Brasil atraviesa una grave situación política, no fácil de comprender. El centro del problema parece ser el propio Presidente Jair Bolsonaro. Su liderazgo y su capacidad de conducción política andan a los tumbos. Y su pésimo tratamiento de la pandemia causada por la Covid-19 lo ha puesto contra las cuerdas.
Bolsonaro llegó a la presidencia con el apoyo de una poderosa convergencia tetralateral formada por un grupo de medios, los militares, dos importantes partidos –el Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB) y el Movimiento Democrático Brasileño— y por Estados Unidos, que movió sus hilos a través de su embajada, de su Departamento de Justicia y del Comando Sur, entre otros canales. Como es sabido, esta entente operó la destitución de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula Da Silva, con el fin de instalar un Presidente que no fuera del Partido de los Trabajadores en las elecciones generales de octubre de 2018.
Así ganó Bolsonaro, que fue un candidato de ocasión. En el podio, al inicio de aquella maniobra, se encontraban Aecio Neves y José Serra, ambos del PSDB. Pero por sospechas de corrupción el primero y de salud el segundo ambos quedaron fuera del juego.
Bolsonaro se retiró del Ejército con el grado de capitán, a raíz de un proceso en su contra que se sustanció en sede militar, en 1988. Ese mismo año fue elegido concejal por Río de Janeiro y dos años después diputado federal, cargo que mantuvo hasta 2018 debido a sucesivas reelecciones. Su pequeño partido sólo tuvo personería en el Estado carioca. Su actividad parlamentaria de 28 años fue muy escasa en iniciativas y proyectos. De extrema derecha y de coloratura nacionalista vaga, recalcitrante y reaccionaria, su bagaje ideológico quedó claramente en evidencia cuando en el impeachment a la Presidenta evocó elogiosamente al coronel Carlos Brilhante Ustra, torturador de Dilma Rousseff. Curiosamente esto le dio impulso y ganó una presencia mediática que contribuyo fuertemente a que se convirtiera en candidato.
Ya como Presidente, continúo el viraje iniciado por su antecesor, Michel Temer, caracterizado por el abandono de la línea general de “autonomía estratégica no confrontativa” inaugurada durante la última dictadura militar por el general Ernesto Geisel que, tanto en el plano del desarrollo económico cuanto en los de la diplomacia y lo estratégico-militar, fue sostenida de un modo u otro por los gobiernos democráticos, bajo la atenta mirada de los uniformados de entonces.
Bolsonaro incorporó a un acérrimo neoliberal, Paulo Guedes, como Ministro de Economía, quien no tuvo empacho en persistir con la “apertura al mundo” de su país. Mantuvo también el Programa de Desestatización iniciado por Temer y licitó, con fuerte participación de empresas transnacionales, la explotación petrolera del pre-sal entre otras decisiones. Convocó como canciller a Ernesto Araújo, funcionario que no había alcanzado aún el nivel de embajador, para que condujera Itamaraty siguiendo aquel rumbo desautonomizador, ante el asombro de no pocos diplomáticos. Y mantuvo también el camino de reasociación de las Fuerzas Armadas brasileñas con las norteamericanas, que ha alcanzado ya importantes resultados: la incorporación del general Alcides Faría Junior al Comando Sur como Subcomandante de Operabilidad, y la designación de Brasil como aliado extra-OTAN, entre otros hechos relevantes recientes.
De entrada, Bolsonaro llenó de militares su gabinete, lo cual fue en cierta medida una sorpresa. El general Hamilton Mourao había sido su compañero de fórmula y fungía como Vicepresidente. Pero además, el ministro de Defensa, el de Minería, el de Ciencia y Tecnología y el de Infraestructura eran hombres de armas. Como así también el Jefe de Gabinete de Seguridad, el Secretario de Gobierno, el de Asuntos Estratégicos y el de Comunicación Social (todos estos con rango de ministros).
Con sus más y sus menos, todo iba en línea con lo planeado por la convergencia tetralateral que promovió el derrumbe del PT.
Pero poco a poco su gestión se fue complicando. La intolerancia, la necedad, la falta de tino, la chabacanería y la irresponsabilidad del Presidente comenzaron a sembrar estupor. Se dio el lujo, por ejemplo, de maltratar a Brigitte Macron y a Michelle Bachelet. De no controlar sus reiterado exabruptos, de regodearse con la inconsistencia de sus ministros Guedes y Araújo. De mal llevarse con su Vicepresidente e incluso de pelearse con los militares, como ocurrió, entre otros, con los prestigiosos generales Augusto Heleno y Carlos dos Santos Cruz, que abandonaron sus cargos en el gabinete. (Conocí a los dos en Haití, donde fui embajador entre 2005 y 2008; ellos fueron, en distintos períodos, comandantes militares de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití/MINUSTAH; ambos muy buenos profesionales). Todo lo cual redundó en un desgranamiento parcial de la entente que inicialmente lo había promovido y sostenido.
La llegada del coronavirus extremó las tensiones. Bolsonaro ninguneó de entrada a la pandemia, a la que calificó de “gripecinha” y la dejó avanzar sin tomar iniciativa alguna. Esta retrógrada actitud lo condujo a malquistarse con 24 de los 26 estados que tiene Brasil y a sostener un duro enfrentamiento con su Ministro de Salud, Luiz Mandetta. Los uniformados, que han venido acumulado bilis por el maltrato recibido, que no están de acuerdo con la displicencia presidencial y le adjudican a la pandemia la relevancia que efectivamente tiene, tomaron la decisión de intervenir: el intento presidencial de despedir a Mandetta había colmado el vaso.
En la semana que acaba de terminar circuló, en diversos medios locales, la novedad de que se había formado un grupo o comisión que tendría la misión de poner en caja los desatinos bolsonarianos. Algunas versiones indicaban que se circunscribiría a la cuestión de la pandemia y mencionaban que, además de los uniformados, participaba en ese agrupamiento un miembro del Supremo Tribunal Federal (equivalente a nuestra Corte Suprema) y los presidentes de ambas cámaras legislativas federales. Otras decían que su propósito era más amplio y que la integraban solamente militares. Prácticamente todas coincidían en que el general Walter Braga Netto, Secretario de la Casa Civil (con rango de ministro) funcionaría como un “presidente operacional”.
En su edición del 8/07/20, el Jornal do Brasil informó que con el apoyo de la sociedad, del Supremo Tribunal Federal, del Congreso y del Vicepresidente, Mandetta había sido ratificado por Bolsonaro. En tanto que Eric Nepomuceno, en Página 12 del mismo día, dio cuenta de que los generales Braga Netto y Luis Ramos, Secretario de Gobierno, se habían presentado ante Bolsonaro con la anuencia del ministro de Defensa, general Fernando Lemos, para hacerle saber que el Ejército respaldaba al ministro de Salud, que finalmente quedó en su cargo.
En fin, no es fácil discernir quienes han sido los protagonistas directos del cambio de posición del Presidente. La versión del Jornal es débil. La nota, sin firma, no aclara cuáles de esos actores que se entrevistaron con el Presidente, si es que lo hicieron. Excluyendo a la sociedad, que ciertamente no cabría en ningún despacho. Es bastante más verosímil la de Nepomuceno, que fue por el carril que Horacio Verbitsky anticipó por radio el pasado viernes 3 de abril en Habrá Consecuencias y desarrolló en El Cohete el domingo 5.
Es evidente que lo que anda mal en Brasil es el factor Bolsonaro. No es que no se hayan presentado dificultades económicas o sociales. Pero lo que centralmente gravita en contra es la disfuncionalidad presidencial, que ha generado discordia aun dentro del campo que lo promovió, que se ha ido desgranando. Sin olvidar, además, que ha sido un Presidente ocasional. Bien se sabe que los productos de oferta suelen no ser de la mejor calidad. No sería impropio decir que en el pecado está la penitencia: fueron los copartícipes de la entente mencionada más arriba los que, al costo de la legitimidad democrática, lo llevaron a la cima.
Es difícil imaginar cómo continuará esto. Por ahora la imposición de límites al Presidente se reduce al campo de la pandemia. Habrá que ver cómo escala hacia otros asuntos, si es que lo hace. O si sencillamente su eventual fracaso frente al coronavirus se lo lleva puesto. En algunos círculos se habla de su impeachment, lo que sería una grotesca paradoja vis a vis el papel que desempeñó en el de Dilma Rousseff. En otros, sencillamente se menciona su renuncia.
En fin, lo único cierto hoy es que Bolsonaro se está quedando cada vez más aislado y sólo. Y que, como escribí en un par de notas publicadas con anterioridad en este Cohete, su presidencia parece efímera. Cada vez más.
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