El Día de la Marmota

El eterno retorno del modelo

En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.

Carta abierta a la Junta Militar, Rodolfo Walsh

 

En marzo de 1993 se estrenó en la Argentina El Día de la Marmota (Groundhog Day), también conocida como Hechizo de tiempo, dirigida por Harold Ramis e interpretada por su amigo Bill Murray y Andie MacDowell. Se trata de una comedia romántica angelada que cumple con el primer y único mandato del género: que la pareja protagónica tenga buena química. La película logra el mejor Bill Murray de su carrera, quien interpreta a Phil Connors, un meteorólogo de una emisora de televisión atrapado en un mismo día. El guion tiene la amabilidad de no proponer ninguna explicación, científica o incluso mágica a ese prodigio y sólo lo describe con gracia. En efecto, cada mañana, el héroe involuntario empieza su día como el día anterior —o, mejor dicho, su día es el día anterior— con fondo de I Got You Babe de Sonny & Cher.

 

 

 

Lo peculiar es que, para el resto del mundo, se trata de un día que vive por primera vez. La película combina la idea borgeana de tiempo circular con un tono de humor liviano que agradecemos como espectadores. El día eterno no puede ser sorteado ni siquiera a través de la muerte, ya que los intentos de suicidio desembocan inevitablemente en la misma mañana, con el mismo despertador y el mismo fondo musical. La solución al hechizo, como es de esperar en una comedia romántica, vendrá de la mano de la bella Rita Hanson, la productora televisiva interpretada por Andie MacDowell. 

Unos meses después del estreno, en octubre de 1993, el Presidente Carlos Menem lograría la victoria en las elecciones legislativas, en lo que fue el preludio a su reelección en 1995, previa reforma constitucional pactada con la oposición radical. La convertibilidad vivía por entonces sus mejores días: la inyección de dólares gracias a la deuda creciente y a las privatizaciones —es decir, a la venta a precio de ganga del patrimonio público acumulado durante décadas— le daban al modelo una impresión de eternidad. Una eternidad breve, que estallaría en diciembre del 2001.

En la Argentina tenemos nuestro propio Día de la Marmota. Consiste en abrazar de forma cíclica —al menos desde hace medio siglo— un modelo económico que empobrece a las mayorías, destruye la industria nacional y frena el desarrollo del país. El manual neoliberal, impuesto a sangre y fuego por la última dictadura cívico-militar, pero luego elegido a través de las urnas con Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Mauricio Macri y, últimamente, con el Presidente de los Pies de Ninfa, concentra la riqueza en una pequeña fracción de la población. Lo extraño es que ese modelo también perjudica a los supuestos ganadores, ya que hace de la Argentina un país cada vez más irrelevante económicamente. Los dueños del país aumentan el control de una nación cada vez más pequeña.

¿Qué nos lleva a transformarnos voluntariamente en Phil Connors y volver a padecer la misma melodía cada mañana? Es difícil determinarlo con precisión, aunque podemos sospechar que la ideología inducida y los incentivos correctos no son ajenos a estos resultados. Ya en 1973, Marcelo Diamand —ingeniero, empresario y economista autodidacta— nos alertaba en Doctrinas económicas, desarrollo e independencia sobre la letanía neoliberal inculcada en las facultades de Economía, que impide la comprensión de la realidad: “(el estudiante) No logra percibir que estas teorías, presuntamente avalorativas, en realidad afirman la hegemonía de ciertos sectores y países, y constituyen una de las más sutiles herramientas de dominio ideológico que produjo la humanidad. Cuando —después de años de estudios— al tratar de aplicar sus conocimientos choca con la irrelevancia de todo lo que aprendió y alimenta dudas acerca de su validez y su asepsia científica, ya es demasiado tarde: la estructura conceptual aprendida está tan incorporada que casi irremediablemente bloquea su comprensión de la realidad”. 

Casi cuarenta años más tarde, el filósofo británico Mark Fisher coincidió con Diamand en Realismo capitalista: “Los neoliberales fueron más leninistas que los leninistas: supieron crear y diseminar think tanks que formaran la vanguardia intelectual capaz de crear el clima ideológico en el que el realismo capitalista pudiera florecer”. Para Fisher, el realismo capitalista es “la sensación generalizada de que no solo el capitalismo es el único sistema político y económico viable, sino también que ahora es imposible incluso imaginar una alternativa coherente a él”. 

Haber logrado imponer la noción de sistema inevitable es tal vez el mayor logro del manual neoliberal. Esa inevitabilidad es incluso compartida por muchos de los perdedores del modelo, como por ejemplo los usuarios de servicios públicos que, sensibles al relato de los medios, consideraban que “pagaban demasiado poco” de luz o de gas. Ningún accionista de las grandes empresas argentinas consideraría que su compañía paga demasiado poco de energía o que sus impuestos son insuficientes. Sería extravagante que Paolo Rocca, accionista y CEO de Techint, afirmara —por ejemplo— que los subsidios que recibe su empresa son excesivos o que no es justo que el Estado proteja desde hace décadas su producción de la competencia china. Ningún rico argentino pide pagar más impuestos, pero los medios que controlan han conseguido que gran parte de la clase media estime pagar poco de luz o incluso de transporte. Al menos eso ocurría durante los años de los terribles gobiernos kirchneristas, antes de que las tarifas fueran “sinceradas” (es bueno recordar que sincerar tarifas equivale a aumentarlas, mientras que sincerar sueldos significa bajarlos). 

El 0,1% más rico del país, el que aplaudió al padre de Conan en el Hotel Llao Llao, apoya al gobierno de la motosierra con frenesí. Es comprensible, ya que ese sector es el único ganador del modelo. Es más singular el apoyo del sector industrial, incluyendo pymes, que se ve perjudicado por el freno a la obra pública y la caída en picada del consumo, resultado de la pérdida de poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones. Por supuesto, encontramos ahí intereses cruzados. Los accionistas de pymes aplauden en su mayoría la reducción salarial o la pérdida de poder de los sindicatos, ya que consideran que así aumentan sus márgenes; además de verse beneficiados por la merma de impuestos como bienes personales o por el nuevo blanqueo. Pero vuelven a confundirse al considerar que su enemigo es el sindicalismo y no un gobierno que descree del desarrollo industrial y del mercado interno. Para retomar una vieja dicotomía de los ‘90: le temen más a Saúl Ubaldini —líder de la CGT y luego cofundador del Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA)— que al superministro de Economía Domingo Cavallo. El primero impulsaba una mejor distribución a través de la puja salarial, pero era un socio objetivo de los empresarios; el segundo se desentendía por completo de las empresas nacionales e incluso su eventual quiebra lo tenía sin cuidado. 

Lo mismo ocurre hoy. La dupla conformada por el ministro Luis Caputo —el Timbero con la Tuya— y el ministro Federico Sturzenegger es el verdadero peligro de las pymes; no Pablo Moyano, líder de Camioneros, o el secretario general de la Federación de Aceiteros, Daniel Yofra. 

En este nuevo capítulo del Día de la Marmota, el 0,1% más rico del país ha decidido apoyar un modelo que no sólo colisiona con la democracia y las garantías constitucionales más elementales, sino también con lo colectivo. Que los enormes márgenes obtenidos gracias a la motosierra justifiquen su desinterés de clase frente al desmantelamiento de la educación y la salud públicas, así como su indiferencia frente a la persecución política de quienes no comparten las alucinaciones del Presidente de los Pies de Ninfa, resultan muy preocupantes. Es el fin de los acuerdos democráticos posteriores a la debacle de la última dictadura cívico-militar que muchos, candorosamente, considerábamos eternos.

El peronismo —o, mejor dicho, su componente kirchnerista— es la única fuerza que hoy se opone de forma abroquelada no sólo a las formas del gobierno —que son apenas su componente instrumental—, sino también al fondo, a esta nueva variante del mismo manual neoliberal de miseria planificada. Su responsabilidad cuando vuelva al poder será, además de retomar el camino del desarrollo como lo hizo en el 2003, sobre todo restablecer los lazos colectivos y los acuerdos democráticos.

Y deberá hacerlo pese al rechazo furioso del 0,1% más rico del país, que controla no sólo los medios de comunicación, sino también la Justicia federal. No será fácil, pero si el objetivo es el desarrollo con equidad del país, ese es —retomando una letanía neoliberal— el único camino posible.

 

 

 

 

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