El G20 sin Cristina
CFK aprovechó cada cumbre para expresar una visión propia en defensa del interés nacional.
Cristina Kirchner no asistió a la cumbre anual del Grupo de los 20 que se realizó en Antalya, una bella ciudad balnearia de Turquía, entre el 15 y el 16 de noviembre de 2015, seis días antes de que el voto de una exigua mayoría de los argentinos ungiera a Mauricio Macri como su sucesor. Y tampoco viajó a Brisbane, en Australia, para la cumbre del año anterior porque una enfermedad se lo impidió. En ambas ocasiones, la Presidenta eligió a su “mejor asesor” y “mano derecha”, el ministro de economía Axel Kicillof, para que representara a nuestro país en su lugar. La elección da cuenta de la confianza y estima profesional que le merecía el funcionario escogido y ratifica que no le resultaba indiferente el papel de la Argentina en el G20.
Antes de esas dos faltas, Cristina había participado como jefa de estado o Presidenta electa en todos los cónclaves de los líderes de los países que integran el G20 realizados desde el debut de ese foro mundial en 2008: Washington aquel año inaugural, Londres y Pittsburgh en 2009, Toronto y Seúl en 2010, Cannes en 2011, Los Cabos en 2012 y San Petersburgo en 2013. Angela Merkel, de Alemania, y Recep Erdogan, de Turquía, son los únicos otros dos mandatarios retratados junto a Cristina en todas las fotos de familia que ilustran el final de cada uno de esos encuentros. Los nombres de los demás líderes que posan sonrientes a su lado en aquella primera cita de Washington delatan la longevidad de la ex Presidenta en el escenario internacional: el italiano Berlusconi, el chino Jintao, el francés Sarkozy, el ruso Medvedev, el británico Brown, el mexicano Calderón, el estadounidense Bush. Ninguno permaneció en el poder los seis años adicionales necesarios para fotografiarse con Kicillof en Australia, y sólo Cristina, entre todos esos líderes, otrora rutilantes, conserva viabilidad política, al punto de que ya nadie descarta la posibilidad que ella sea uno de los veinte jefes de estado que viajen a Riad, la capital de Arabia Saudita, para la cumbre de 2020.
Seguramente Cristina nunca se hizo demasiadas ilusiones acerca de la firmeza del compromiso de las grandes potencias con la agenda de “reformas necesarias de los sistemas financieros mundiales” o su voluntad de “reformar exhaustivamente las instituciones de Breton Woods”, concediéndole a “las naciones emergentes y en vías de desarrollo más voz y representación”, que se anunciaron en la declaración conjunta rubricada por las naciones del G20 en 2008, en Washington. Pero tampoco dudó de la relevancia para nuestro país de pertenecer a un club cuyos miembros representan el 85% del producto bruto global y el 75% del comercio internacional. Su presencia en Corea, dos semanas después de la muerte de Néstor Kirchner, además de revelar el temple y el sentido de la responsabilidad que caracterizaron sus dos mandatos presidenciales, confirma la importancia que le asignaba a esas citas periódicas con sus pares. Por eso aprovechó cada cumbre para expresar una visión propia en defensa del interés nacional, consolidar un frente común con Brasil mientras lo gobernaron Lula da Silva y Dilma Rousseff, bregar por el tratamiento de cuestiones incómodas pero ineludibles, y fortalecer vínculos con otros países emergentes tradicionalmente descuidados por la diplomacia argentina. Nunca rehuyó el conflicto cuando la ocasión lo justificó, aún a costa de testear la paciencia de sus colegas más pesados (en todas las acepciones del término).
Como explica Cecilia Nahón, ex embajadora de nuestro país en los Estados Unidos, en un artículo notable publicado el domingo pasado en el Cohete (https://www.elcohetealaluna.com/el-frio-corazon-del-g20/), la estrategia diplomática desplegada por Cristina, en alianza con otros países emergentes, influyó decisivamente para que el G20 debatiera y reflejara en sus documentos algunos temas fundamentales: el impacto nocivo de los litigios impulsados por los fondos buitre sobre los procesos de reestructuración de deuda soberana, el rol clave de las guaridas fiscales en la evasión impositiva, la falta de imparcialidad de las agencias calificadoras de riesgo, y la importancia de impulsar políticas de protección laboral e inclusión social.
No hace falta esperar a que el Presidente Macri pronuncie sus primeras palabras como anfitrión de la nueva cumbre del G20, que comenzará el próximo viernes en Buenos Aires, para confirmar el giro copernicano que su presidencia le ha impreso a la participación de la Argentina. La aceptación sumisa de un rol subalterno y el alineamiento disciplinado con la agenda neoliberal informan la elección de las tres prioridades políticamente correctas escogidas por el gobierno de Macri para la cumbre porteña, una elección que los procedimientos del G20 le conceden al país anfitrión: mejorar el sistema educativo para capacitar a las personas para los desafíos tecnológicos del trabajo en el siglo XXI, potenciar la inversión en infraestructura para promover el desarrollo y mejorar la productividad de los suelos para lograr un futuro alimentario sostenible. Hay que ser muy desalmado para no aplaudir fines tan nobles; cuesta un poco más justificar los medios que se sugieren para alcanzarlos. Por ejemplo, la “visión de la Presidencia Argentina” expresada en el sitio oficial del G20 explica que para impulsar la infraestructura para el desarrollo se necesita “movilizar la inversión privada… aprovechando que “bancos e inversores alrededor del mundo disponen de 80 billones de dólares en activos, generalmente con bajos rendimientos”. El fracaso de los proyectos de participación público-privada (PPP) viales licitados por el gobierno en junio porque los consorcios empresarios internacionales no consiguen la financiación comprometida, ni aún ofreciendo el doble de los “bajos rendimientos”, expone la miopía de esa visión tan naif como interesada.
Si queremos elevar la vista, empecemos por comprarle en la próxima elección un pasaje a Riad a la chica que nos sigue gustando o a alguien que comparta su manera de mirar el mundo.
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