos recursos tributarios para satisfacer a los sectores propietarios.
Pero si no estuviéramos en esta situación, y se pudieran recaudar 3 o 4 puntos del PBI adicionales aplicando la legislación impositiva vigente, la posibilidad de erradicar la pobreza en nuestro país estaría al alcance de la mano, a condición de que el Estado usara eficiente e inteligentemente los recursos.
La lucha de clases la hacen los ricos
Desde los años '80, el capitalismo ha pasado a la ofensiva. Reagan fue un gran puntal en agrandar el gasto público norteamericano en defensa y achicar el gasto social. La técnica de los conservadores en todo el mundo es sencilla: desfinanciar al Estado, regalándole impuestos a los ricos, para luego descubrir que hay un serio déficit, y terminar teniendo que recurrir a dolorosas medicinas para equilibrar las finanzas públicas, como por ejemplo reducir los fondos que van hacia los sectores más pobres y castigados de la sociedad. Al final de la cuenta, y por medio del Estado, los sectores más prósperos incrementaron su riqueza a costa del derrumbe del nivel de vida de la base de la pirámide social.
En la actual gestión macrista se renunció alegremente a sustanciales ingresos estatales para cumplir con la gran alianza de propietarios que lo llevó al poder, y ahora descubren que tienen un grave déficit fiscal. Si el déficit hacia el final del kirchnerismo se acercaba al 4% del PBI, el macrismo demagógico e irresponsable logró instalarlo en el 7%.
El respaldo del FMI viene a dar una pátina de seriedad seudo técnica a una voluntad de profundizar las políticas redistributivas contra las mayorías por parte de diversas fracciones del capital, utilizando para ello el arma del gasto público.
La novedad es que el FMI desconoce en parte la lógica de repartija de beneficios de la gestión macrista, y con el estilo que lo caracteriza, advierte que se pueden usar las dos partes de la tijera: bajar el gasto, pero también subir la recaudación. Y no cualquier recaudación, sino la que captura ingresos del agro a través de… las retenciones. Se agregó otro invitado a la mesa: en el mediano plazo, el FMI necesita liberar recursos públicos asignados a otras cuestiones, o capturar nuevos fondos, para que los futuros pagos de servicios de la deuda que deba realizar el Estado nacional, o provincial, o municipal, puedan ser realizados en tiempo y forma, sin sobresaltos para los acreedores externos.
Estamos en un momento de puja social en torno a los ingresos y gastos del Estado. Los grandes actores lo entienden perfectamente y las mayorías sociales no.
Muchos ven al Estado muy lejos de sus vidas y de sus problemas. A otros no les importa lo público en general. Y otros participan de la ideología de la cúpula social: cuanto menos impuestos, mejor.
Fue muy ilustrativo del consenso social ver cómo desde el Presidente hasta gobernadores provinciales e intendentes se precipitaron recientemente en una suerte de tormenta de ideas sobre cómo desfinanciar más al Estado, qué impuestos bajar, a qué entradas renunciar. Sin saberlo, todos repiten como loritos la lógica fracasada del ofertismo económico: darle plata a los ricos reduciendo impuestos, que seguro la van a invertir y generarán empleo y riqueza. Al menos en la Argentina, el ofertismo contribuye eficazmente a abultar cuentas en el exterior, sin que se puedan verificar impactos útiles para la sociedad.
El FMI piensa en recaudar más para lograr las metas de reducción presupuestaria. En cambio, los actores locales que conforman este gobierno entienden que lo que han logrado en materia de transferencias a su favor desde diciembre de 2015 es pelito para la vieja. Por lo tanto, nada de aumentar impuestos, todo debe consistir en recortar gastos. Gastos sociales, se entiende. No cierta obra pública que harán con endeudamiento externo, y que cargarán a la cuenta de la sociedad vía abultados pagos a los prestamistas globales.
El FMI tiene menos compromisos internos y se encuentra con aberraciones que no ocurren en los países que son sus principales socios. Entiende que el endeudamiento galopante, los esquemas de atraso grosero del tipo de cambio para frenar la inflación o los irresponsables recortes de impuestos a los ricos tienen límites precisos, que no deben sobrepasarse.
Si existiera un polo social y político alternativo al macrismo, debería intervenir fuertemente en el debate sobre las finanzas públicas, abandonar una actitud de mero rechazo pero sin propuestas, y señalar las grandes posibilidades productivas y sociales que un incremento bien direccionado del gasto del Estado abriría para las mayorías. Además de lo bueno que es prescindir del endeudamiento externo y del yugo de los pagos interminables de intereses.
Llegar al 2019 con las cabezas lavadas por la publicidad neoliberal de la austeridad (de las mayorías) y la convergencia fiscal (ajuste del gasto social) no parece un terreno propicio para proponer un cambio de rumbo a la sociedad.
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