El doble de riesgo del Titanic
La historia de la película nazi que empequeñece a la tragedia de 1912
No lo puedo evitar: busco algo para ver en la televisión, aparece Titanic y me quedo atornillado frente a la pantalla. Lo raro es que esto me suele pasar con películas que son de mi gusto, no con las que están lejos de mis preferencias. Siendo más preciso, lo único que me interesa de Titanic son esos minutos que van desde el momento en que el iceberg lo desgarra como un abrelatas hasta cuando escupe unas burbujitas para hundirse en la oscuridad e iniciar la leyenda. Todo lo demás, antes y después del hundimiento, me es absolutamente indiferente. Gloria y honor para James Cameron, con justicia autoproclamado el amo del mundo por esa magnífica obra que produjo el milagro de resucitar al cine catástrofe y terminó multiplicando lo invertido.
No voy a discutir si Cameron es un gran director de cine. Lo que quiero subrayar es que el tipo posee el termómetro para medir la temperatura del gusto popular y tiene, además, el talento para manejarlo. Dio el zarpazo con una superproducción formidable y supo estirar en el tiempo esa suerte de “Titanicmanía”, con expediciones a los restos del barco y un par de documentales. Una lección de cómo redimensionar una leyenda tan fascinante que por sí sola traspasa décadas y generaciones.
Llevada al cine muchas veces antes (me sumo a los que señalan la versión del inglés Roy Ward Baker, A Night to Remember, como la mejor de todas), la del Titanic es, a todas luces, la madre de todas las tragedias marinas. A cualquiera que le preguntemos cuál fue el mayor naufragio de la historia, no dudarán en nombrarlo, aunque –como veremos–, no se esté en lo correcto. Hubo otros mucho más atroces y con un saldo más elevado de víctimas, pero sin el glamour y la estampa legendaria del barco británico. Una de esas tragedias marinas olvidadas tiene una horrorosa coincidencia con la Titanic de Cameron, y también con el verdadero, el que se hundió para siempre.
Corre el año 1942, la Alemania nazi está complicada en varios frentes y Joseph Goebbels decide asestar otro golpe de propaganda para que el pueblo alemán no se desmoralice y no se olvide de qué clase de gente son esos británicos de enfrente. Se viene la producción más cara de la historia del cine alemán, que quedará en el recuerdo con el nada original y hasta grotesco mote de la “Titanic nazi”.
El mensaje será bastante predecible. La idea es que el hundimiento del barco se debió a la ineptitud y la decadencia moral de Gran Bretaña, expresada en la conducta de sus protagonistas. El peor de todos es el famoso Bruce Ismay, nombre real del dueño de la compañía naviera White Star, propietaria del Titanic, sólo preocupado por salvar los intereses de su empresa que está a punto de quebrar y a la vez concentrando en quedarse con todas sus acciones. La martingala consiste en engañar a los otros accionistas a través de una manipulación de la prensa, con la forzada noticia de que el Titanic ha logrado un récord de velocidad en la ruta Inglaterra-Nueva York.
Otro personaje real es el patético capitán Edward Smith, pusilánime e incapaz de plantársele al dueño del circo, aún frente al inminente peligro. El elenco se completa con varios pintorescos personajes: una extravagante magnate báltica, un par de nobles en decadencia, un ladronzuelo cubano, un músico enamoradizo, damas ingenuas y no tanto, marineros de todo rango y los esperanzados pasajeros de tercera clase. Y finalmente está él, el héroe, la reserva moral de la náutica: un oficial alemán de apellido Petersen, quien será el único que tenga una actitud responsable y heroica antes y después del desastre.
Desde ya que toda esta versión de los hechos es insostenible, y acaso lo único verosímil es que claramente el empresario Ismay, como el capitán Smith, tuvieron su enorme parte de responsabilidad al comerse un iceberg del tamaño de un edificio, y ni hablar de la impericia para salvar a la gente cuando el barco se hundía. Sin embargo, más allá del tosco modo en que la película rezuma su propaganda anti-británica, es bastante buena en términos técnicos. Y toda la secuencia del hundimiento es magnífica. No me cabe duda de que cincuenta años después, Cameron la miró con lápiz y papel en mano.
Y ahora vamos a la historia detrás del “Titanic nazi” que, aunque parezca increíble, termina empequeñeciendo a la tragedia de 1912.
Quien vea esta película se sorprenderá por la calidad de sus decorados y la impecable recreación del viejo Titanic. La explicación es que varias escenas se rodaron en un transatlántico alemán que, aunque ligeramente más pequeño, empardaba en esplendor al malogrado barco británico. Su nombre era el Cap Arcona, al que bautizaré tristemente con el título de esta nota: “El doble de riesgo del Titanic”.
Cualquier argentino de descendencia alemana muy probablemente esté vinculado, de algún modo, con el Cap Arcona. Puesto en servicio en 1927, era la joya de la empresa naviera HSDG, cuyos barcos llevaban el nombre de algún cabo geográfico (“Cap”). Esta flota tuvo un rol fundamental en las comunicaciones entre la Argentina y Europa, e incluso hay un tango cantado por Ignacio Corsini en homenaje al barco “Cap Polonio”, hermano del Arcona y llamado así por el conocido cabo uruguayo.
El Cap Arcona navegó felizmente por el Atlántico hasta que, ya avanzada la Segunda Guerra Mundial, el alto mando alemán dispuso que todo buque en condiciones debía ser puesto al servicio de la Kriegsmarine (la armada alemana). Fue así como “la reina del Atlántico Sur” fue amarrada en la bahía de Danzig (oriente alemán, hoy Polonia), pintada de gris militar y utilizada como un lujoso alojamiento militar.
Un par de años después comenzó el rodaje de Titanic. Goebbels convocó para dirigir su monumento anglofóbico a Herbert Selpin, uno de los tantos muy buenos profesionales del cine alemán de entonces, que exhibía en su foja de servicios el haber rodado otros pasquines anti-británicos y algún que otro film de alta mar. El problema es que si bien Selpin era un tipo idóneo para semejante proyecto, no era precisamente un adepto al nazismo, y como a muchos otros alemanes le repugnaba el comportamiento grosero y abusivo de sus jerarcas.
Aunque al director no le gustaba del todo el guión definitivo, comenzó con el rodaje alternando entre un estudio en Berlín y el Cap Arcona. No hay que esforzarse mucho para imaginar lo que habrá sido esa convivencia a bordo entre técnicos, extras y estrellas del cine alemán expuestas a una jauría de militares sobreexcitados por meses de acuartelamiento y sabiéndose impunes a la hora de acometer a las mujeres del elenco, entre ellas, a la misma amante del director. Para Selpin el trabajo se había hecho imposible y en uno de sus regresos de Berlín se encontró con que en el barco no se había cumplido con el plan de filmación, porque allí mandaban los tipos que llevaban la cruz de hierro y no los directores de cine como él. Su irritación fue tal que en una cena de trabajo osó fustigar abiertamente a las Fuerzas Armadas y terminó en la cárcel, supuestamente delatado por Walter Zerlett-Olfenius, uno de sus propios guionistas.
Días después, el mismo Goebbels informó: “Selpin se suicidó en su celda. Tomó la decisión que habría tomado el tribunal”. El director apareció ahorcado con sus propios tiradores luego de haber sido interrogado sin declinar su posición frente a los militares. Como la película aún no estaba terminada, fue reemplazado por otro director que ni siquiera aparece en los créditos.
La “Titanic nazi” tuvo un derrotero por las salas acorde a su infame historia. Fue exhibida en algunos países aún ocupados por los nazis, pero no hay constancia de que se haya proyectado en Alemania. La versión más lógica es que Goebbels se percató de que podía irradiar un mensaje demasiado pesimista, una incontenible alegoría de un régimen que ya comenzaba a hundirse. Con el paso de los años fue estrenada en múltiples versiones, cada cual ajustada al público y a la época, por lo cual es difícil saber si la que tenemos hoy es la original. Lo que sí sobrevivieron íntegras fueron algunas maquetas del barco (que se parecen más al Cap Arcona que al Titanic), recicladas sin ningún tipo de pudor para la película estadounidense La última noche del Titanic, de 1958.
Para el final queda lo peor, el destino del Cap Arcona. Apenas finalizada la filmación, nuestro doble de riesgo del Titanic formó parte de la “Operación Aníbal”, que buscaba llevar desde Danzig hacia puertos más seguros a la población alemana peligrosamente expuesta al avance soviético. Aunque quedó bastante maltrecho, el Cap Arcona pudo sobrevivir a esta operación, una suerte que no tuvo el Wilhelm Gustloff, hundido por los soviéticos con más de nueve mil civiles a bordo, en la que es considerada la mayor tragedia marina de la historia.
El siguiente destino del Arcona sería la bahía de Lubeck (occidente alemán). Ya sobre el final de la guerra, a alguien de las SS se le ocurrió convertirlo en una cárcel flotante para sobrevivientes de campos de concentración y prisioneros de guerra, y si esto parece una locura, el desenlace es inenarrablemente absurdo. Aquella embarcación que alguna vez fue el más lujoso transatlántico alemán terminó destruido por una flota de bombarderos ingleses cuyos pilotos no llegaron a percatarse de que estaba atestado de civiles, y de este modo ejecutaron sin costo alguno la sentencia que los nazis ya tenían decidida hace rato. Entre los ahogados, los muertos por las bombas, los arrastrados por el hundimiento y los ametrallados en el agua, la hecatombe final del Cap Arcona sumó más de cuatro mil víctimas fatales, casi el cuádruple del mucho más glamoroso naufragio del Titanic en 1912.
Pido perdón porque hace unos cuantos párrafos que no hablo de cine. Sucede que sobre el Titanic hay muchas, muchísimas películas. Pero sobre el Cap Arcona hasta ahora no hay nada. Es uno de los rincones de la historia humana a los que el cine aún no se le animó.
Ficha completa
Título original: TITANIC. ALEMANIA / 1943 / Duración 75 min. / BLANCO Y NEGRO / Dirección: Herbert Selpin / Guión: Walter Zerlett-Olfenius y otros / Música: Werner Eisbrenner / Reparto: Hans Nielsen, Ernst Fritz Fürbringer / Sybille Schmitz.
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