El cuerpo animalizado de la política
"Bajo el efecto del conflicto, nacieron en Roma todas las leyes buenas" (Claude Lefort)
La política como saber
La aspiración a la claridad y a la univocidad de las ideas es algo que podemos envidiar a los clásicos. Karl Schmitt pretendió alcanzar el concepto de lo político a partir de las categorías de amistad y la enemistad: hay unidad política –un pueblo organizado en torno a un poder soberano– en la medida en que la hostilidad resulta encausada a través del derecho. A pesar de ser admirador de Maquiavelo, el príncipe de Schmitt, caracterizado por la declaración de la excepción y la toma de decisión soberana, choca con toda una tradición de lectores del autor de El príncipe, para quienes lo político resulta inseparable de un cierto tipo de conocimiento fundado en una práctica que viene de abajo y cuestiona la imagen de un orden y una estabilidad que desciende desde arriba, siendo el príncipe el traductor y el lector del potencial emancipador que proviene de los movimientos conflictivos que atraviesan al pueblo. (Para Gramsci el “príncipe moderno” es colectivo, y desde ya no hay razón para atribuirle género).
La Cámpora y la filosofía de la militancia
Esta evocación al príncipe viene a cuento de la lectura del reciente libro de Damián Selci, Teoría de la militancia, organización y poder popular, editado por Cuarenta Ríos. Su autor es militante de La Cámpora, en Hurlingham. Se trata de un libro extraño sobre el que vale la pena reflexionar. Su estructura es diáfana. Tiene tres partes y una introducción en la que el autor se pregunta, desde el populismo-kirchnerista, por qué se perdió, cómo seguir. Es decir, manifiesta su voluntad de buscar las claves para resolver un problema práctico, de estrategia, en el terreno de los conceptos teóricos. En el primer capítulo, afirma que la teoría del populismo de Ernesto Laclau, por insuficiente que sea en algunos aspectos, es el umbral desde el cual no se puede retroceder. Es desde allí que hay que relanzar el pensamiento. ¿Qué le reprocha a Laclau? No ir mas allá del antagonismo pueblo/oligarquía. La pregunta que Selci le dirige es: una vez que ese antagonismo se da, ¿cómo se sigue? En Laclau faltaría pensar el paso posterior: la diferencia interna en el seno del pueblo. En el segundo capítulo, el autor acude al materialismo dialéctico de Slavoj Zizek para pedir prestada a Hegel la noción dialéctica de “interiorización del antagonismo” (contradicción).
Aunque recrimina a Zizek la falta de un auténtico compromiso político con el populismo, se interesa en este aspecto dialéctico de la crítica de Zizek a Laclau. Zizek le permite a Selci identificar la existencia de una parte del pueblo susceptible a la influencia del neoliberalismo. Mientras Laclau postula que la práctica del populismo consiste en enlazar demandas insatisfechas, la crítica de Zizek al populismo permite escindir una parte del pueblo que no se queda en la actitud de demandar al otro, al orden, al poder, sino que asume sus propias responsabilidades y se politiza. Este paso adelante le permite al autor elaborar una crítica de la inocencia del pueblo. Lo popular debe dividirse: hay un pueblo conservador (cualunque, que vota a Macri), y otro pueblo empoderado (aquel al que se dirige Cristina). En el tercer capítulo, el autor recurre a la obra de Alain Badiou, a su teoría del acontecimiento, para hacer un elogio de esta parte politizada del pueblo, a la que identifica con el militante, con el cuadro político y con la organización.
El libro es un elogio de la militancia organizada y una apuesta a la potencia del cuadro político como operador de una estrategia de poder popular. Esta filosofía de la militancia también pretende proteger y homenajear una modalidad de participación y de generosidad pública denigrada de múltiples formas.
¿Quién es el militante? Ante todo es el individuo que ha sufrido una conversión, que ha hecho la transición de la vida en paz a la vida tomada por la lucha. El militante que asume su papel como parte de una organización se convierte, a su turno, en cuadro. La secuencia completa realiza el pasaje desde el consumidor hedonista común al sujeto que se hace cargo de los problemas colectivos, renaciendo por completo y haciendo de su cuerpo un momento de la elaboración inteligente y hasta heroica (la conducción). Sería excesivo afirmar que Teoría de la militancia es la filosofía política de La Cámpora, pero sí es, seguramente, un intento elaborado por pensar teóricamente a partir de esa experiencia.
El interés de este libro es evidente y procede del hecho de asumir los límites de la experiencia y de la teoría populista, sin renunciar a ella, sino en todo caso exigiéndole dar cuenta de problemas candentes de la actualidad. Su originalidad consiste en que esta interpelación coloca en su centro una preocupación por la estrategia, que redunda en una jerarquización teórica de nociones confinadas de modo habitual al lenguaje técnico de la práctica (organización, militancia, línea).
La mera publicación de este libro es un signo auspicioso, sobre todo como signo de la apertura a un campo más amplio de una militancia que hizo de la discusión interna y de la organicidad vertical a la jefatura de Cristina su principal orgullo. No se trata de un tema menor si se considera que el ejercicio que el libro propone –comprender y revertir la derrota–, supone una mirada evaluativa sobre los puntos en los que fallaron las mediaciones políticas ensayadas durante los años del kirchnerismo en el gobierno. Y quizás sea este gesto –la toma de la palabra pública– lo que está en cuestión.
Un Maquiavelo para nosotrxs
Lo que está en cuestión es la figura del príncipe contemporáneo, un tipo de sujeto cuya voluntad se enraíza y depende de su aptitud para articularse con la espesa concatenación de determinaciones que organizan la realidad sobre la que debe actuar. El príncipe extrae su racionalidad y su saber histórico-político de las brechas abiertas por las luchas populares contra los poderosos (los “grandes” en el lenguaje del florentino). Es el potencial cognitivo de esas luchas el que crea conciencia política e ilumina aspectos de esa red causal que determina el espesor de una temporalidad, el que se abre y se propone como si se tratase de un texto para ser leído. De allí la importancia del vínculo que podemos trazar entre la fortuna y las luchas colectivas: ambos factores condicionan el virtuosismo de la acción política, anticipando figuras e instituciones, dentro del marco de la república, forma de gobierno en la que la estabilidad se nutre de la inestabilidad y el conflicto.
Claude Lefort señala que para el florentino la división social constituye el corazón mismo de su comprensión de lo político, entendido como actividad ligada a la fundación de la ciudad: “Maquiavelo tiene la idea de que la sociedad está siempre dividida entre los que quieren dominar y los que no quieren ser dominados”. Esa división es instituyente y fundamenta la tarea de un nuevo poder político. La fecundidad de lo político se encuentra para Maquiavelo en los “tumultos” suscitados por el “deseo de libertad del pueblo”, es decir, en el conflicto en torno a los humores contrapuestos entre aquellos que desean “mandar y oprimir” contra aquellos que no aceptan ser mandados ni oprimidos. Lo que interesa es la productividad política de esa división: “La resistencia del pueblo, es más, sus reivindicaciones, son la condición de una relación fecunda con la ley que se manifiesta en la modificación de las leyes establecidas”. De modo que los humores y los deseos evocan una fuerza que viene de abajo, que resiste la opresión y se dirige a la república, el único régimen de gobierno cuya razón de ser es la libertad política.
El cuerpo plebeyo
Lefort concluye que con Maquiavelo “por primera vez la relación del hombre con Dios es abolida y reemplazada por la del hombre con la bestia”. No es desde las alturas espirituales que se ofrecen nuevas posibilidades, sino desde la Tierra, los cuerpos y las pasiones. Esto choca con cierta interpretación del proceso de la “fidelidad militante” del relato de Alain Badiou (inspirado en San Pablo), que en la pluma de Selci involucra una experiencia de conversión subjetiva radical en la dirección hacia una comunidad heroica, capaz de romper con el narcisismo que nos liga y nos subsume en la cultura de la demanda, de la pasividad y, en última instancia, del poder neoliberal.
Esta atañe particularmente al cuerpo: el cuerpo, sometido a la individuación normalizada del deseo, se enfrenta al cuerpo que pasa a ser parte de un colectivo organizado en el cual, gracias al encuadramiento y al papel de la conducción, se accede a la experiencia de una nueva responsabilidad — el “hacerse cargo” de aquello que se desea transformar. (“El militante orgánico imita a su conducción”, “hace más que entender, acepta que la ‘realización’ de su discurso político comienza en su cuerpo y exactamente de esa forma se pone a disposición, se ofrece: en otros términos, encarna el paso de la teoría a la praxis”).
Este pasaje de un cuerpo a otro es presentado de modo perfectamente adecuado al modelo lógico de subjetivación previsto por Badiou en su teoría del acontecimiento, de modo que la práctica particular concreta (la militancia del autor) acaba por calzar a la perfección con una teoría formal que aspira a una validez universal. Pero lo que se gana en rigor lógico puede dilapidarse desde el punto de vista de la sensibilidad, dado que los acontecimientos y / o politizaciones diversas (pensemos en la lucha contra la dictadura, los movimientos piqueteros de 2001, el conflicto de la Sociedad Rural y los exportadores de granos en contra de la resolución 125, las asambleas en defensa del agua o contra la megaminería, o contra los femicidios) que recorren y alteran el campo social responden a modos subjetivos (modalidades militantes) muy diversas, que no necesariamente se adecuan al formato de la organización populista.
Existe así el riesgo de inferir que una organización estructurada con una conducción firme (y una filosofía que la enaltezca) realice una verdad superior a las múltiples formas de activismo, lucha y organización de la vida política efectiva. Pero entonces lo que estaría en juego es una idea de la verdad situada por encima del punto de vista de la practica política, que bien podría definirse como el intento de dar soluciones compuestas de inmediato en y por la colectividad. Y otro riesgo sería el de suponer una imagen demasiado celestial del cuerpo disciplinado que se ofrece a la conducción –para devenir luego cuadro–, más bien desprendido de su carácter bestial y menos poroso a los humores y deseos que determinan saberes colectivos y posibilidades políticas de los que depende el saber de las conducciones estructuradas.
Selci afirma que el populismo tiene la ventaja de ser la teoría de una practica que funciona. Quizás ese funcionamiento deba ser leído dentro del marco más amplio de la comprensión de lo popular-plebeyo, tal como es reconstituido en los tumultos en los que se anticipa la posibilidad de una nueva figura política. Quizás la teoría del populismo sea un capítulo del deseo de la organización, dentro de un océano más rico y complejo de los maquiavelismos de quienes no desean ser gobernados. No ya el Maquiavelo de los fundadores del partido, sino el de los descubridores de la hipótesis del carácter aleatorio, de la relación intempestiva entre la radicalidad del proyecto de liberación y la ausencia de las condiciones que la posibilitan.
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