El contrato social

En otro contexto histórico, deberían recobrar vigencia los ejes centrales del Pacto del 73

 

Cristina Fernández concluye su libro Sinceramente planteando la necesidad de un nuevo y verdadero contrato social con derechos y obligaciones cuantificables, verificables, exigibles y cumplibles. Y lo concibe como de carácter económico, social, político e institucional, con la participación y el compromiso de la sociedad. Plantea un nuevo orden, porque “el estado presente de las cosas no va más”. Dotando de un marco histórico y sentido a su propuesta, en la página 296 escribe: “Nunca tuvimos un dirigente empresarial que pudiera graficar y representar a todos los empresarios, como fue la época de José Ber Gelbard. Si hubiéramos tenido un Gelbard sería otro el cantar, estoy absolutamente convencida. Los Rocca nunca han representado los intereses empresariales nacionales; han representado únicamente los intereses propios”.

Gelbard representó un proyecto empresarial comprometido con la construcción de una Nación con soberanía política, independencia económica y justicia social. El pacto social del que sería un gestor principalísimo, tiene como antecedente una militancia de años que agrupó al empresariado desde el interior hacia los centros urbanos y que no sólo comprendió la vocación organizativa, sino también la disputa de hegemonía con sus sectores tradicionales y concentrados. Además, y no como una cuestión secundaria, lo animó la politización de ese empresariado para un proyecto de desarrollo que significaba la ruptura de lazos de dependencia con las economías centrales. Esta experiencia del proyecto nacional que motorizó fue la última previa al despliegue de las tres experiencias neoliberales, que no sólo confrontaron con la perspectiva nacional, sino que erosionaron y debilitaron decisivamente las posibilidades de nuevos intentos enérgicos para emprender otra de carácter similar.

 

Desnacionalización y pobreza

En los últimos años antes de asumir el ministerio de Economía durante el tercer peronismo, Gelbard desplegaba los conceptos de su ideario. En 1970 expresaba en Hacia el país que queremos: “Si las únicas alternativas fuesen o la pobreza o el sometimiento a la decisión extranacional para alcanzar la riqueza, no titubeamos en elegir: antes paupérrimos que dependientes. La etapa de desnacionalización de lo argentino ha terminado, tiene que haber terminado en el país. Este Congreso Nacional de la Economía ha vivenciado los enormes males que esa política nos ha causado y la voz de toda la Nación se alza diciendo: ¡basta! ¡nunca más!”. Estos dichos revelaban una de sus preocupaciones, frenar y revertir el proceso de extranjerización de empresas que había venido desplegándose en el país. Alejandro Horowicz en Los cuatro peronismos (1986) interpreta que para Gelbard la clave de su política era la alianza entre la producción estatal y la burguesía industrial nacional, siendo el medio para que esto ocurriera que la mediana y gran burguesía avanzaran más rápido que las empresas de capital extranjero hasta que los sectores más dinámicos y modernos pasaran de estas a las primeras. Los instrumentos para lograrlo eran el manejo del crédito, de la política de precios y salarios y una transferencia de ingresos del campo a la ciudad.

Este era el espíritu del Pacto Social que en un principio elevó los salarios y retrotrajo los precios a un momento previo a su firma, con el compromiso de su no variación en dos años. En la concepción del ministro de Cámpora y Perón, la efectividad de la política económica no provenía principalmente de su formulación y diseño, sino del consenso político que lograra. María Seoane comenta en El burgués maldito (2014) que la diferencia que Gelbard mantuvo con los desarrollistas era respecto a que el primero sostenía la necesidad de un acuerdo de precios y salarios que postergara las contradicciones de clase y los segundos pensaban que el desarrollo de las fuerzas productivas requería de precios y salarios que reflejen la “realidad”.

La preocupación de Gelbard en relación a la asunción por parte de los industriales nacionales de las actividades más dinámicas se refleja en sus reflexiones en Infraestructura e industrias en la argentina (1970): “Debe tenerse presente que la distribución de los conocimientos técnicos en el mundo es mucho más desigual que la de los bienes y servicios. La brecha tecnológica reside en que existen dos mundos diferentes, dos verdaderas capas tecnológicas en la que una está mucho más elevada que la otra. Esta diferencia crece a ritmo tan acelerado que el salto de igualación, de ser posible, es cada vez más pronunciado”. Texto en el que también alerta que la infraestructura industrial nacional debía irse proveyendo de tecnología y capacidad de producción necesaria para aliviar el peso de las importaciones de bienes de capital que representaba el 40% de las importaciones en 1969. En Estrategias de desarrollo y regímenes legales para la inversión extranjera (CEFID-AR, 2012), Arceo y De Lucchi señalan que a partir de fines de la década del '50 la actividad económica del Estado se había expandido sustancialmente para proveer los requerimientos energéticos y de infraestructura para un modelo impulsado por las transnacionales, mientras que la participación de la burguesía nacional en las ventas de las 100 empresas industriales de mayor facturación había descendido un 58%, reduciéndose al 12% del total. El Pacto buscaba, entonces, una transformación que generara un capitalismo más autónomo que despertaba la preocupación por obtener una efectiva transferencia de tecnología y por desarrollar la propia.

 

 

Una alianza para la industrialización

En síntesis, el Contrato Social (que se llamó Pacto), constituía la vocación de una alianza de clases para la industrialización del país, sobre la base de un creciente rol de la burguesía nacional, una distribución del ingreso convenida políticamente con una mejora sustantiva de inicio para los asalariados, un esfuerzo por el despliegue de los sectores dinámicos y una conciencia de la necesidad de afrontar los desafíos de la brecha tecnológica. También estuvo presente la voluntad por transferir ingresos del sector con mayor productividad de la economía, el campo, hacia la industria – cuyo despliegue concebía como el eje de una transformación de la sociedad argentina. Así quedaba planteado, tal vez, el intento y diseño más completo del proyecto nacional y popular para la disputa con los sectores concentrados del agro, las finanzas, el comercio internacional y las empresas extranjeras respecto del proyecto de país, en el marco de lo que Portantiero denominara empate hegemónico en Clases dominantes y crisis política en la Argentina actual (1973).

El Pacto Social incluyó el acuerdo de las centrales empresariales y de trabajadores, y el respaldo de un frente político que le diera sustento institucional, que también recogía banderas de otros partidos tradicionales que representaban capas sociales numerosas. El Pacto fue precedido por las Coincidencias Programáticas del Plenario de Organizaciones Sociales y Políticas y  proseguido por el Plan Trienal, que se planteó como objetivos la plena vigencia de la justicia social, una fuerte expansión de la actividad económica, una alta calidad de vida, la unidad nacional, la democratización real de la sociedad (que se proponía la eliminación de las causas que provocan la concentración de la riqueza), la reconstrucción del Estado, la recuperación de la independencia económica (que definía la ruptura de la dependencia financiera, tecnológica y comercial y establecía que el financiamiento externo no podía vulnerar facultades soberanas, y sus condiciones debían ser las más convenientes para el país) y la integración latinoamericana.

Las condiciones políticas requeridas para el despliegue y sostenimiento del contrato social del tercer peronismo no fueron alcanzadas, y el golpe terrorista de Estado estableció el primer experimento neoliberal con consecuencias devastadoras en términos de desindustrialización, concentración de la economía y polarización social.

 

Estructura desequilibrada y péndulo

Marcelo Diamand, en su artículo “El péndulo argentino: ¿Hasta cuándo?” (1983), retoma su enfoque de la estructura productiva desequilibrada (EPD), concepto acuñado en otro texto publicado once años antes. El mismo tiene un definido enfoque industrialista, que adquirió un gran consenso académico en el espacio de economistas heterodoxos, particularmente durante los doce años de gobiernos nacionales, populares y democráticos de este siglo. La EPD es caracterizada como una economía de dos sectores con diferentes grados de productividad, uno con un nivel alto que trabaja a precios internacionales y otro con uno mucho más bajo que se desempeña a precios sustancialmente más elevados que los del mercado mundial, y lo hace fundamentalmente para el mercado interno. Con la existencia de dos productividades diferentes, si el tipo de cambio es único sólo podrá traducir una de ellas. Si lo hace con la menor, o sea mediante el camino del tipo de cambio “recontraalto”, los salarios serán muy bajos y la producción más competitiva se apropiará de un gran nivel de renta extraordinaria. Si lo hace con la mayor, en el caso argentino con el de la producción pampeana, las producciones de la mayoría de las economías regionales y de las industrias manufactureras tendrán altos precios en dólares, reflejando una aparente ineficiencia. Diamand dice que esa ilusión de ineficiencia industrial provoca hostilidad de la propia sociedad hacia el proceso de industrialización. Hoy se podría agregar que la concentración de los medios de comunicación, y su articulación sistémica a nivel global para la naturalización y difusión de las prescripciones de la corriente ortodoxa, instiga a esa hostilidad. Los regímenes de protección en favor del desarrollo industrial se visualizan como creadores de ineficiencia, adjudicándosela a la presión empresaria para financiar su supuesta ineptitud en perjuicio del resto de la sociedad.

La conclusión clave de Diamand es que, dada la inmadurez industrial y su vínculo predominante con el mercado interno, junto al límite de la capacidad de oferta del sector agropecuario, conllevan a crisis recurrentes del sector externo, que se traducen en que la cota productiva no está dada por la capacidad instalada de la economía, ni por su demanda global, sino por la restricción externa (la disponibilidad de divisas).

La propuesta de Diamand para superar las dificultades del sector externo ha descansado en la movilización de exportaciones industriales, los estímulos a la producción y exportación agropecuaria, una política selectiva de importaciones y de apoyo a su sustitución y en el manejo racional de los capitales externos y del sistema financiero interno. Respecto a la cuestión cambiaria, su propuesta ha sido de tipos de cambio diferenciales, diseñados mediante un dispositivo de retenciones a la producción pampeana. Por eso, sus artículos jugaron un importante papel durante el conflicto agrario y sus recomendaciones fueron ampliamente expuestas por quienes respaldaban la medida gubernamental en esos tiempos.

El mencionado pensador e industrial plantea otros sistemas cambiarios alternativos, siempre en el paradigma de tipos de cambio múltiples. A la vez que advierte como nociva la resolución de las crisis cambiarias mediante el aliento al ingreso masivo e indiscriminado de capitales externos. Sus análisis han sido muy útiles a los fines de reconformar una conciencia proindustrial que en nuestro país confronta de manera objetiva con el paradigma neoliberal. Porque el proyecto industrializador se enlaza y asocia con mayores ingresos y nivel de empleo para los sectores populares.

Sin embargo, el diagnóstico de la visión de Diamand tiene tres deficiencias importantes:

  1. Las soluciones planteadas para resolver la restricción externa son insuficientes. Para poder desarrollar una industrialización que genere un considerable aumento de la productividad y con capacidad exportadora, no sólo se requiere de estímulos permanentes. Las condiciones que había visualizado Gelbard de extranjerización han crecido sustancialmente y el sector definido en aquel momento como burguesía nacional es hoy de un peso específico muchísimo más reducido. Eso convierte en indispensable la ampliación de la producción estatal para una industrialización autónoma, ausente en la política propuesta por Mario Diamand.
  2. Pese a registrar los problemas de divisas de la economía argentina provenientes de la restricción externa, a los que hoy la inserción en la globalización financiera acentúa sustancialmente, Diamand sólo se restringe a proponer un manejo racional de los sectores externo y financiero, desmereciendo las políticas de intervención, control y administración no mercantiles del precio de la divisa y la tasa de interés, aunque sí admite líneas específicas de crédito subvencionado.
  3. La viabilidad de la política económica devendría de la capacidad de los círculos dirigentes de visualizar correctamente los problemas y de formular políticas adecuadas para su solución. Así rechaza la idea de la existencia de dos proyectos con bloques antagónicos, con la implicancia que uno de ellos deba imponerse por la capacidad de construir su hegemonía en la sociedad. Más aun, Diamand sostiene esa tesis como fundamental en su trabajo, subrayando que tanto en la propuesta de la política popular como en la de la ortodoxa, la incapacidad de resolver una tendencia definitiva no reside en dificultades en la acumulación de fuerzas sociales que las respalden, sino en la inadecuación de los modelos intelectuales en que se basan. En este sentido la idea de contrato social quedaría sustituida por el objetivo de un consenso intelectual.

Abeles y Amar, en Manufactura y cambio estructural (CEPAL, 2017) dan cuenta de las consecuencias de la interrupción de la etapa denominada de industrialización por sustitución de importaciones, acontecida con el advenimiento de la dictadura. Como consecuencia de un cuarto de siglo de retracción de las instituciones, los instrumentos y las políticas establecidas en ese período, el aparato productivo sufrió una desarticulación y debilitamiento de los encadenamientos y una profunda transnacionalización. Estas transformaciones fueron particularmente intensas en la industria manufacturera, que no sólo perdió participación en el PBI durante esos años de hegemonía neoliberal, sino que viró hacia actividades tecnológicamente maduras y de menor contenido tecnológico, procesadoras de recursos naturales y de insumos industriales básicos, intensivas en el uso de materias primas y bienes de capital en desmedro de las ramas más utilizadoras de ingeniería y mano de obra calificada. En los sectores que se adaptaron a la apertura y desregulación, la importación de bienes de capital se constituyó en la fuente excluyente de incorporación de nuevas tecnologías, desarmando las capacidades ingenieriles y tecnológicas locales. Lo expuesto en el texto revela lo acontecido como una imagen opuesta al proyecto nacional que se propuso el contrato social conceptualizado por Gelbard en sus discursos y escritos, y también al espíritu industrialista de Diamand.

 

 

El retroceso

Un cuarto de siglo, con el predominio de regulaciones que establecían una asignación de recursos de carácter mercantil y sin estructura de planificación estatal, condujeron a un retroceso económico y social.

En Planificar el desarrollo (CEFID-AR, 2011), Casparrino, Briner y Rossi afirman que experiencias alternativas del este de Asia muestran la eficiencia de la planificación para viabilizar transformaciones estructurales profundas, con relevantes saltos en la productividad, que redefinen el perfil productivo local y su inserción internacional. Estas capacidades son posibles gracias a la aptitud estatal para imponer una independencia relativa respecto de los sectores tradicionales desvinculados de las dinámicas industriales modernas. De forma que la efectividad de la planificación depende de la posibilidad de establecer un set de políticas de cambio estructural, logrando diversas alianzas con sectores vinculados al desarrollo industrial. En la Argentina, la planificación y el desarrollo sólo parecen posibles mediante la participación de los sectores populares en una alianza social, que otorgue una independencia política al Estado para subordinar a los sectores tradicionales, con el fin de concretar planes de desarrollo que promuevan cambios estructurales y distribución del ingreso.

La idea de un nuevo contrato social que introdujo Cristina Fernández de Kirchner podría tener un inicio en el acuerdo propuesto por Alberto Fernández como punto de partida para su Presidencia, que se consagrará en las elecciones del 27 de octubre. En otro contexto histórico, pero con validez conceptual, los ejes centrales del Pacto del '73 deberían recobrar vigencia: una redistribución sustantiva del ingreso en favor de los trabajadores formales e informales y demás sectores populares, una política de reindustrialización con vocación de autonomía nacional y con incorporación creciente de tecnología a desarrollar nacionalmente, y la conformación de una alianza política y social de carácter popular y nacional.

 

 

* Profesor de la UBA, ex Director del CEFID-AR

 

 

 

 

 

 

      

 

 

 

 

 

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