El fin del mundo

De homofobia, masculinidades y mandatos perversos

 

Quien conozca a Cristian Alarcón, el periodista y escritor de obras como Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y El tercer paraíso, director de revista Anfibia, sabe de sus dotes performáticas, histriónicas, sobre todo cuando da clases de periodismo. La actriz y directora Lorena Vega, una de las voces más interesantes del teatro en los últimos años, captó esa habilidad casi de standapero, y convirtió un trauma de su infancia, las inyecciones que recibió de niño durante dos años para masculinizarlo, en un biodrama con dosis de humor, impacto, sensibilidad e investigación periodística: detrás de su caso, Alarcón está en un proceso de compilar otras historias con una mirada hacia la historia de la ciencia que llega a la política y la dimensión del horror de los experimentos, como los del nazismo.

Testosterona, obra de teatro que se estrenó hace unos meses y sigue en cartel en el teatro Astros de calle Corrientes, es interpretada por Cristian Alarcón con el rol secundario del bailarín y actor Tomás De Jesús, la dirección de Lorena Vega, la dramaturgia compartida entre Alarcón y Vega, y la música de Sebastián Schachtel. Bajo una estructura tubular con pantalla de cuadrículas de fondo, hay una mesa pequeña con computadora en el lateral izquierdo y otra mesa grande cerca de proscenio. Cristian Alarcón se para en el centro. Y dice, en la apertura: “Crecí con mi madre repitiendo: esto es el fin del mundo. Cada evento trágico en la familia, el fin del mundo. En su jardín se vuelan con el viento del valle todos los pétalos de sus rosas, el fin del mundo. Un hombre abandona a su mujer, el fin del mundo. Una mujer a un hombre, el fin del mundo. Su hijo mayor gay, el fin del mundo”.

 

Tomás de Jesús, Cristian Alarcón y Lorena Vega. Foto: Alejandra López.

 

En casi una hora y media, la obra “empuja los bordes conocidos de las representaciones de no ficción: es teatro, es danza, es performance, es biodrama, es videoarte, es universo sonoro”, anuncia el programa de mano. La historia de la hormona se cruza con videos catástrofe en la pantalla gigante, con Alarcón preparando materiales de jardinería yendo del idioma náhuatl y la Dalia azteca al jardinero francés Gilles Clément, de preguntarse “¿cómo era yo antes de las inyecciones?”, con una foto de niño que conduce a su familia exiliada de Chile a la Patagonia argentina durante la dictadura de Pinochet y el día bisagra en el que se atrevió a probarse el camisón largo de su madre. “Se abrió la puerta del cuarto y quedé petrificado de vergüenza. Mamá me miró como quien mira al asesino que está junto al cadáver ultimado a cuchilladas. Gritó, gritó como si hubiera visto algo peor que todo lo que había visto en su vida y eso que vio muchas cosas. Pensé: no es para tanto. Pensé: ahora me mata. Empezó a perseguirme por toda la casa”, recrea Alarcón mientras por el parlante se escuchan los sonidos del Falcon de su padre, las llaves y el caminar de los tacos.

 

Foto: María Arnoletto.

 

“Soy un hablante rizomático. No soy actor. Es la primera vez que estoy en un escenario. Me duele la cintura, en los últimos dos meses aumenté cinco kilos, algunas personas me escuchan hablar y me dicen que seseo. Aunque cada vez podría contar mi historia de una manera distinta, esta historia la escribí. Por eso si me equivoco o hay algo que no recuerdo de lo que escribí, él me va a corregir”, dice en otro fragmento de Testosterona, donde va de Alexander Von Humboldt, el volcán Chimborazo, la abuela Aura a la primera vez que clavaron la aguja en su cuerpo dentro de “una habitación celeste, cuadrada, como una piscina a la que han vaciado de agua hace mucho tiempo”.

¿Cuáles fueron las consecuencias de largo plazo sobre los niños inyectados con testosterona? Allí la performance de Alarcón entra en un plano científico –desde el tamaño de sus huesos a su alta tolerancia al azúcar y la imposibilidad del llanto– e indaga las construcciones culturales sobre lo que es masculino y lo que es femenino. De lo íntimo a lo social, de lo familiar a lo cultural, Testosterona arroja tres hipótesis sobre sus usos actuales: los varones que piden testosterona para poder subir la libido, los tratamientos para mujeres que transicionan a varones, o sea, varones trans, y los que lo usan para darse vigor pero no para masculinizarse. “Y en eso todos los médicos coinciden: la testosterona aporta una profunda sensación de bienestar”, concluye Alarcón con un Negroni en la mano, y poco tiempo después habla de su fascinación por Rodolfo Walsh, Operación Masacre –y su símbolo performático: el sobretodo–, baila con Madonna de fondo y cuenta su despertar sexual con hombres en las discotecas del circuito nocturno de Buenos Aires durante los ‘90.

“¿Por qué fuimos inyectados los niños maricas en los años ‘70?”. La pregunta retumba en el centro del escenario, esta vez poniendo sobre la mesa el discurso homofóbico, aquel que hasta no hace mucho tiempo creyó que los homosexuales eran “gente enferma a corregir”, cuando la OMS consideraba a la homosexualidad dentro de la lista de enfermedades. “Como les decía, todavía tengo muchas preguntas que no he podido responderme. En las últimas semanas me enteré de dos novedades: el caso de Colombia, donde están haciendo una campaña para sancionar una ley que prohíba los tratamientos de conversión. Y el de Inglaterra, donde descubrí que las organizaciones LGBTIQ de Londres tienen una línea 0800 para que las personas que fueron víctimas de tratamientos de conversión de la masculinidad hagan sus denuncias”, se explaya el periodista y escritor sentado sobre una mesa, en el que oficia el papel del cronista que devela una trama oculta.

Alarcón investiga las masculinidades con testimonios médicos y de otros profesionales de la salud, dice que en los últimos meses se cruzó con varios y dialoga con las nuevas nociones de futuro en tiempos de sensibilidad cyborg. “Entre el gran trauma universal en el holocausto y este pequeño trauma de un niño patagónico creo haber descubierto una delgada línea invisible: la del mandato masculino de la reproducción”, sintetiza. Testosterona es una obra inconclusa que yuxtapone el periodismo y la performance, de notable factura estética entre la historia personal y la ciencia, el dolor y la reparación, la crueldad y el arte, la emoción y el pensamiento, el discurso médico y los mandatos familiares y culturales de masculinidad.

 

 

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