Mientras que los avances de los programas de Inteligencia Artificial (IA) nos sorprenden con nuevos campos de aplicación, se hace cada vez más difícil discernir acerca de sus impactos positivos y negativos. Por caso, el filósofo e historiador Yuval Noah Harari sostiene que, si la Inteligencia Artificial no se regula y se usa de manera irresponsable, amenazará “el dominio del hombre en el mundo”. Los expertos en educación no cesan de debatir cómo la IA afectará los procesos de enseñanza y aprendizaje en todos los niveles. Esta aparente escisión entre la IA como “criatura autónoma” de la voluntad humana y el reconocimiento de que lo es no deja de sorprender. Tampoco nuestra preocupación por cuidar la naturaleza como si no fuésemos parte de ella. Quizás, los mismos temores que condujeron a Mary Shelley en 1818 a crear Frankenstein.
De este modo, la IA surge como un nuevo monstruo capaz de hacer cosas horribles, mientras que, al igual que sucedió con aquel personaje, puede inspirar cierta ternura. Uno de sus supuestos detractores, Elon Musk, lanza cohetes al espacio —y hasta parece divertirse cuando estallan—, al tiempo que Bill Gates anticipa que “la IA es uno de los mayores avances tecnológicos desde la invención de la interfaz de usuario y augura toda una revolución en el proceso de producción de la humanidad”. Si bien estas supuestas discusiones pueden tener que ver con los respectivos intereses económicos y las luchas por ascender un peldaño o varios en los cambiantes puestos de los rankings de riqueza personal publicados en Forbes, lo cierto es que enormes masas de población carecen de viviendas, alimentos y servicios básicos, mientras que otra parte se halla perpleja y temerosa de perder sus puestos laborales y posibilidades de trabajo. Tal es así que hasta en Davos proclaman el fracaso del desarrollo. ¿Es culpa del capitalismo? Muchos afirmarán esto, sobre simplificando nuestro problema de crisis civilizatoria. Una que tal vez comenzó con la europeización del mundo en 1492, como lo explica la magnífica obra de Charles C. Mann, 1493, una nueva historia del mundo después de Colón (Kats Editores, 2013). Así, “no sólo África tendría maíz y el Oriente asiático papas y batatas, sino que los caballos y manzanas supuestamente llegarían aquí, mientras que el ruibarbo y el eucaliptus los harían llegar a Europa”. La cuestión, no obstante, sigue siendo un tanto obtusa. Criticar el dominio del humano en el mundo es una costumbre humana. No proviene de los seres “no humanos” que hemos extinguido y que también se desea des-extinguir, tales “como mamuts y dodos para combatir el cambio climático”, como en estos días he leído en algún periódico local.
Pero, hablando de lecturas, no pude salir de mi asombro al enterarme de que en la revista científica Nature Neuroscience, la IA fue aplicada para “leer el pensamiento de las personas y traducirlo en palabras”.
Si Nietzsche se levantara de su tumba (asumo que quizás haya una), tal vez hasta se arrepentiría de haber exaltado el valor del “superhombre”. ¿Y si el problema no es sólo el capitalismo y los valores que va creando en su evolución, sino también la megalomanía que coexiste desde tiempos remotos, pero que ha sido acentuada por esta idea filosófica nietzscheana coexistiendo con “Libertad, igualdad y fraternidad” como antípodas? ¿Es acaso comparable Henry Ford con Elon Musk o el capitalismo fordista y el que emerge del de las plataformas?
En mi primera novela, La extraña vida de Zlatan Gregorich (Caligrama, 2021), estas reflexiones me llevaron a crear un antagonista al que denominé “Míster Yo”. Un personaje hiper abstracto que representa, valga la redundancia, este sueño del dominio de todo dominio que hoy está de moda y permite proclamar a ciertos individuos una infinidad de disparates y hasta celebrarlos. Un intento preciso de encarnar el poder más absoluto y toda otra perversidad. Y claro está, entre el amplio elenco de sus tecnologías más notables, se hallaba precisamente el lograr leer —y traducir en palabras escritas— el pensamiento de cada ser humano en tiempo real. A través de este y otros dispositivos, “Míster Yo” (que de un modo curioso portaba el mismo nombre y apellido) se situaría en la cima de una doble escalinata en espiral viendo descender a muchos, para que desde esa suerte de panóptico pudiera vigilar y castigar (como diría Foucault) a quien se le antojase. Frente a tal delirio humano, la propia historia fortuita y trágica de Zlatan Gregorich intenta mostrar el papel de lo imprevisible que es propio de la vida. La imposibilidad de capturar cada instante, cada pensamiento íntimo; de dirigir nuestro propio destino. Ambos personajes debían mantener un duelo metafísico que ocurriría en Nemi, un pueblo cercano a Roma, donde antaño se habían librado grandes batallas por la sucesión de un extraño trono: el rey del bosque, tal como Frazer lo relata en su obra La rama dorada (FCE, Edición 2014), una joya de la antropología clásica. Esta elección, sin duda no casual, aplica. Pues quien debía vencer a dicho rey-sacerdote pre-romano tenía como condición el ser esclavo y también porque Frazer nos conduce a los vínculos entre magia, religión y ciencia en una suerte de relación lineal del progreso del pensamiento humano. Mientras que la citada novela pone en duda aquello que afirmamos saber y haber ganado a través de lo que creemos deviene solo de una validación racional y explicable por medio de la ciencia. Así también la obra de Harari, De animales a dioses (Ed. Debate, 2013) contiene un relato supuestamente científico acerca de la historia humana que fluye de un modo tan encantador que hasta nos hace olvidar que tenemos a veces más presunciones que evidencias. Por ello, en última instancia, no hay ser humano que pueda escapar a la angustia existencial. Dicha duda se manifiesta en “Míster Yo” cuando, preocupado por la existencia de un posible garabato en forma de doble hélice que deseaba hallar entre unos manuscritos escondidos en una vieja casa de campo cercana a Nemi, expresa: “¿Qué tal si una estructura similar a la del ADN rigiera mi vida en el universo y entonces su ruptura redujera la entropía? ¿Qué si el frío de la muerte no fuese más que la absorción del calor de mi vida en un algo mayor que tal vez juzgaría mis acciones, tomara parte de mis experiencias y diera lugar a una modificación genética? Acostumbrado a suprimir amenazas me decía para dentro: ¿a qué temer?, ¿es acaso mi vida trascendente?, ¿a alguien más que yo, acaso le importo? ¿La energía del universo no es tan solo un sistema binario reductible a simples ceros y unos?, ¿a un continuo de síes o de noes encadenado en forma interrumpida como el flujo de fotones que llamamos luz?”
En mi segunda novela recientemente publicada, Claudine, Salomé y Yo (Libella, 2023) se dirimen otras cuestiones a raíz de la guerra ruso-ucraniana. La disputa por el dominio de la nueva ruta de la seda revive el terror de un cataclismo nuclear, el deseo no explícito de la aniquilación de una parte de la humanidad que supuestamente ha excedido los límites del soporte planetario. Allí, también Claudine (al igual que “Míster Yo”) representa un ente abstracto que habla en la mente del autor como si fuera una síntesis de la Diosa Europa y La Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este marco permite repasar la historia de un continente que nació de su vínculo con Oriente, el de las ideas fuerza que generó y que tras siglos de progreso universal se ve asediado por los peligros que su propia filosofía y evolución material han creado. Entre ellos, la IA, que es representada por una gata decapitada por accidente y convertida en un manojo de algoritmos. Nos muestra su capacidad de reflexionar y hacernos reír de nosotros mismos: especie contradictoria, peligrosa y tierna la vez. Y es que ya no es posible discutir con individuos, pues solemos asumir que somos productos de un sistema al que “debemos transformar”. ¿No es acaso hiper abstracta y elusiva tal afirmación?
La paradoja de haber creado un mundo pleno de riqueza y posibilidades en una escala jamás pensada y a la vez haber generado un poder de destrucción total me parece que es una esperada síntesis dialéctica. No por ello deja de necesitar decisiones humanas, nunca super humanas, si hemos de sobrevivir como especie.
En Claudine, Salomé y Yo, el personaje tiene una obsesión contestataria: la de crear un mundo mas justo y equitativo a través de un desafío que hace a la ampliación de derechos. Invita así a Claudine a crear brotes verdes por doquier y a declarar derecho universal que cada niña o niño de los tugurios pueda crecer pisando césped y no barro mezclado con vidrios rotos, humo de paco y olores pestilentes.
En un mundo en crisis de hegemonía de poder cultural, político, económico, en el inicio de una nueva revolución industrial, cabe preguntarse algo acerca de nuestras ideas, su origen y miopía. Hacerlo en formato de narrativa —y con algunas dosis de humor y perplejidad— sea tal vez una opción mejor para llegar a discutir los dogmas de fe que los nuevos Torquemada resguardan a sangre, fuego y cultura de la cancelación. ¿Cuándo? Sin duda cuando las palabras ya no validan el discurso corriente. Cuando deificamos a la ciencia, que dejó de serlo, para pasar a ser un nuevo relato de cuya veracidad no está permitido decir mucho a fuerza de ser considerado una herejía. En síntesis, creo que debería preocuparnos más la estupidez humana que la IA, que si bien podría amenazarnos no nos debe hacer perder la noción de que somos los humanos con nuestras ambiciones desmedidas de poseer y dominar los que la han creado.
* Roberto Kozulj es profesor titular regular de la Universidad Nacional de Río Negro, y fue vicerrector de la sede andina entre 2013 y julio de 2019.
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