Bernard Bruneteau en El siglo de los genocidios (Alianza Editorial) relata que en la Primera Guerra Mundial se superó el umbral de violencia de las guerras precedentes y se dio un salto cualitativo con el surgimiento de la guerra total que perseguía la destrucción absoluta del enemigo. Se admitió como criterio aceptado que era legítimo atacar a las poblaciones civiles para aniquilar la voluntad de resistencia del enemigo. Los civiles pasaron a ser considerados potencialmente beligerantes y esto justificó el internamiento en campos de concentración de los inmigrantes que pertenecían a la nación enemiga: los franceses y belgas en Alemania, los alemanes en Rusia, los serbios en Austria. En otros casos se procedió al desplazamiento en masa de las poblaciones sospechosas. “Partiendo de la afirmación de que la cultura del enemigo es responsable del desencadenamiento de la guerra y su desarrollo bárbaro, se realizó una división maniquea entre quienes combatían por el bien, en el campo de lo humano, y un enemigo representante del mal y, por lo tanto, reducido a lo inhumano, e incluso a lo no humano. El enemigo total pasó de bárbaro a animal y luego a animal dañino. El estereotipo deshumanizador era entonces tan brutal y violento que la muerte del enemigo, representada en el texto o la imagen de propaganda, no provocaba ninguna compasión”.
Las atrocidades registradas durante la Primera Guerra Mundial dieron lugar a varias iniciativas dirigidas a preservar la paz y evitar las guerras entre naciones. En enero de 1918, el Presidente norteamericano Woodrow Wilson dio a conocer sus “Catorce Puntos para la Paz”, donde proponía la creación de una Liga de las Naciones para zanjar las disputas y evitar la guerra. En el año 1922 se acordó la creación del Tribunal Internacional de Justicia con sede en La Haya (Países Bajos) cuya finalidad era arbitrar las disputas internacionales que pudieran conducir a la guerra. Todas estas iniciativas no impidieron el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que se inició con la invasión de Polonia por Alemania el 1 de septiembre de 1939. En los primeros meses de 1940, el Primer Ministro inglés, Winston Churchill, dispuso el inicio del bombardeo de Alemania. En una primera etapa, sólo comprendía objetivos militares, pero en el mes de mayo la definición de “objetivos militares” se amplió para incluir objetivos industriales, y el 30 de octubre Churchill declaró que “las poblaciones civiles que rodean los objetivos militares deben sentir también el peso de la guerra”. Pronto la ficción de que los bombarderos atacaban “objetivos militares” en las ciudades fue abandonada y el Comando de Bombarderos fue autorizado a atacar las ciudades con bombas incendiarias seguidas de bombas altamente explosivas a fin de impedir que los civiles alemanes pudieran combatir el fuego. Según Sven Lindqvist en Historia de los bombardeos (Ed. Turner), “en 1942, 37.000 toneladas de bombas cayeron sobre Alemania, sobre todo de noche y en zonas residenciales. De acuerdo con un documento fechado el 5 de octubre de 1942, Charles Portal, comandante de las Fuerzas Aéreas, planeó aumentar la cantidad de bombas a 1.250.000 toneladas durante los dos años siguientes. Se calculó que con ello se podría llegar a matar a un millón de civiles, lesionar gravemente a otro millón y dejar veinticinco millones sin techo”. La destrucción completa de las ciudades de Hamburgo y Dresde es la prueba evidente de cuáles eran las intenciones reales de los aliados.
Prohibición de los ataques aéreos indiscriminados
En la guerra de Vietnam, entre 1963 y 1971, los Estados Unidos arrojaron alrededor de 373.000 toneladas de napalm sobre aldeas y sembrados. El napalm provoca una bola de fuego que elimina por completo a una persona y las que han sido salpicadas por las gotas ardientes mueren en menos de media hora. Fue una guerra sangrienta en la que murieron 2.000.000 de civiles y alrededor de 1.000.000 de combatientes. Las acciones bélicas se trasladaron al territorio de la Camboya neutral cuando el Consejo de Seguridad Nacional que dirigía Henry Kissinger dio el visto bueno a casi 4.000 bombardeos realizados entre 1969 y 1970, “así como los métodos para impedir que los periódicos conocieran los hechos”.
Probablemente, debido a estos antecedentes, los Estados Unidos recibieron en 1970 la petición de la Cruz Roja Internacional para iniciar nuevas negociaciones en Ginebra con vistas a renovar el derecho internacional humanitario. Estados Unidos aceptó participar con la condición de que las negociaciones se limitasen a las armas convencionales y en ningún caso a las armas nucleares. Finalmente, se firmó el 10 de junio de 1977 un convenio que fue suscripto por 124 países que introdujo dos protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra de 1949. El Protocolo I, que regula las guerras aéreas, establece que “se prohíben los ataques indiscriminados que no estén dirigidos contra un objetivo militar concreto y que en consecuencia puedan alcanzar indistintamente a objetivos militares y personas civiles”. El Protocolo III, aprobado en 1980, establece que “queda prohibido en todas las circunstancias atacar con armas incendiarias lanzadas desde el aire cualquier objetivo militar situado dentro de una concentración de personas civiles”. Los dos Protocolos Adicionales de los Convenios de Ginebra también prohíben los actos destinados a extender el terror entre la población civil: “No serán objeto de ataque la población civil como tal ni las personas civiles. Quedan prohibidos los actos o amenazas de violencia cuya finalidad principal sea aterrorizar a la población civil”.
Castigos colectivos
Los actuales bombardeos de Israel sobre Gaza son claramente violatorios de las normas de derecho internacional humanitario que acabamos de citar. Cuando se destruyen intencionadamente barrios enteros de viviendas sin valor militar, escuelas o mezquitas, es evidente que se busca infligir un castigo colectivo a la población. El resultado en número de pérdidas de vidas humanas es aterrador. “La magnitud del sufrimiento civil y las imágenes y vídeos procedentes de Gaza son devastadores”, se lamentó Kamala Harris, Vicepresidenta de Estados Unidos, desde Dubai, donde se encontraba por la cumbre del clima COP28.
Dos acciones de enorme simbolismo merecen ser destacadas. Días antes de la tregua, fue ocupado por fuerzas israelíes el edificio que albergaba al Parlamento palestino de Gaza y a continuación fue dinamitado. Luego de la tregua también fue volado, colocando cargas explosivas en los cimientos, el edificio de mármol del Palacio de Justicia. Es decir que en ambos casos se trata de edificios sin valor estratégico militar, por lo que estas acciones, dirigidas a borrar las instituciones, solo pueden interpretarse como un mensaje de desprecio dirigido a los líderes internacionales que alientan la “solución de dos Estados”.
Estas acciones no pueden ser desvinculadas de las propias declaraciones de altos cargos del gobierno de Benjamín Netanyahu en las que se afirma que la población civil también es responsable. El ministro de Guerra israelí, Yoav Gallant, declaró: “Luchamos contra animales humanos y actuamos en consecuencia”. Por su parte, el Presidente israelí, Isaac Herzog, argumentó que toda la nación palestina es responsable del atentado de Hamás que mató a más de 1.200 civiles israelíes porque “podrían haberse sublevado; podrían haber luchado contra ese régimen malvado que se apoderó de Gaza en un golpe de Estado”. En el blog del intelectual judeo-norteamericano Norman Finkelstein se han recopilado todas las declaraciones de dirigentes israelíes que anuncian el propósito de alcanzar la destrucción total de Gaza.
En una reciente entrevista, Nurit Peled, académica israelí experta en educación del lenguaje, investigadora del racismo en el sistema educativo israelí y Premio Sajarov del Parlamento europeo 2011, explica que “en Israel hay una cultura racista que deshumaniza a los palestinos”. Por este motivo afirma que una gran parte de la población israelí, traumatizada por la masacre cometida por Hamás, ha girado a la derecha. Según Nurit Peled, “muchos dicen que hay que matar a todos los palestinos, incluso gente de izquierdas. Los llaman nazis a todos. Pretenden ser los judíos inocentes e indefensos de la Alemania nazi atacados por enemigos de los judíos sin ningún motivo”.
El estereotipo deshumanizador
Frente a esta violencia abrumadora que se abate sobre los civiles inocentes —y que, como hemos visto, sigue la impronta de las guerras aéreas emprendidas por las grandes potencias en el pasado— se comprueba la impotencia de los organismos internacionales y del derecho internacional humanitario para evitar estos crímenes de guerra. ¿Qué mecanismos internos operan en los perpetradores de estos actos para que permanezcan impasibles frente al terrible sufrimiento humano que provocan? ¿Cómo no conmoverse ante la muerte atroz de 6.000 niños en Gaza o frente a los jóvenes israelíes ametrallados en un concierto al aire libre? Sin entrar en las profundidades de la psicología humana, hay un dato que, según explica Bernard Bruneteau, parece estar siempre presente en los diferentes tipos de masacres producidas a lo largo de la historia. Se trata de la puesta en escena de un enemigo bárbaro, objeto de todos los odios. Es indudable que atrocidades reales gatillan estos mecanismos de venganza porque en los pueblos sometidos a una ocupación colonial la respuesta también puede ser violenta y cruel. En palabras de Bruneteau, “el estereotipo deshumanizador es tan brutal y violento que la muerte del enemigo, representada en el texto o la imagen de propaganda, no provoca ya ninguna compasión”. Operan también viejos prejuicios que reivindican “jerarquías civilizatorias”, donde las sociedades diferentes son presentadas como sociedades bárbaras, menos civilizadas, estereotipos que en los procesos de colonización han estado al servicio de la ocupación y de las guerras de exterminio.
Si se pretende buscar una solución política a los conflictos de actores cegados por el odio y el deseo de venganza, hay que develar la realidad con toda su crudeza. Y es preciso indagar en la historia para conocer las causas subyacentes que han dado lugar a esos odios y temores. Sólo una comprensión fiel e imparcial del pasado ofrece una posibilidad de paz. Judith Butler, la filósofa judeo-estadounidense que ha realizado aportes tan importantes en el campo de la filosofía política y la ética, señala que no se puede imaginar ningún futuro de verdadera paz en Israel y Palestina sin acabar con las estructuras de desigualdad, falta de derechos y racismo. Y añade que “ese futuro no puede lograrse sin tener la libertad de nombrar, describir y oponerse a toda la violencia, incluida la violencia estatal israelí en todas sus formas, y de hacerlo sin temor a la censura, la criminalización o a ser acusados maliciosamente de antisemitismo”.
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