El frío corazón del G20
Sin nada de latinoamericano, el G20 se reúne en una región desunida y dominada
Un año atrás, al inaugurar con bombos y platillos la presidencia argentina del G20, el Presidente Macri se entusiasmó: “Queremos ser la expresión de toda una región, no sólo de nuestro país”. Esta supuesta vocación latinoamericana fue luego acompañada por una narrativa de intenciones nobles sobre la contribución argentina al G20: “Liderar el G20 con las necesidades de la gente en primer plano”, “promover consensos para un desarrollo equitativo y sostenible”, “alcanzar un G20 que aporte al mundo y a la humanidad”. Pero a pocos días de la Cumbre de Buenos Aires, donde se reunirán a puertas cerradas los mandatarios de las principales economías del mundo, todo indica que el encuentro tendrá poco de consenso, menos de humanidad y, tristemente, nada de latinoamericano.
Dos tempranas decisiones de la Argentina en el G20 dejaron de manifiesto su escasa orientación regional. Primero, la fecha elegida para la cita restringe la participación de México, ya que la segunda jornada coincide insólitamente con el día del traspaso presidencial entre Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cuya ceremonia tendrá lugar, como cada seis años desde hace ocho décadas, el día 1° de diciembre. Este desatino al fijar la fecha podría incluso vaciar el segundo día de la cumbre, si los mandatarios del G20 aceptan la invitación de AMLO a la Ciudad de México (el propio Donald Trump coquetea con la idea). En segundo lugar, apartándose de la práctica habitual del G20, la Argentina eligió solamente a un país de la región (Chile) como país invitado a la cumbre, reservando el otro lugar disponible para el país de la Reina Máxima (Países Bajos), aun cuando las naciones europeas están sobre-representadas en el G20. Como antecedente, México había invitado a dos socios regionales (Chile y Colombia) cuando ejerció la presidencia del foro en 2012.
Una década después de la primera “Cumbre de Líderes” convocada de urgencia por el Presidente Bush en Washington, el G20 desembarcará por segunda vez en América Latina, pero ahora en un momento de debilidad, fragmentación y pérdida de autonomía de la región.
A contramano de su declamada inclinación latinoamericana, el Presidente Macri ha sido un activo promotor de la desintegración regional: fue uno de los artífices del vaciamiento de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), maniobra como alfil de Washington en la Organización de Estados Americanos (OEA), ignora la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y redujo el MERCOSUR a una plataforma para intentar sellar un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea.
Sin agenda regional
Hoy no hay una agenda latinoamericana para el G20 así como tampoco la hay para las Naciones Unidas, como quedó cristalizado en dicho organismo con la alta dispersión del voto regional en la condena a Estados Unidos por reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel. (Diez países de la región votaron a favor, dos en contra y ocho se abstuvieron). América Latina alojará al G20 desunida y, previsiblemente, dominada. Los tres países de la región que integran el foro se han transformado en meros seguidores de la tríada de desregulación, financierización y liberalización que anida hasta ahora en el frío corazón del G20. Sin una agenda regional propia ni vocación de influir sustantivamente en las posiciones del grupo, los gobiernos latinoamericanos se han limitado a observar con impotencia las disputas hegemónicas en marcha. La visión subyacente es que conviene aceptar “las cosas como son” ya que, en definitiva, otorgar concesiones a los poderosos (Trump, Wall Street, las grandes corporaciones, el empresariado local) sería la mejor estrategia para salvaguardar los intereses propios.
En contraste, entre 2008 y 2015 la Argentina y Brasil actuaron en el G20 como aliados estratégicos, amplificando su gravitación como voces latinoamericanas e impulsando una serie de reformas del status quo global. No fue azar, sino la proyección de una política exterior centrada en la integración regional. Aunque dicha alianza no incluyó plenamente a México —país que jerarquizó en el G20 su alineamiento con Estados Unidos— sí involucró coaliciones flexibles con esta y otras economías emergentes para impulsar posiciones de la región. Los países del Cono Sur pujaron en el G20 por políticas contracíclicas para enfrentar la crisis, por la reforma de los organismos financieros internacionales, por la lucha contra las guaridas fiscales, por un sistema de comercio multilateral balanceado que garantice a los países en desarrollo sus legítimos espacios de política, por políticas de protección laboral e inclusión social y por políticas de endeudamiento soberano sustentables. Hubo logros diplomáticos significativos, como el reconocimiento del G20 en 2014 y 2015 de la necesidad de enfrentar de manera sistémica la litigiosidad provocada por los fondos buitre en las reestructuraciones de deuda soberana.
Quizás la ruptura más significativa en el posicionamiento de la región en el G20 es el giro, especialmente de la Argentina y Brasil, desde una posición marcadamente crítica y con vocación transformadora de aquellas reglas injustas del sistema financiero y comercial internacional (rule-challenger) hacia la visión de complacencia y mera subordinación a las reglas neoliberales que prima hoy (rule-taker). Se dilapida así uno de los pocos atractivos de ser anfitrión del G20: la oportunidad de terciar en la agenda global impulsando prioridades e intereses propios del país y sus socios de la región.
Las grietas del G20
En realidad, bien vista, la actual posición latinoamericana en el G20 encubre algo más: la profunda desconexión entre las consignas vistosas —y vacías— impulsadas en dicho foro y las duras realidades de nuestra región. Esta grieta se manifiesta en las tres “prioridades” planteadas por la Argentina en el foro. Mientras se propone allí un debate sobre el “futuro del trabajo”, simulando estar a la vanguardia de las nuevas olas tecnológicas y sus implicancias educativas, el Presidente Macri degradó recientemente el Ministerio de Ciencia y Tecnología, redujo el presupuesto educativo en 10% para 2019 —adicionalmente al ajuste del 20% ya acumulado en su gestión— y fue destinatario de una carta firmada por 20 premios Nobel que advierten que el sistema científico argentino está al borde del colapso. Es también sorprendente que el gobierno nacional impulse en el G20 el compromiso con la “infraestructura para el desarrollo” mientras celebra un presupuesto nacional que contempla el año próximo una caída adicional de 31% en la inversión pública, incluido un recorte de 70% en infraestructura escolar. Y respecto de la tercera de las prioridades argentinas para el G20, aquella de “un futuro alimentario sostenible”, la ONU acaba de publicar un informe que revela que el número de personas subalimentadas —con hambre— en nuestro país aumentó nuevamente hasta afectar a 1,7 millones, mayormente mujeres y niñxs.
La grieta entre las declaraciones altisonantes del G20 y las políticas realmente existentes también se verifica en el caso de Brasil: Temer reafirmará en Buenos Aires su supuesta vocación por las políticas inclusivas y la igualdad de género, mientras en su país la tasa de mortalidad infantil aumentó por primera vez desde 1990, hubo 1.133 femicidios en 2017 y el Presidente electo Jair Bolsonaro excluyó a las mujeres de su equipo de transición de 27 miembros y exhibe impunemente posiciones misóginas que anticipan un recrudecimiento de la violencia contra las mujeres y la comunidad LGBTI. En cuanto a México, el próximo gobierno de AMLO ha generado expectativas positivas en materia de inclusión social, y cautivó al conformar un gabinete con paridad de género, aunque aún es temprano para conocer si cumplirá sus promesas en un país que este año alcanzó el récord de trabajadores en la informalidad (57% de la población ocupada) y el récord de periodistas asesinados en un sexenio (55 en total).
¿Qué hacer?
Según Oxfam, el 82% de la riqueza mundial generada durante 2017 fue apropiada por el 1% más rico de la población mundial, mientras el 50% más pobre –3.700 millones de personas– no se benefició en lo más mínimo de dicho crecimiento. Frente a esta realidad, en la declaración del G20 suscripta en Hamburgo en 2017 los mandatarios tuvieron que reconocer que “los beneficios del comercio internacional y la inversión no se han compartido lo suficiente” y se comprometieron a trabajar por un “crecimiento inclusivo”, “comercio inclusivo”, “globalización inclusiva”, “desarrollo inclusivo”, “inclusión financiera”, e “inclusión de las mujeres y niñas”. En total, la palabra “inclusión” se menciona 21 veces en dicha declaración.
Sin embargo, estas declaraciones loables no se han traducido en políticas consistentes que favorezcan una mejor distribución del ingreso y la riqueza. Al contrario, en muchos países del G20, como en nuestra región, se promueven programas económicos de ajuste (mal llamados de “austeridad”) que agravan todas las dimensiones de la desigualdad y provocan menos, no más, inclusión. Por más globos amarillos que se inflen, es imposible disimular que la agenda del G20 transcurre por carriles disociados del actual estancamiento económico, retroceso social y fragilidad democrática que aqueja, con matices y excepciones, a nuestra patria grande. América Latina no sólo es la región más desigual del mundo sino también la que menos crece, con una proyección para 2018 de tan solo 1,2% (un cuarto del promedio de las economías emergentes), que en el caso de la Argentina es de -2,6% (y de 1,4% para Brasil y 2,2% para México). Este estancamiento económico se retroalimenta peligrosamente con la debilidad del estado de derecho y la persecución y violencia políticas en América Latina, que en 2017 se cobró la vida de al menos 212 defensores de derechos humanos. El triunfo del militarista Bolsonaro en Brasil elevó al máximo la alarma por el auge del autoritarismo en la región.
De cara a la inminente Cumbre de Buenos Aires, es hora de que los líderes del G20 abandonen los dobles discursos y las declaraciones cosméticas en favor de políticas redistributivas que verdaderamente favorezcan a las grandes mayorías. Un G20 alternativo implicaría apartarse de la tríada de desregulación, financierización y liberalización que hoy vuelve a recorrer América Latina. Frente a la escalada de guerras comerciales, liderazgos neofascistas y una nueva burbuja financiera, es urgente avanzar hacia un nuevo multilateralismo que jerarquice el desarrollo nacional y sirva a los intereses regionales sobre la base de los valores de solidaridad, democracia e igualdad. Si, en cambio, el G20 se aferra al status quo, estará condenado a quedar atrapado en sus propias grietas o, peor, en la intrascendencia.
Economista, ex embajadora argentina en Estados Unidos.
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