EL COSTO DE LA DEUDODEPENDENCIA
La desesperación del Gobierno argentino coincide con un interés norteamericano.
“Lo que ahora se permite es que las FF.AA. actúen frente a cualquier ataque de origen externo, que puede ser perpetrado por un Estado o por nuevas organizaciones que existen, que son el terrorismo, el narcotráfico, o cualquier otra organización que ponga en peligro fundamentalmente la soberanía territorial argentina”.
Oscar Aguad, ministro de Defensa.
La modificación sustancial del decreto 727/06, reglamentario de la ley 23554/88 de Defensa Nacional, podría convertirse en un nuevo cambio en el derrotero histórico de los sectores dominantes: si desde 1930 hasta 1983 utilizaron recurrentemente a las Fuerzas Armadas para hacerse de la conducción del Estado, ahora las podrían utilizar para mantenerla, por lo menos hasta cumplir el mandato constitucional.
Nadie puede decir que en esta etapa no apelaron a otros medios, el problema es la tozudez del pueblo argentino, que no entiende que lo que es bueno para los oligarcas y sus acólitos es bueno para todos: no alcanzó con el cinismo de la alegría, ni con el ensayo pionero de la ministra Bullrich con la Gendarmería, que dio como resultado la desaparición forzada de Santiago Maldonado, y menos todavía con la ingeniosa idea de volver a la beneficencia que propuso la revolucionaria doctora Carrió; estas y otras violencias no lograron que los argentinos comprendieran, entonces es necesario recurrir a los militares.
Para eso, el artículo 1° del decreto 683/2018 modifica el fundamental artículo 1°, “Principios Básicos”, del 727/06 que lleva la firma del presidente Néstor Kirchner. Ya en los considerandos se hace referencia al artículo 2° de la Ley de Defensa Nacional para distorsionar su mandato de “enfrentar agresiones de origen externo” afirmando que “este tipo de agresiones no solo son de carácter estatal militar, sino que en ocasiones se manifiestan de otras formas”, sin especificar cuáles son.
La redacción eufemística no sólo sugiere la peligrosidad —difícil de exagerar—, sino también la identidad política del decreto: si bien evita referirse al terrorismo, al narcotráfico y al crimen organizado en general —de lo que se encargó “el Milico” Aguad—, a partir de ahora, en un país en el que no existe el fenómeno del terrorismo y donde el narcotráfico está lejos de ser un problema relevante, cualquier organización que proteste y/o se oponga a las políticas del Gobierno puede ser terrorista, como los mapuches, y cualquier varón morocho, joven y pobre puede ser un remedo del Chapo Guzmán.
Pero esta vez la iniciativa no es producto de la imaginación del titiritero Durán Barba y mucho menos de los herederócratas firmantes Macri y Peña Braun. Se trata de una pieza que está en el ADN de la estrategia de los EE. UU. para ejercer el control global y, en particular, el de América latina: la desesperación del Gobierno argentino ha coincidido con un irrenunciable interés norteamericano.
Lo que sí es mérito exclusivo del team macrista es haber llevado al país a la situación de deudo-dependencia que ha sido condición necesaria y suficiente para la imposición de este grave retroceso por parte de la potencia hegemónica. Macri y su ya famoso equipo son autores y ejecutores de lo que no es otra cosa que una autoagresión a la soberanía y a la independencia política nacional.
Habrá que ver si tal autoagresión tiene otros alcances, como en el caso de que el Régimen ceda también a las presiones para el emplazamiento de bases norteamericanas en nuestro territorio, pero eso sí, financiadas por el Comando Sur por razones de austeridad presupuestaria; una hipótesis de alta probabilidad de ocurrencia si se tiene en cuenta que Estados Unidos ha militarizado la región con el pretexto de enfrentar al narcotráfico.
Así las cosas, que el artículo 1° del decreto macrista mantenga del anterior la frase que dice: “Las Fuerzas Armadas […] serán empleadas en forma disuasiva o efectiva ante agresiones de origen externo contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de la REPÚBLICA ARGENTINA; la vida y la libertad de sus habitantes”, sería una más de tantas puestas en escena insustanciales, o un chiste, si no fuera porque es un insulto a la inteligencia de los argentinos y, en particular, a la de los miembros de las Fuerzas Armadas.
Como toda hegemonía, la norteamericana recurre a la violencia allí donde su dominio no se asume de manera abierta, para esto necesita del uso de la fuerza y, por lo tanto, construye escenarios bélicos en cualquier lugar que implique una resistencia para su sostenimiento o expansión. Asimismo, se ha constituido como modelo global de acumulación en base al dominio del capitalismo financiero y de las grandes corporaciones transnacionales —entre las que hay que incluir a las que fabrican los artefactos de seguridad y militares—, y el Estado norteamericano como custodio. Y dado que la ideología desempeña un papel central, el núcleo dominante no cuenta sólo con la fuerza sino que ofrece una concepción del mundo tal que su supremacía parezca natural, necesaria y conveniente para el interés general. Así, la hegemonía organiza tanto la coerción necesaria para mantener el dominio como el consenso que lo hace culturalmente admisible.
Si el escenario bélico es clave para justificar el uso de la violencia tanto en el plano nacional como internacional, es necesario definir la guerra como algo excepcional o extraordinario, de manera que no quede encuadrada dentro de las regulaciones del derecho en general; entonces desaparición forzada, detención ilegal y hasta tortura, que son, sin lugar a ninguna duda, acciones violatorias del derecho internacional vigente, se han intentado justificar e incluso legalizar con el argumento de que se está librando una guerra, sí, pero de carácter excepcional.
Mientras tanto, la supuesta guerra contra el terrorismo no ha hecho más que incrementarlo y la lucha contra el tráfico de narcóticos presenta resultados sospechosamente deplorables: nunca en la historia se habían consumido tantas drogas como en la actualidad y la rentabilidad del negocio —generada por una vasta red de operadores estadounidenses que satisfacen el alto consumo interno de ese país— es por mucho la mayor conocida. En países como Colombia y México —que sí padecen el problema— sus oligarquías, co-impulsoras de políticas como la que pretende ejecutar la nuestra, conviven con las organizaciones criminales, que recurren al terror contra las protestas populares y a la filantropía para blanquear el dinero sucio: una combinación de las almas caritativa de Carrió, violenta de Bullrich y trucha de Vidal.
Es que las formas específicas que asume el uso de la fuerza institucional en este período no son fortuitas, sino que tienen correspondencias significativas con la índole del poder político, ciertas creencias sociales y los valores vigentes que lo hacen aceptable.
Las guerras “antiterrorista” y contra el “crimen organizado” habilitan el escenario bélico que requieren las dominaciones autoritarias, facilitando las formas más radicales de la violencia represiva. La primera es una construcción que permite a EE. UU. intervenir militarmente —con tropas propias o de los países neocoloniales invadidos— en cualquier lugar del mundo. La segunda es una respuesta a la inducida centralidad que ha adquirido en algunas sociedades el llamado problema de la seguridad, que da lugar a la demanda por parte de distintos sectores de que se endurezcan los castigos para el crimen. Se crean legislaciones especiales que habilitan intervenciones del Estado con figuras relativamente difusas que permiten reprimir a distintos grupos sociales en aras de la supuesta seguridad interior.
Ambos fetiches, con las correspondientes construcciones del enemigo, se suelen superponer. Por ejemplo, la invasión de Estados Unidos a Panamá en 1989, que se presentó como la combinación de una acción de guerra —la ocupación militar— y una acción policial —el combate al narcotráfico—, bajo el supuesto de una “guerra contra el narcotráfico” librada por EE. UU. en el marco de una política unilateral; no hace falta ser un especialista para comprender que el problema no era el narcotráfico, sino el control del canal transoceánico.
Estamos ante una prueba más de la vocación por la esquizofrenia de un Gobierno que con el discurso dice reconocer a la democracia como único principio de legitimación, mientras lleva a cabo prácticas políticas, económicas y sociales que lo desmienten: si su política económica dejó al país indefenso ante el capitalismo financiero dominante, sus políticas de defensa e inseguridad dejan a la sociedad argentina a expensas de las violencias del Estado de la nación hegemónica, así como de las del Estado nacional que se le ha subordinado.
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