La ilustración que acompaña esta nota pertenecen a la artista platense Clara Pérez Cejas.
“…preso de tu ilusión vas a bailar, a bailar, bailar”.
Indio Solari
1. Nike es la cultura
Comencemos parafraseando a los Sex Pistols: Si no hay futuro, hay consumo. Un consumo desenfrenado, derrochado, enfiestado. Una fiesta que a veces raya la violencia, que necesita ser violenta para concretarse. Una violencia instrumental, pero sobre todo expresiva. Instrumental —primero— para victimizar, y expresiva –después— para celebrar. Entonces: Si no hay futuro, hay pecado, es decir, hay delito y hay joda.
En notas anteriores que escribimos para El Cohete a la Luna problematizamos el papel que jugaba la pobreza, y sobre todo, la pobreza experimentada como algo injusto, en el delito callejero. En esta oportunidad quisiera detenerme a pensar otro factor que quizá deberíamos tener presente a la hora de comprender estas transgresiones que tanto preocupan. Que conste que tampoco estamos postulando una relación mecánica entre los términos, no vamos a sostener que el consumo determina el delito. Nuestra tesis es la siguiente: en las sociedades neoliberales, cuando el mercado es la meta-institución dadora de sentido, forjadora del lazo social, el consumismo es un factor que hay que tener en cuenta para comprender estas conflictividades sociales. Como reza la canción del Indio Solari: “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura hoy”, es decir, si yo para poder existir tengo que tener estas zapatillas, este celular, estas cadenitas, esta campera, esta moto tuneada y mamá y papá no lo pueden comprar porque la economía familiar está desfondada o el sueldo no me alcanza, entonces empezá a correr porque yo también quiero existir.
2. Consumo para todos
Un punto de partida para explorar la relación entre consumo y delito puede ser la tesis que Robert Merton formuló en su artículo “Estructura social y anomia”, en pleno auge de las políticas públicas que van a redefinir al Estado. Con la intervención del Estado a través del gasto público, esto es, con los subsidios del Estado, la obra pública y la creación de empleo, se fue mejorando considerablemente la situación económica de la sociedad en general. No sólo estaba alcanzándose el pleno empleo sino incrementándose la capacidad de consumo de todos los actores. Cuando al capital productivo, para valorizarse, no le alcanza la fuerza de trabajo y necesita del consumo universal, entonces hay que transformar a los trabajadores en consumidores. Hay que asistir al trabajo porque esa es la forma de seguir asistiendo al capital. El mercado interno se ensancha y con ello se expanden las oportunidades para la industria material y el espectáculo y la industria cultural que orbitan el mundo de la fábrica.
Sin embargo, todas estas mejoras no podían hacer retroceder el delito. Al contrario, fueron apareciendo nuevas transgresiones juveniles. Por eso la pregunta que se imponía era la siguiente: ¿por qué persisten estas conflictividades en contextos de bienestar general? ¿Por qué no disminuye el delito a pesar de que baje la desocupación?
La respuesta a semejante cuestión había que buscarla, según Merton, en las contradicciones introducidas por el “sueño americano”, es decir, la presión que le metía el mercado a la sociedad. En efecto, el fetichismo del dinero y la exageración cultural del éxito asociado al consumo de determinados bienes y servicios como meta induce a retirar a las reglas su apoyo emocional. El mercado presiona a los individuos para que asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo que no siempre están al alcance de ellos. Dicho de otra manera: el mercado pone al alcance de la mano una serie de objetos encantados, que no siempre están a la altura del bolsillo. En una sociedad, con una estructura social desigual, hay actores que tendrán muchas dificultades para conformarse a los valores que auspicia y reclama el mercado: “La exaltación del fin engendra una desmoralización literal, es decir, una desinstitucionalización de los medios”. El mercado traza constantemente nuevos horizontes morales que muchas veces están por encima de las capacidades económicas de los actores interpelados por ese mercado.
Por eso, para poder adecuarse a los valores sociales que el mercado impone a través de la propaganda, algunos individuos van a innovar los medios institucionales. Si los recursos que provee el trabajo no alcanzan, el dinero se obtendrá o completará apelando a otras prácticas, por ejemplo, el robo, la corrupción, las estafas. Estos medios ilegales son la vía de acceso para adecuarse a los valores culturales y estilos de vida embutidos en las mercancías que se disponen para ser consumidas.
En definitiva, para Merton el proceso de desmoralización que caracteriza a la anomia (en el que las normas son despojadas de su capacidad para regular las conductas), hay que rastrearlo en el evangelio del éxito que impone el consumo universal, en la importancia extrema que se le ha dispensado al éxito. El desajuste que se produce entre los objetivos (de éxito) y los medios para su consecución (la desigualdad de oportunidades) es una disparidad creada, sostenida y difundida por ese mito. El mercado genera esfuerzos para unos y tensiones para otros. Los que se encuentran mejor posicionados en la estructura social, podrán conformarse a los medios y fines. Pero aquellos que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran (las clases bajas, por ejemplo), tienen cerrados los medios legítimos para adecuarse a las expectativas sociales, entonces vivirán con mucha tensión ese “sueño” y desarrollarán otras conductas para tratar de adaptarse. De esa manera, el mercado y el consumismo, lejos de hacer retroceder el delito, van recreando nuevas condiciones para reproducirlo.
3. Pibes normales
¿Qué hace atractivo el delito? Muchos especialistas de la televisión buscaron una respuesta en los valores subterráneos relacionados con la delincuencia (“roban porque están en pandilla”). Y otros, en el ocio que define el cotidiano del piberío (“roban porque son vagos, porque no hacen nada”). En la búsqueda de una respuesta no hay que subestimar el lugar que ocupan las emociones y, sobre todo, las emociones asociadas al consumo derrochado.
Como señaló alguna vez el sociólogo argentino Sergio Tonkonoff: si los mal llamados “pibes chorros” cambian el botín por plata y con la plata se compran ropa deportiva cara, o se van de joda, a ver un partido de fútbol, un recital, a tomar merca, fumarse un porro, beber vodka con speed, etc., eso quiere decir que los pibes chorros son más pibes que chorros. La plata fácil se gastará rápidamente no sólo porque se vive con culpa y vergüenza sino, sobre todo, porque en su desenfreno se juega además el lazo social. Salir a consumir es activar la grupalidad, fundar vínculos y sostenerlos en el tiempo. La amistad necesita insumos diarios o por lo menos algunas dosis semanales.
Los jóvenes que pendulan entre el trabajo precario y el delito amateur, o entre el ocio forzado y el delito bardero, están muy lejos de formar parte de una subcultura o habitar una realidad paralela. Cuando estos jóvenes derivan al delito no lo hacen para oponerse a las ideas convencionales sino, muy por el contrario, adhiriéndose a muchos valores hegemónicos. Puede que se trate de jóvenes socialmente excluidos, pero están culturalmente integrados, es decir, tienden a sobre-identificarse con los valores asociados a aquellas mercancías encantadas que el mercado promociona.
Hay aquí un hilo conductor que articula el robo con el consumo y el consumo con la fiesta y la fiesta con la grupalidad. Pero ese vector no es una secuencia exclusiva de los jóvenes de los sectores populares. La misma secuencia podemos encontrarla en los otros sectores sociales, claro que resuelta a través de otras prácticas. La única diferencia, además de que la fiesta sea suntuosa y careta, es que el robo no será callejero, sino virtual: estará hecho de evasiones al fisco, fuga de divisas, quiebras fraudulentas, ganancias que se sostienen en una fuerza de trabajo muy mal remunerada. Pequeños y grandes robos que no son referenciados como ilegalismos o siendo identificados como tal no existe nunca el presupuesto, el tiempo ni las ganas para perseguirlos. Para decirlo con las palabras de David Matza y Gresham Sykes, en un viejo artículo llamado “La delincuencia y los valores subterráneos”: “Se puede argumentar que el apego al consumismo difícilmente haga que el delincuente se vea como un extraño ante la sociedad dominante. (…) Sugerimos que el delincuente es mucho más acorde a su época. (…) El delincuente no se aparta de la sociedad sino que se ajusta a ella, cuando incorpora el ‘dinero grande’ en su sistema de valores... En resumen, estamos argumentando que el delincuente no puede presentarse como un extranjero en el cuerpo de la sociedad, pero puede representar una caricatura o un reflejo perturbado. Su vocabulario es diferente, por cierto, pero los disfrutes, los buenos momentos compartidos y el respeto tienen su contrapartida inmediata en el sistema de valores del que cumple con la ley”.
4. El infierno está encantador
Eso por un lado, porque hay algo más que se juega en el delito que persigue fines consumistas. Sabemos que quebrantar la ley infunde un aire de emoción y disfrute. Salir a robar o a ventajear implica salir a divertirse. Estas transgresiones generan riesgos pero estimulan otras emociones y convierten el aburrimiento en una aventura. Una aventura que les devuelve la fiesta alrededor de la cual se tejen los vínculos y compone la amistad. Cuando decimos fiesta estamos pensando en las juntas que tienen lugar en las esquinas, pero también en las jodas o fiestas privadas, en los bailes, en la asistencia a los partidos de fútbol, los recitales y sus procesiones.
En segundo lugar, se ha dicho que los delincuentes juveniles o barderos desprecian el trabajo y buscan abrirse paso a través de una serie de atajos. Uno de ellos es el delito y el otro la fiesta. Más aún, varios de aquellos especialistas encuentran en la fiesta un desprecio a la cultura del trabajo. Peor aún, encuentran en el derroche que implican estas fiestas un desprecio al dinero. Si el dinero se patina rápidamente eso quiere decir que el dinero no les importa, porque tampoco lo ganan laboriosamente.
Nosotros pensamos todo lo contrario: el joven quiere dinero, necesita el dinero, para poder derrocharlo. No es tanto el dinero cuanto el derroche lo que hay que explorar. El dinero activa el consumo de la misma manera que la fiesta encanta a los objetos que se están derrochando. Y lo que es más importante todavía: el consumo de los objetos festejados activa la grupalidad. Una grupalidad que no participa de las fechorías pero que sabrá usufructuar sus réditos. Una grupalidad que, para sostenerse en el tiempo, necesita dinero para encantar la fiesta, para pagar la pilcha, el taxi, la entrada, las bebidas, las drogas ilegalizadas, el telo, etc. La grupalidad no es una experiencia menor en la vida de los jóvenes. Sabemos que una de las preguntas de rigor con las que se miden los jóvenes es “¿quién soy?”, “¿cuál es mi lugar en el mundo?”. La respuesta a semejantes preguntas se averigua colectivamente. Por eso es tan importante activar la grupalidad: para componer una identidad, una pertenencia. La energía monetaria se convierte en una energía moral; puede que el consumo esté financiado con acciones malditas pero la energía que fluye a través de esas prácticas encanta el delito, encanta el consumo y encanta al grupo.
5. Dar no es dar
La víctima del delito callejero es la víctima de un sacrificio que no comprende, el centro de una danza rota. El robo puede ser equiparado a un sacrificio que se demora en el tiempo, que se traslada al fin de semana. Un sacrificio que empieza con la sustracción del objeto y se consuma con la fiesta; que empieza con el despojo y culmina con el derroche. Hay un continuo entre el saqueo y la ofrenda. Para dar hay que robar. Hay que despojar a la persona de sus bienes para luego reducirlos, “hacerlos plata”, y destinar el dinero en lujo y joda. El destino de la ofrenda son los compañeros, la celebración de la amistad.
El botín se dispone para ser gastado, y gastado a través del derroche. Lo que se ganó rápidamente por desposesión se despilfarrará rápidamente a través del derroche. La reputación y el prestigio, pero también la amistad, dependen de la urgencia de ambos actos. No hay una utilidad económica sino moral, es decir, el gasto se vuelve inútil cuando se derrocha o festeja. No hay ahorro sino despilfarro. La ética del pibe chorro está embebida del espíritu neoliberal.
El despilfarro es la forma que asume el don entre los pibes y las pibas. El botín se distribuye según los rituales del don. Todos lo saben: “Hoy por vos, mañana por mí”. Porque detrás del regalo que se brinda y presenta desinteresadamente hay una obligación de recibir y una obligación de devolver. Los dones no son totalmente desinteresados. El destinatario sabe que contrae una obligación cuando se acepta semejante ofrenda. Contraer una obligación es asumir un desafío: devolver el presente recibido. No hay plazo para su devolución, pero la obligación no tiene fecha de vencimiento, una vez aceptada habrá que devolverla con honores.
El don organiza las relaciones de intercambio entre los y las jóvenes: dar regalos que hay que saber aceptar, para luego aprender a devolverlos. Tres momentos se articulan: dar, aceptar y devolver. Dice Marcel Mauss: “La finalidad es ante todo moral, su objeto es producir un sentimiento amistoso entre las dos personas en juego... Si se dan cosas y se las devuelven es porque se dan y se devuelven respetos. Pero también es porque dando, uno se da y, si uno se da significa que uno se debe –uno mismo y su bien— a los otros”. El don abre y compromete. Aceptar un regalo es mostrar que está dispuesto a entrar en el juego. Pero una vez en el baile, no se puede quedar parado. Más aún: lo que se devuelve siempre será más caro o más grande, o por lo menos tiene que tener un valor sentimental semejante o incluso más importante. Ya lo decía Mauss: “Lo que obliga en el regalo recibido, intercambiado, es el hecho que la cosa recibida no es algo inerte... Abstenerse de dar, así como abstenerse de recibir, significa rebajarse, al igual que abstenerse de devolver”. La obligación de devolver con dignidad, con intereses, se vuelve imperativa entre los jóvenes. No se puede ser tan canuto. Hay que robar para poder compartir, para que no se corte el don. El dinero se dispone para ser derrochado, festejado, grupalizado.
Se intercambian cosas animadas, afectadas y que tienen la capacidad de afectar, cosas que están encantadas, llenas de espíritu, que invitan al regocijo, arrancan la risa, nos hacen transpirar, vivir. “Se mezclan las almas en las cosas y las cosas en las almas. Se mezclan las vidas”, decía Mauss. Los dones que se hacen tienen el fin de hacer pasar un buen momento, de alejar los malos espíritus, de superar el bajón, los contratiempos, las malas influencias. La joda los saca de la historia, pero para volverlos a ingresar a ella con otro ímpetu, con otras emociones, con nuevas solidaridades.
Regalos que se hacen para festejar la grupalidad y otras hospitalidades. Porque la fiesta celebrada es una manera de cuidar al otro y dejarse cuidar por los pares. El don transforma a los jóvenes en anfitriones desinteresados. Aunque sea por un par de horas el donante se habrá convertido en el centro de atención del festejo. Todos lo abrazan y lo halagan. Lo levantan y adulan, pero riendo entre todos. Dar es manifestar superioridad, pero como el don reclama reciprocidad de los pares, la superioridad no durará mucho tiempo. Los jóvenes no atesoran, no porque no lo sepan o no puedan hacerlo sino, sobre todo, porque no quieren. Desean gastar rápidamente lo obtenido. Impregnar el botín de magia y salir a consumirlo. Robar para gastar, para tener amigos fieles que les permitan aguantar y dignificar el ocio.
La fiesta magnetiza los encuentros y convierte a sus contertulios, todos estos se dejan poseer por el espíritu de las cosas encantadas: sea la marca de una ropa, la alegría de la bebida, la risa del faso o la velocidad de la merca, o la belleza de la fiesta toda junta. Allí reside la fuerza del don que aviva la fiesta pública o privada: suelda y aviva la grupalidad. Porque además de prestigio y honor, en el derroche generoso se juega la solidaridad, el apoyo mutuo, el respeto.
6. Consumo y engorre
Ahora bien, el consumo no siempre activa encuentros felices. Según Gabriel Kessler la democratización del consumo en la última década ha redefinido los términos de la pobreza relativa. En su artículo publicado en el libro Individuación, precariedad, inseguridad dice: “Mientras que por un lado hay más bienes en circulación, lo cual disminuiría tal privación, por el otro el mayor consumo local y la menor privación absoluta dan lugar a una comparación continua con los pares cercanos que acceden a ciertos bienes y que haya una mayor adscripción a las estrategias de distinción juvenil mediante bienes”. La comparación constante, el placer ligado al consumo desigual, trae aparejada la envidia que será fuente de gastadas, malentendidos, ventajeos y desencuentros entre los jóvenes. El consumo identifica y diferencia, inscribe en un grupo pero lo hace marcando algunas diferencias.
El consumo será ostentoso porque se dispone para la admiración o la envidia del otro. Ya lo dijo Pablo Figueiro en su libro Lógicas sociales del consumo: “Lo emblemático, tanto de los celulares como de las zapatillas, es que se presentan como bienes ostensibles que desafían la mirada ajena. Implican un posicionamiento frente al resto”. De allí que salir a consumir es estar dispuesto a defender lo que se consume. Si consumir es acumular prestigio, implica además hacerlo valer llegado el caso. El consumo reclama un trabajo extra, una labor que comienza una vez en posesión de la mercancía. Porque poner en juego lo consumido, valorarlo, hacerlo desear por los otros, supone estar dispuesto a defenderlo. Lo digo ahora con las palabras de los amigos del Colectivo Juguetes Perdidos: “Porque comprarlo no te hace propietario; la condición de propietario hay que ganársela; las cosas no llevan inscriptas los nombres de sus compradores, permanentemente tenemos que marcar la propiedad sobre ellas y para eso existe la estrategia de engorrarse. ¿Sos propietario? Báncatela. Así, con ese tono áspero y cruel nos habla el mercado, si sos propietario tenés que estar dispuesto a apropiarte de tus propiedades para que sean tuyas. Mediante la misma ilusión retroactiva que creaba interioridad, el engorrarse crea propiedad: esto es mío porque estoy dispuesto a defenderlo de vos”. De modo que el gasto improductivo activa la grupalidad pero también la individualidad, confunde y diferencia, fraterniza y tensiona.
En definitiva, detrás del delito y muchas transgresiones a los contratos comunitarios que suelen pautar la vida cotidiana en los barrios, está el consumo, expresión del gasto inútil que funda la sociedad. Un consumo fetichizado y endemoniado a la vez, que activa la grupalidad pero es fuente de constantes conflictos. El consumo desenfrenado es mucho más que la expresión del consumismo individualista típico de la sociedad contemporánea con mentalidad neoliberal, es la práctica entusiasta que activa encuentros, funda y celebra la amistad, al tiempo que la amenaza constantemente.
Docente e investigador de la UNQ. Director del LESyC y miembro del CIAJ. Autor de Temor y control y Hacer bardo.--------------------------------
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