El común denominador
Crisis con dólar planchado y deflación y con peso devaluado e inflación
El sentido filosófico de la vida llevaba a los griegos clásicos a establecer que, por lo regular, a los seres humanos no les va bien si la emprenden –con entusiasmo– hacia donde se encuentra la verosímil redención que anhelan de acuerdo a lo que conjeturan. Para confirmar en todo –y un poco más– esa observación en la que se mezclan la angustia existencial y la sabiduría que se respiraba en la idealizada Hélade, amplios sectores de la clase dirigente argentina suelen leer los datos estructurales de la economía capitalista para el lado que les conviene. Mejor dicho, para el lado que creen que les conviene. Así nos va. Objetivamente, esa lectura no resulta eficaz al actuarse en consecuencia, según lo indica la misma.
“Contemplar el llanto de un verdulero de Quilmes es una experiencia inolvidable”, relata el escritor, comentarista político y ex embajador Jorge Asís en la exitosa novela que lo hizo conocido sobre unas flores robadas, obra que hace un par de años ya cantó las cuarenta. En su patética ridiculez, tanto, pero no hasta las lágrimas, conmueven los enojos de grandes porciones de la sociedad civil argentina con el conjunto de la clase dirigente, sin mayores distinciones. No está para desdeñar la consecuencia política del introito de la misa laica del rencor. Lo irónico del caso es que culturalmente comparten la ideología con esos dirigentes vituperados que, de acuerdo a la encuestas, cada vez se los tragan menos. Si el diagnóstico está bien, lo que anda mal son los que lo aplican, se consuelan esos argentinos. De ahí que resulta un lógico corolario la profesada fe de que la situación de mierda por la que atravesamos se debe a la propensión al latrocinio de “los políticos”. Están los que sospechan que al supuesto vicio de los políticos se le suma que no son precisamente émulos de Jacinto Chiclana, en tanto “siempre el coraje es mejor y la esperanza nunca es vana”, lo que explica que no se ponga en caja a las corporaciones.
Las taras con la concentración capitalista son tan equívocas como prominentes. El deporte de acusar entre los chanchos burgueses a los paquidérmicos no tiene paz. Desde culparlos de la inflación hasta hacerlos responsables de la falta de inversión, todo vale. En los dos casos sin ninguna razón teórica atendible y sin jamás exhibir un número que lo certifique. La colección de incongruencias es notable. Al mismo tiempo que se denuncia la codicia desenfrenada como causa de la suba de precios, se alerta que hay cada vez más pobres. O sea: las pocas empresas coaligadas en un oligopolio (que definen como tal a esa estructura de mercado) suben los precios y no bajan las ventas porque eso es lo único que las haría ganar más. A renglón seguido, se afirma que bajan las ventas, como lo prueba que a la gente no le alcanza y cada vez compra menos. ¿En qué quedamos?
Por otra parte, si a un precio anterior más bajo la empresa vendía más, pero ganaba menos por una cuestión de costos, entonces al subir el precio vende menos y mejora los costos, hasta el punto en que maximiza sus ingresos. Es la única manera factible de corregir la metida de pata. ¿Pero todas y cada una de las empresas –independientemente de su tamaño– la pifiaron de una, poniendo precios más bajos de lo que su relación ingresos-costos aconsejaba? Al fin y al cabo, como la inflación es el aumento persistente en el tiempo del nivel general de precios, esa pregunta, antes que una triquiñuela de Groucho Marx, es la única que vuelve consistente su absurda enunciación y su no menos absurda respuesta axiomática.
Los sectores liberales suelen permanecer silentes ante la infundada acusación a los oligopolios. No es que defecciona su abnegada vocación de esbirros de los grandes negocios. Sus ideólogos suelen confundir la alta abstracción del modelo de competencia perfecta, al que hay que acudir cuando se quieren observar con claridad ciertas leyes del movimiento del modo de producción, con la vida misma del sistema capitalista. Entonces, el choque de la idealización con la realidad los deja bastante inmovilizados. En el fondo, su acusación al déficit fiscal y la creciente masa monetaria como causas de la inflación tampoco prescinde de sospechar de los oligopolios. Los neoclásicos postulan que la ganancia proviene de la falta de competencia perfecta: a más concentración, más ganancia.
Los santos no vienen marchando
Los partidarios de atajar la inflación apretando a los malévolos oligopolios aguardan –ilusionados– que las consecuencias de una política económica que se niega a poner retenciones, ante un mercado mundial de materias primas en el que vuelan o volaban las cotizaciones (el gráfico dice que bajaron, pero no mucho, aunque la tasa en alza de la Reserva Federal norteamericana –Fed– no desmiente ni esta tendencia ni los temores a la recesión mundial) –en el que los problemas de logística y abastecimiento están a la orden del día, en el que el conflicto con Ucrania no deja de deparar sorpresas desagradables, en el que en el país se devalúa el peso mes a mes mientras se revalúa el dólar global, que ataja los salarios– las procesen las empresas (independientemente de su dimensión), comportándose como Santo Tomás de Aquino. Adam Smith sugería que mejor no. Pier Paolo Pasolini desarrolló un teorema que señala que es mejor tener separada a la bondad del beneficio capitalista. Si se entrecruzan, lo más probable es que arrecien las indolencias y los quebrantos.
A esta altura de la soirée, cuando se nos recuerda el dato inútil (respecto de la inflación) de que cinco o seis empresas manejan los mercados de consumo masivo más relevantes, se olfatea un miasma en el que confluyen efluvios de nabos, de obstinados que se niegan a abandonar sus prejuicios y de cretinos. Héroes y tumbas, que en lo que queda del día, cada vez más alimentan el sesgo autoritario del pequeño burgués promedio, que lo único que palpa es que su bolsillo enflaquece y que para colmo los pobres (que, sin duda, son culpables de su pobreza) cada vez son más.
Y siente que no hay salidas a la vista. Hasta les cuesta el cinismo de apoyar a los mutantes de Juntos en nombre de la decencia y el bienestar. Después del bochornoso gobierno de Mauricio Macri, sacarse la careta y decir la verdad de que la decencia y el bienestar les importaban tres pitos es un paso que no van a dar. Lo que deseaban era que nuestros gilets jaunes rastacueros enderezasen la vida social y económica a garrote limpio. La frustración no mella la sociología del Dr. Merengue.
Tipología de las crisis
Habida cuenta de esa conciencia estropeada, la única manera de que ese barco se enderece y se baje mucho la probabilidad de que termine siendo pasto y sostén del peor aventurerismo político es tomarle el pulso a lo que sería una política cuyo parámetro clave son los datos de la realidad. Y –obvio– actuar en consecuencia. Para eso hay miga en el común denominador entre la crisis de 2001 y la actual en curso. A fines de 2001, la economía y la política se hicieron trizas en la Argentina. Con un gasto público muy atenuado, el dólar absolutamente planchado y deflación, la convertibilidad saltó por los aires por falta de financiamiento externo. El FMI dijo adiós, hasta más vernos, y todo se puso patas para arriba. Pasados 21 años, con un gasto público sobrio, casi sin déficit fiscal (0,9% del PIB en el primer semestre, sobre-cumplido respecto del 2,5% pactado con el FMI para todo 2022) tras dos años de superávit comercial, con los pagos de deuda externa privada suspendidos hasta dentro de tres años, con la del FMI que va y vuelve, estamos con la soga al cuello de la inflación y del dólar dele brincar.
El hilo en común que tienen situaciones tan diferentes, igualadas en su inopia, lo trenzan las hipótesis vertidas en un ensayo del economista greco-francés Arghiri Emmanuel sobre el funcionamiento estructural del capitalismo, “La ganancia y las crisis”. Su tesis central es de una simplicidad remarcable: todas las teorías, sean neoclásicas, keynesianas o marxistas, han aceptado totalmente o en parte la ley de Jean Baptiste Say y en todo caso su postulado fundamental, a saber: la producción (P) crea ipso facto un volumen de ingresos (Y) correspondiente a su valor. Entonces tenemos que: (1) P=Y. Thomas Malthus, Rosa Luxemburgo, John Maynard Keynes y otros únicamente han puesto en duda el primer corolario de este postulado, o sea: la igualdad entre la demanda global (D) y el ingreso (Y); (2) D=Y.
Si D≠Y, entonces se sigue P≠Y; ambas desigualdades fundadas sobre la tendencia al atesoramiento: se guarda una porción importante de lo que se gana. Por lo tanto, partiendo de ese postulado, todas las explicaciones son parciales e incoherentes porque son impotentes para explicar un déficit durable de la demanda en tanto que la igualdad no es puesta en duda. Para Emmanuel, la desigualdad de la producción y del ingreso es fundamental. Tal desigualdad hace a la naturaleza del sistema capitalista, que crea normalmente una producción cuyo valor es superior a los ingresos distribuidos. La producción no puede realizarse o venderse más que por la anticipación misma de su realización o venta, es decir, recurriendo a un poder de compra ficticio introducido por el crédito.
Esta tendencia a la no realización puede ser sobrellevada por numerosos artificios, pero no puede ser abolida y resulta así el fundamento de la inestabilidad congénita del sistema capitalista. Ciertamente, como en la mayoría de las teorías que intentan explicar la crisis general, la negación de comprar o atesorar es, al fin de cuentas, la causa inmediata de la crisis. Sin embargo, en las otras teorías, la tendencia a atesorar no podía sino explicarse más que por la crisis; acá es la tendencia a la baja de los precios lo que explica el atesoramiento (como Marx tenía la intuición, pero quedó enredado en su idea errónea de la ineluctable caída tendencial de la tasa de ganancia). La amenaza de la baja de los precios resulta de la evidencia del desequilibrio fundamental entre producción e ingreso. La baja del precio explica el rechazo a comprar, pero no es puramente nominal. Emmanuel hace previamente resaltar que la moneda no es sólo medio de circulación, sino también medio de pago. Dado que el poder liberatorio viene fijado por el Estado frente a la segunda función (pago de deudas), la baja del precio es absoluta. Esto significa que con deflación no gana nadie: pierden todos.
Por otra parte, la ilusión monetaria hace que si la baja de los precios es menos real de lo que parece y toca sobre todo el nivel nominal, será vivida por todos los agentes económicos como una baja real. El empresario, en efecto, compara su capital-dinero final con aquel del que disponía al inicio del ciclo y no con el stock de mercaderías que puede adquirir. Que haya estanflación no cambia la cosa porque los precios suben, pero menos de lo que hace falta para que la producción no se estanque y retroceda.
El sistema capitalista no está siempre en estado de crisis; conoce épocas doradas de prosperidad y de crecimiento. De ahí que el meollo de la cuestión está en la posibilidad de funcionamiento del sistema capitalista pese a la desigualdad fundamental entre P e Y. El proceso que lleva adelante la política económica es el de mochar la desigualdad producto-ingreso para convertirla en una igualdad, de manera que se venda lo que se produce. Ese proceso de ecualización entre el Producto (P) y el Ingreso (Y) se da mediante el alza de los costos (impuestos y tasa de interés, salarios, amortización), del superávit de la balanza comercial, del déficit presupuestario o del overtrading (para dar una idea, aunque no tan justa, sería la voz inglesa para el crédito). Pero no todos han tenido igual preponderancia en hacer funcionar el sistema, pese a su contradicción fundamental.
El factor que para Emmanuel ha sido el más favorable para estabilizar el crecimiento del sistema es el aumento de los salarios. Es decir: el aumento tendencial de la parte de los salarios en el valor de la producción. Eso conlleva un aumento continuo de Y con respecto a P. Del lado de la parte fija de la plusvalía hay elementos sin influencia, como la renta cuyo rol ha sido nulo, incluso negativo, y elementos favorables como el marketing, el interés, los impuestos. Los gastos publicitarios tienen un doble efecto porque disminuyen mecánicamente la diferencia entre la producción y el ingreso y tienden a desarrollar la venta. El análisis sobre este punto es muy próximo al de Paul Baran y Paul Sweezy sobre la absorción del excedente. La participación de los intereses tiende a engrosar; de un lado, porque los fondos prestados aumentan con respecto a los capitales propios, y del otro, en razón de la tendencia a transformar las acciones en obligaciones negociables de hecho. El rol favorable del excedente de la balanza comercial o del déficit presupuestario son esencialmente conocidos a partir de Keynes. El primero ejerce un efecto mecánico por la reducción del producto neto interno y un efecto psicológico por los adelantos de ventas que suscita. Sin embargo, todos esos factores no son verdaderamente decisivos. En ese aspecto, son superados por el overtrading, es decir el recurso al crédito para anticipar los ingresos de los empresarios. Para Emmanuel, las incitaciones al overtrading son las innovaciones, las exportaciones, el aumento exógeno de los salarios y la depreciación de la moneda.
Con o sin inflación, con el dólar bailando o durmiendo, cuando a la economía argentina la visita el ciclo (cuando ya los artilugios no pueden vencer la contradicción clave y se cae la actividad para renacer con mayor concentración de capital, un horror para los detractores de los oligopolios) la clase dirigente argentina, al leer los datos estructurales de la economía mundial, cree que hace los deberes respaldando políticas económicas que, en vez de sobrellevar atenuando la brecha entre el Producto (P) siempre mayor que el Ingreso (Y) porque tiene adosada la ganancia que se embolsa cuando se vende, hace todo lo que tiene a mano para ampliar el hiato. Nada indica que las actuales circunstancias sean la excepción a la regla. La pesadilla de la crisis recurrente tiene en el pequeño burgués resentido su mejor respaldo para la represión que se desata cuando se llega al límite y hay que ir para atrás porque se ignora cómo ir hacia adelante.
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