(…) Prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón… para la insondable divinidad, el ortodoxo y el hereje (el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.
Jorge Luis Borges, Los teólogos.
Me interesa la mirada sobre el defensor de oficio de los represores que se encarga de retratar la película Argentina, 1985; pues se me hace bastante superficial y simplificada. El foco de la película no está puesto en ese papel, sino en el abogado del bien, en el acusador: el fiscal Strassera, representado por Ricardo Darín.
La defensa de los represores es un segundo plano, y al actor Héctor Díaz le tocó hacer el papel de malo. Un abogado de oficio malvado que, como abogado del diablo, simpatiza con sus defendidos, hace trampa, maltrata testigos, arenga y trata de hacerlos zafar de semejante acusación.
Pero en la realidad y no en la película, Carlos Alberto Tavares fue la contracara de Julio Cesar Strassera. Dos funcionarios judiciales. Dos viejos empleados del Poder Judicial enfrentados en el juicio a las juntas. El defensor de oficio y el fiscal. Uno pasará a la historia, al otro se lo tragará la historia.
Antes de que sus destinos se crucen en el juicio a las juntas, sus trayectorias no parecen demasiado distintas.
Compañeros de café y pasillo en las horas extras palaciegas. Casi la misma edad. Ambos designados en el estamento judicial de la capital. Hicieron carrera y fueron ascendiendo lentamente. Ambos pertenecían al ámbito del Ministerio Público, designados durante “el proceso” en esos distintos roles. Al primero le tocaba asistir a los pobres y ausentes, como a toda representación promiscua que así lo requiriese (discapaces, menores, pobres, locos, indefensos, etc.). Al segundo, asumir la vindicta pública en los juicios orales de la jurisdicción como fiscal general.
En el momento que a Strassera le anotician que sería el fiscal del gran juicio, en otra puerta de otro despacho (del mismo edificio), Carlos Alberto Tavares tomará vista de la decisión de la Cámara de asignarle la tarea de defender a Jorge Rafael Videla.
Desde ese día, Tavares lo supo: asumía la función más importante de su gris carrera de empleado judicial. Ser el abogado del dictador. El enemigo público del momento. Algo que, desde ya, no era lo mismo que la rutina diaria de abogar y representar pobres, locos o menores abandonados
Ni Strassera ni Tavares tienen mucha opción ante la formal vista hacia fines de 1984. Como todo burócrata judicial, ambos hacen actuar el destino escalafonario al que han llegado como empleados en ascenso en la órbita a la que pertenecen.
Aunque ambos representen las dos caras contrapuestas del mismo juicio y del debido proceso (defensa y acusación), la cuestión es cómo transitaron esos roles cada uno de ellos y qué imagen quedó en la historia de esos papeles. Pues si uno analiza en profundidad, no creo haya un Strassera sin un Tavares y viceversa; y, en el fondo, cada uno estuvo en un momento y un lugar oportuno, y a cada uno le terminó tocando una suerte distinta que también aprovechó.
Ese villano de Tavares
Ya dijimos que la película Argentina, 1985, en su afán de caricaturizar a los personajes y transformarlos en actores de una epopeya pedagógica para la Nación, intenta pintar de un lado al héroe y del otro, al villano.
Parece que hay abogados del bien y abogados del mal. En ese maniqueísmo se muestra la escena del juicio.
¿Pero esto fue así? ¿Fue Carlos Alberto Tavares un auténtico abogado del diablo? ¿O cumplió el rol que le correspondía como defensor oficial?
Repasando los documentos, videos o los recuerdos de quienes asistieron al juicio a las juntas, el rol que le fuera impuesto a Carlos Alberto Tavares no parece haberlo incomodado demasiado. Había algo de simpatía que dejaba entrever hacia Videla, y que trataba de disimular con gestos solemnes. Aunque si uno analiza el tipo de defensa ejercido, no parece haberse salido del rol impuesto.
Lo dice Tavares expresamente en el momento previo del alegato de su defendido: “Esta causa es una causa esencialmente política; sin embargo, es mi propósito mantenerme alejado del terreno político en cuanto fuere posible y de mí dependa, y conservarme dentro de la fría circunscripción del debate judicial. En este proceso la intervención de la defensoría oficial, como es bien sabido, es irrenunciable”.
Es decir, el mandato como defensor oficial siempre fue asumido por Tavares sin posibilidad de ponderación moral interior, como alguien que ejerce el deber de mantener la vigencia de la inviolabilidad constitucional de la defensa en juicio de una persona en indefensión. El Estado se hace cargo de esa defensa, y lo hace a través de un miembro del Ministerio Público.
Seguramente la ideología que pregonaba Tavares no era tan lejana a la de sus defendidos, como tampoco lo era la de Strassera. Sin embargo, en su rol debía aparentar/expresar que la causa política a él no lo conmovía y que solo se trataba de un defensor de oficio. Por eso su apariencia sosegada durante las audiencias, menos estruendosa que otros letrados, aunque por momentos perdiera esa impostura.
Así, Tavares llegó a tener arrebatos acusando al diputado Conte de atacar a otro defensor. En otro momento descalificó al antropólogo Clyde Snow, y hasta intentó abandonar la sala junto con sus colegas cuando ingresó a declarar Patricia Derian, quien fuera encargada de Derechos Humanos del gobierno de Carter. Fue en ese preciso momento que el presidente del Tribunal le recordó que se trataba de un defensor oficial y que estaba obligado a quedarse y comportarse como tal. Y así lo hizo. Algo que Arslanián cuenta que Tavares le agradecerá años más tarde (Los hombres del juicio, P. Eliaschev, pág. 352, Sudamericana, 2011).
La pregunta es si Tavares como defensor público cumplía su rol o bien se precipitaba y se transformaba en un defensor ideológico y político de Videla. O, si en el fondo, Tavares se mantenía en su misión legal-constitucional que era asistir y defender a quien carecía de defensa.
Al parecer, hacía ambas cosas. Y eso lo transforma en un personaje complejo y no en un simple villano que representaba a otro villano, como pretende la película.
Muchos mencionan que Tavares tuvo un rol deslucido, mediocre, y que se limitó a hacer la defensa que le fue impuesta por el sistema. Algunos relatan que, incluso, en las ocasiones al salirse de tono, fue el propio fiscal Strassera quien lo retó en público y le recordó que era un funcionario de la Justicia y que no debía extralimitarse en su papel.
El intento por estereotipar y exagerar la malicia del defensor de Videla en la película, deslegitima en algún punto el rol honroso de todo defensor público. El maniqueísmo entre defensor malo/fiscal bueno deriva en arquetipos que le hacen creer al espectador que aquel abogado que acepta papel de oficio (y que encima paga el Estado), por alguna transitividad o contaminación, deslegitima la dignidad de ese rol, en tanto compenetración con el mal que defiende.
El derecho de defensa, piedra angular del juicio
Sigamos con la película Argentina, 1985. Allí el defensor de oficio es exhibido como el único abogado de los nueve represores. Es el defensor maldito. El abogado del diablo. Pero esto en la realidad no fue así. Fueron 24 en total los letrados para los nueve imputados. Tavares era el número 24 y era quien no había elegido hacer ese trabajo.
Como dijimos, a Tavares le tocó asumir, porque la Cámara lo designó en ese rol y le dio vista formal poco tiempo antes que se inicie el debate y cuando Videla renunció a designar una defensa.
Tavares fue siempre acompañado por su colega de la defensoría, el abogado Víctor Valle.
Massera eligió al costoso abogado Durante Jaime Prats Cardona. Agosti, a Bernardo Rodríguez Palma, Ignacio Garona, Héctor Alvarado y Gustavo Ballvé. Viola, al equipo de José María Orgeira, Sergio Andrés Marutián, Carlos Froment y Jorge Martín Fragueiro Frías. Lambruschini al equipo formado por Enrique Ramos Mejía y Fernando Goldaracena. Graffigna, a Roberto Calandra, Eduardo Gerome, Eduardo Hernández Agramonte y Roberto Marconi. Galtieri, a Eduardo Munilla (hijo), Enrique Munilla Lacasa, Alfredo Bataglia y Juan Carlos Rosales. Anaya, a Miguel Ángel Buero, Héctor Ramos y Eduardo Aguirre Obarrio. Lami Dozo, a Miguel Marcópulos.
Algunos de esos 23 abogados pasaron desapercibidos y realizaron solo una defensa técnica, otros fueron más activos e incluso realizaron alegatos político-ideológicos medulosos.
El defensor que se hizo notar desde el primer día, que llegó a parecer una parodia de sí mismo, que interponía recursos disparatados (siempre hacía “reserva del caso federal”) fue José María Orgeira, uno de los abogados de Viola. Histriónico, daba entrevistas todo el tiempo, levantaba la voz y provocaba todo tipo de escándalos.
A diferencia de José María Orgeira, que es quien más se adecua al personaje de la ficción que se construye en 1985, Tavares se parece más a un burócrata gris al que le tocó un lugar por estar atado a ese cargo.
El estándar defensivo de Tavares
Pero centrémonos en la estrategia de defensa que ejerció Tavares respecto de Videla. Mientras el desafío de la fiscalía representada por la dupla Strassera-Moreno Ocampo era demostrar la articulación entre los crímenes concretamente ejecutados en los espacios de cautiverio y el territorio y las órdenes generales emanada desde las comandancias, usando las teorías de autoría mediata de Claus Roxin y de dominio del hecho de Hans Welzel; los abogados defensores asumieron, en bloque, la estrategia de plantear que los hechos investigados correspondían a “excesos” o “errores” de subalternos, que se habían desviado de las órdenes legítimas de sus superiores en el marco de una guerra no convencional.
Tavares nunca se corrió de ese libreto. Eso fue un criterio común de todos los abogados defensores. Muchos hicieron demostración en sus alegatos de cierto tecnicismo y argumentaron con solidez. Aguirre Obarrio, por ejemplo, discípulo de Sebastián Soler y tratadista de derecho penal, ejerció una defensa medida, técnica y medulosa, sin compenetrarse en el plano ideológico.
Del análisis del alegato de Tavares se desprenden clichés argumentales, de lo que se infiere un trabajo discursivo ritual y —por momentos— ideológico y de muy baja calidad expositiva. Repitiendo fragmentos de las actas del proceso, ley de autoamnistía; etc.
Si uno sigue los extractos del Diario del Juicio, el defensor oficial de Videla cuestionó la competencia de la Cámara Federal en el juicio ("la misma comete una intromisión de la justicia civil en la militar, que vulnera las garantías de la Constitución nacional"). Afirma que la guerra "era cruel e inhumana, pero asistía a la nación el derecho de defenderse". La Argentina se encontraba "en un virtual estado de guerra revolucionaria", “los hechos de sangre en el país fueron desencadenados por la actividad subversiva y el Ejército se vio obligado a reprimir para evitar que se implantara un gobierno de orientación marxista-leninista". Por último, señaló que “juzgar como únicos autores de la represión a los nueve procesados era un error, una falacia” y que “la represión fue reclamada y aceptada por la mayoría del pueblo argentino".
Por lo demás, la película Argentina, 1985 no falla. El alegato de Strassera sí fue brillante y espectacular. Estudiado, profundo, impactante. Por el contrario, la defensa de su contracara Carlos Alberto Tavares fue mediocre, absolutamente burocrática y sin estridencia alguna.
El momento en que Tavares lleva a cabo el alegato de la defensa de Videla
La Cámara Federal, en su sentencia, rebatió cada uno de estos argumentos esgrimidos por los defensores de los comandantes y, especialmente, aquellos expuestos por Tavares, quien apeló la sentencia que, más tarde, la Corte confirmó (su apelación repitió prácticamente los términos de su alegato).
Un tal Tavares
Como defensor oficial cumplía su deber. Defender a Videla fue un mandato de la Cámara y no una elección de Carlos Alberto Tavares. Él mismo lo dijo: “Un mandato constitucional irrenunciable”.
Desde ya que podría hacerse un rastreo del desempeño de Tavares antes y después del juicio a las juntas, y se verá que en todo momento cumplió con la función asignada. Guardó las formalidades, hizo los recursos, alegó, habló y escuchó a su defendido y expresó sus puntos de vista.
Salvo en pocas ocasiones en las que se le llamó la atención por salirse del papel, ninguno de esos actos denotan gestos excesivamente desmedidos, como sí asumieron los otros defensores. En definitiva, se trata de un funcionario ritual y de rol reflejo. El típico exponente de la casta judicial.
En el registro documental de Amnesty en Internet, se puede encontrar su participación puntual en una causa de apropiación del año 1988, en representación tutelar de los niños Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa. Allí, dejando entrever cierta complicidad con el apropiador (el ex comisario) Samuel Miara, se negó a que el abuelo materno, Hipólito Marcos Aurelio Tolosa, tuviera acceso a la documentación sobre el caso, e impugnó los resultados de la prueba genética por defecto de forma; ello hasta que fue finalmente apartado por el juez de la causa.
Poco después de este hecho, Tavares se jubiló.
Entonces Videla sustituyó a Tavares con el abogado particular Alberto Rodríguez Varela, quien fuera su ministro de Justicia durante la dictadura y quien lo representará hasta su muerte. A diferencia de Tavares, Rodríguez Varela era un cruzado de la causa. Lo que para uno era el ámbito de la teoría de los dos demonios, para el otro era una guerra justa.
Julio César Strassera siempre será recordado en la historia de nuestro país, en el mejor momento de su alegato, cuando pronunció el “Nunca Más”. Pero tranquilamente podría haber sido un Carlos Alberto Tavares. El destino quiso que la trayectoria de ambos, bastante parecida en los pasillos de la justicia, estuviera enfrentada. Y a uno le tocó en suerte la gloria y al otro el ostracismo.
Carlos Alberto Tavares falleció en el año 2010.
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