El fin de la mentira
El futuro del fotoperiodismo
Aturdido de escuchar sobre los millones de apestados, contagiados, muertos y recuperados, ver infografías sobre las zonas más calientes de la pandemia en el mundo, curvas demográficas con evolución de contagios más y menos empinadas y aumento geométrico de casos en las villas, todo mezclado con convocatorias a manifestaciones contra el comunismo fracasadas por falta de comunistas a la redonda, economistas del gobierno anterior dando consejos después de habernos dejado una deuda cuya cifra tiene tantos ceros que en un momento ya no distinguimos si se tratan de dólares o fallecidos, porque en un click de control remoto pasamos de los infectados en geriátricos al almuerzo de Mirtha y de la obscenidad de una Patricia Bullrich a la llama que trajeron de la puna para probar sus anticuerpos como tratamiento del coronavirus… Así, en ese estado, digo, salí a la calle a vacunarme después de muchísimos días de aislamiento completo en casa, tal como es menester en este tiempo.
Prevenido como un clásico integrante de la clase a la cual pertenezco, partí provisto de barbijo, guantes, parabrisas panorámico clavado en la frente, alcohol en gel en un bolsillo, llaves en el otro, tarjeta de débito en un tercero, birome para no firmar tickets con la misma que tocan todos en los negocios en un cuarto y celular envuelto en plástico para ser usado sólo en caso de urgencia ya que lo contrario me obligaría a sumergirlo en alcohol a mi vuelta mientras vería diluirse en ese líquido WhatsApp, mails y números de seres queridos que –por qué no decirlo– igual son ya casi una sombra de virtualidad etérea en mi teléfono. A este sistema, cuidadosamente preparado, para evitar todo contacto con el mundo infectado, se sumaba una vestimenta integrada por la ropa más vieja que encontré, para ser lavada casi hasta su desintegración en cuanto volviera a mi casa, donde había preparado un sistema completo de lavado de virus: trapo de piso con lavandina en la entrada y un rociador con alcohol al 70 % en una mesa aledaña para fumigar las eventuales compras con las que me tentara en el camino. El operativo “barrera sanitaria infranqueable” estaba en marcha.
Sartenazo en la nuca. A las pocas cuadras de caminata, tomando distancia de todo ser humano con el que nos cruzábamos, mirándonos a los ojos como si viéramos acercarse al mismísimo demonio, me encontré dos inmensos paquetes tirados en la estrecha vereda que corre bajo el puente de Paraguay y Juan B. Justo. Me fue difícil al principio identificar a los dos jóvenes que yacían dentro de esas bolsas de nylon, envueltos en trapos viejos, bolsas varias y una serie de trastos de entidad indefinible, enmarcados con las hojas del otoño que acaba de estallar.
Desperdicios humanos, basura descartada, no se me ocurre otro nombre para esta vergüenza argentina a la cual nos hemos acostumbrando de a poco en los últimos años y que hoy adquiere un dramatismo muchísimo mayor por el riesgo que significa la falta de posibilidades en medio de esta pandemia. Absolutamente desguarnecidos de un sistema de salud apropiado y carentes de cualquier protocolo sanitario que los defendiera del virus, allí estaban, tal como siempre estuvieron durante estos años, sólo que ahora teniendo que soportar, no sólo las inclemencias del tiempo, sino la lluvia de coronavirus que el desamparo de la calle les arroja en las narices diariamente. Tal como le hubiera pasado a cualquiera, mi reacción fue sortearlos para evitar cualquier contacto.
La pandemia está barriendo con muchas cosas que parecían inamovibles y sacude día a día maneras de vivir cuya modificación era impensada hace solo semanas. Pero quizá, el cambio más profundo sea haber puesto de manifiesto que el miedo es mucho más fuerte que cualquier fe y, por ende, que la realidad es hoy lo único que verdaderamente cuenta. Lo abstracto está siendo rápidamente reemplazado por lo concreto y esa especie de muerte de Dios (al decir de Guillermo Saccomanno), representada como nunca antes por la fotografía del Papa dando la misa solo en Piazza San Pietro, es también el comienzo de la disolución de todo lo simbólico. Ya nadie sería capaz de besar los pies de Cristo, las páginas de la Torah, lavarse la boca con el cuenco budista o reclinarse en una alfombra donde ya otro se hincó para rezarle a Mahoma, si pensáramos que esos pies de Cristo, las páginas de La Torah, el cuenco de Buda o la alfombra musulmana pudieran estar infectados con el virus que hoy nos atemoriza a todos. Quizá por eso ya no están en Piazza San Pietro los fieles que fotografié hace justo cuarenta años llorando y rezando de rodillas el día que Mehmet Alí Agcá atentó contra Juan Pablo II. No están los coreutas de la fe y de la sumisión a lo irreal. Simplemente, no hay nadie. Solo el miedo a la muerte y un Papa que cada día se vuelve más realista y critica la miseria y la avaricia económica como símbolo de época, más que preocuparse por cuestiones teológicas como el temor a Dios. Hoy todos coincidimos que la ciencia –vieja dueña de certezas– es mucho más confiable que la fe para la solución de esta pandemia. Hasta el Papa parece haber perdido la fe en lo abstracto. Es que, en un mundo de urgencias, lo simbólico pierde cada vez más valor frente a la realidad. Hoy es más confiable el alcohol en gel que cualquier promesa de vida eterna.
Alejandro Urdapilleta, en un monólogo inolvidable de la obra La Carancha, protagonizada junto a Humberto Tortonese en los años '90, desnudó la mentira que flotaba en aquella época sobre los políticos neoliberales y registró para la historia un texto que hablaba del fin del tiempo de la mentira. Es con ese mismo ánimo que podemos analizar las fotografías de los mendigos que ilustran esta nota. Esas no son sólo imágenes. Son retratos de seres humanos reales, tirados en la calle y expuestos a la peste, a la muerte, o a algún camión de limpieza que pudiera confundirlos con basura. Esa en la que esos deshechos humanos se han ido convirtiendo de a poco hasta llegar a ese último escalón de la escala social en el que finalmente se refugiaron buscando un postrero lugar de pertenencia. Un sitio ignominioso que, a pesar de lo humillante, les crea cierta entidad por oposición al orden social establecido. Que los saca, de algún modo y por contraste, de la anomia en la que los oculta una sociedad de clases educadas en la construcción simbólica de conciencias más que en el contacto con el mundo verdadero.
Buena parte de la humanidad se encuentra hoy sumergida en ese universo simbólico, es cierto. Nos pasamos el día recibiendo mensajes, videos, emoticones y hasta bendiciones por internet, que es más o menos como comerse un pancho por WhatsApp. Hoy, la idea platónica de Demiurgo está más presente que nunca en la vida cotidiana y el mundo real ha perdido terreno frente al virtual. Nos vemos a través de redes invisibles y nuestros congéneres empiezan a volverse poco a poco como sombras platónicas en los teléfonos. Asumimos como un hecho natural, por ejemplo, que para llegar hasta nosotros, nuestros amigos se vuelvan primero algoritmos en sus celulares y luego ondas aéreas, para transformarse finalmente en Valeria, Liliana, Mercedes o Luis en mi teléfono. De ese modo, el mundo concreto parece haber adquirido una dimensión cada vez más irreal y la construcción imaginaria de sentido ha tomado prevalencia frente a los hechos de carne y hueso.
Pero la pandemia parece estar desterrando muchas mentiras y nos ha atado, como nunca, a la realidad. Los hechos asociados a este tiempo tienen una dosis de verdad cada vez más despojada de abstracción. Queda ahora preguntarse cómo reaccionará a estas dos realidades contrapuestas el arte y especialmente la fotografía, poseedora de una capacidad de constatación superior a otras artes. ¿Qué nueva época le espera a esta herramienta de inspección del mundo en medio de estos cambios? ¿Se pondrá más abstracta de lo que ya viene siendo en los últimos años, o sacará a relucir su esencia testimonial? Imagino que, tal como sucede en este tiempo de pandemia con la fe o lo simbólico que se van transformando frente a la contundencia de verdades concretas, el concepto de arte como representación vacua, sólo funcional al mercado que hoy lo rige, se deshilachará también de a poco. Con la misma fuerza con que la peste trastocó el valor de algunas cosas y puso lo verdaderamente importante por delante de lo superfluo, el arte hará también su propia limpieza. Y en poco tiempo ya nadie intentará hacernos comer vidrio, fotografiando peras congeladas para representar desapariciones. Bastarán para ello los testimonios fotográficos de la época. Habrá entonces una fotografía nueva en este mundo nuevo que surgirá. Imágenes asombrosas que mostrarán el miedo en los ojos y las nuevas verdades que aparezcan a la vista. Se impondrán también nuevas maneras de comerciar arte, diferentes a las existentes. Nuevos modos para que un artista se gane la vida. Quizá más comunitarias. Tal vez más compartidas.
A pesar de los sistemas simbólicos que nos rodean cotidianamente, vamos hacia una valoración cada vez más profunda de lo verdadero. La estética del arte acompañará esa tendencia, estoy seguro. Y la fotografía también. Desparecerá lo inútil y caerá el valor de las imágenes artificiales y la afición áulica por obras conceptuales inexplicables. Se terminarán las peregrinaciones sumisas de fieles a galerías que exponen un arte tan críptico como mudo. Y ya no habrá minuto que perder para retratar el mundo nuevo que renacerá, después de este shock de realidad que nos está inyectando esta peste, con más verdad que nunca. El planeta se llenará de nuevos sentidos, de nuevas maneras de vivir y de nuevas imágenes que habrá que registrar a través de nuevas fotografías.
En los últimos cinco siglos se torturó en nuestra patria en nombre de un símbolo abstracto: Dios. Aztecas, incas, tehuelches, ranqueles, mapuches, pilagás, wichis, tobas, guaraníes y hasta jóvenes contemporáneos arrojados de los vuelos de la muerte sufrieron las consecuencias de la imposición de ese y otros fanatismos, que tenían en común la negación de la realidad y la imposición de conceptos, sobre verdades. Después, algunos pidieron perdón, demasiado tarde para volver a nadie a la vida. ¿Pediremos también nosotros perdón cuando sea tarde para esos paquetes? Porque lo que hay allí dentro es gente verdadera. ¿Podrá nuestra afición por la abstracción impedirnos ver que en esas bolsas duerme gente con los mismos dolores, las mismas esperanzas y los mismos sueños de todos nosotros? La respuesta está cosida a esta foto. Como dijo Urdapilleta: “Se terminó el tiempo de la mentira”. Y también el general –filósofo al fin– que hace mucho lanzó un apotegma justo para este tiempo: La única verdad es la realidad.
Yo creo en una fotografía que sea capaz de trasmitir al corazón, con forma de arte, esa realidad que está frente a nuestros ojos.
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