La historia económica muestra que las epidemias son grandes igualadoras. El ejemplo más citado (y sobre el que tenemos más información) es todavía la Peste Negra, que arrasó Europa a mediados del siglo XIV. En algunos lugares, mató hasta a un tercio de la población. Pero al reducir la población, hizo que la mano de obra fuera más escasa, hizo crecer el salario, redujo la desigualdad y llevó a cambios institucionales que, para algunos historiadores de la economía como Guido Alfano, Mattia Fochesato y Samuel Bowles, tuvieron consecuencias de largo plazo para el crecimiento económico europeo.
De acuerdo con estos autores, el poder creciente de los trabajadores fue frenado en el sur de Europa por restricciones a sus desplazamientos y otras limitaciones extraeconómicas impuestas por los señores del lugar. En el norte de Europa, sin embargo, donde las instituciones feudales no eran tan fuertes, luego de la Peste Negra la mano de obra se volvió más libre y más cara, lo que sentó las bases para el progreso tecnológico y, finalmente, la Revolución Industrial.
Poco más de dos meses de coronavirus han provocado ya cambios económicos. Muchos serán fáciles de revertir si se contiene con rapidez la epidemia y se le pone freno. Pero si eso no ocurre, pueden perdurar. Y como sucede con cualquier acontecimiento extremo, las epidemias echan repentinamente luz sobre ciertos fenómenos sociales de los que sabemos poco, pero que a menudo tendemos a ignorar o en los que preferimos no pensar.
Discriminación estadística
Consideremos el tema de la ciudadanía y la discriminación estadística. Hasta hace alrededor de un año, el viajero que ingresaba a Gran Bretaña hacía una fila más corta si era ciudadano británico o de cualquier otro país de la Unión Europea, o de lo contrario debía esperar en una fila mucho más larga. La diferenciación tenía sentido porque la movilidad de mano de obra dentro de la Unión Europea era libre. Desde hace un año, sin embargo, las reglas cambiaron de tal manera que el carril rápido rige no solo para los ciudadanos británicos (lo cual es obvio), sino también para ciudadanos de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Japón, Singapur y Corea del Sur. Al principio uno se sorprende por la variedad de países: no corresponde a ninguna entidad o criterio político único. No hay organización política que incluya a todos esos países y solo a ellos.
La decisión sobre a qué nacionalidades controlar rápidamente se basaba con claridad en criterios de ingresos (PIB per cápita) y en la baja probabilidad de que los ciudadanos de esos países buscaran empleo o permanecer ilegalmente en Gran Bretaña. Se fundamentaba por lo tanto en la discriminación estadística: los individuos de otras nacionalidades son investigados con más minuciosidad, no porque ellos mismos puedan ser sospechosos sino porque un grupo al que pertenecen es intrínsecamente sospechoso.
Los que se benefician de esas reglamentaciones piensan en general poco en ellas, en especial los europeos, que gracias al Acuerdo de Schengen se han acostumbrado a viajar entre países de la Unión sin necesidad de documentos, a otros lugares sin visa y a ser recibidos con los brazos abiertos (gracias a sus altos ingresos). Como sostiene Zygmunt Bauman, el derecho a viajar se ha convertido en un bien de lujo. Si uno pasa años viajando sin enfrentar prácticamente obstáculos para desplazarse, tiende a asumir que eso es algo normal y que debería durar para siempre. Del mismo modo, uno apenas pensaría en los demás o asumiría que su situación es desafortunada, aunque inevitable.
Con el brote del virus, Estados Unidos detuvo o redujo el tráfico aéreo hacia algunos países afectados y puso en una lista especial a los viajeros provenientes de China, Irán, Corea del Sur e Italia y les ordenó que se mantuvieran en cuarentena durante las dos primeras semanas tras su llegada: «No utilice transporte público, taxis ni autos compartidos. Evite los lugares concurridos (como centros comerciales o cines) y limite sus actividades en lugares públicos», decía el anuncio. Los organizadores de una conferencia a la que se suponía que tenía que asistir en Washington hace solo unos pocos días enviaron el siguiente aviso 24 horas antes del comienzo del evento: «Les pedimos a todos los participantes invitados que hayan visitado dentro de los últimos 14 días un país categorizado por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) como de nivel 3 (en este momento China, Irán, Italia y Japón) que se abstengan de concurrir a cualquier encuentro». Más recientemente, Israel emitió regulaciones similares para ciudadanos de Francia, Alemania, España, Austria y Suiza.
China e Irán integran a menudo las listas negras que los legisladores estadounidenses parecen confeccionar con gusto ante la menor oportunidad. Pero Corea del Sur, y aún más llamativo, Italia, fueron agregados sorpresivos. Algunos de mis amigos italianos o los recién llegados de Italia expresaban incredulidad ante tal discriminación estadística. De pronto parecían incorporarse a esa otra lista de ciudadanos que son estadísticamente discriminados de tanto en tanto o, como los viajeros africanos prácticamente en cualquier parte, casi en forma habitual.
Detención y cacheo
«Caer en desgracia» produce siempre un impacto y, además de hacer que intentemos recuperar la gracia, nos lleva a cuestionar la lógica de la discriminación estadística en otros casos. La medida de «detención y cacheo» introducida en Nueva York por el entonces alcalde Michael Bloomberg es una de esas políticas. Esta práctica se basaba en un perfilamiento racial. Su lógica era la misma que la de los controles limítrofes británicos: la proporción de delitos cometidos por afroestadounidenses es significativamente más alta que la proporción de afroestadounidenses en la población de Nueva York. En consecuencia, embarquémonos en una política cuyo objetivo será revisar y detener a los afroestadounidenses más que a otros grupos.
Como debería resultar evidente, las tres políticas –el control de fronteras, las restricciones relacionadas con el virus y la «detención y cacheo»– comparten la misma idea. La primera y la tercera están en gran medida dirigidas a los más pobres. La segunda, en principio, se aplica en forma equitativa y depende del lugar donde el virus es particularmente virulento. Por eso su repentina aplicación a quienes normalmente no están sujetos a ninguna discriminación estadística similar resultó tan impactante. El virus niveló el campo de juego e hizo que algunos de nosotros reflexionáramos sobre la validez general de las políticas que utilizan información estadística sobre grupos para apuntar a individuos.
Creo que las políticas de discriminación estadística son en este momento casi inevitables: ahorran tiempo a las autoridades (como en el caso de los controles de frontera), supuestamente conducen a la reducción del delito (aunque en Nueva York lo que hizo la diferencia fue en realidad un mayor despliegue policial) o contienen (con suerte) la transmisión de un virus como el corona. Pero deberíamos reflexionar sobre la justificación moral de tales políticas y sobre cómo sustituyen la responsabilidad colectiva por la individual, o incluso imponen una implícita culpa colectiva.
* Este artículo es una publicación conjunta de Social Europe y IPS-Journal
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