El cerebro como campo de batalla
La guerra cognitiva de la OTAN: cómo manipular las mentes sin límites
Las noticias llegan a diario desde Moscú, Kiev y las capitales occidentales: cuántos muertos desde que Rusia comenzó su intervención en Ucrania el 24 de febrero, cuántos heridos, cuántos con hambre o frío, cuántos desplazados. No sabemos las cifras del verdadero recuento de bajas ni la magnitud del sufrimiento, y no debemos pretender saberlo: esta es la realidad de la guerra, cada parte tiene su versión de los acontecimientos.
Me inclino a sumar las muertes en Ucrania en las últimas dos semanas a los 14.000 muertos y el millón y medio de desplazados desde 2014, cuando el régimen de Kiev comenzó a bombardear a sus propios ciudadanos en las provincias orientales (esto porque la gente de Donetsk y Lugansk rechazó el golpe de Estado promovido por Estados Unidos, que depuso a su Presidente electo). Esta simple matemática nos da una idea más precisa de cuántos ucranianos merecen nuestro luto.
Mientras lloramos, es hora de considerar las consecuencias más amplias de este conflicto, ya que los ucranianos no están solos entre sus víctimas. ¿Quién más ha sufrido? ¿Qué más se ha dañado? Esta guerra es de un tipo que la humanidad no había conocido antes. ¿Cuáles son sus costos?
Para las personas que analizan la situación, es cada vez más claro que la intención de Washington al provocar la intervención de Moscú es, y probablemente lo haya sido desde el principio, instigar un conflicto de larga duración que atasque a las fuerzas rusas y deje solos a los ucranianos para librar una resistencia que posiblemente no tenga éxito.
¿Hay otra forma de explicar los miles de millones de dólares en armas y material que Estados Unidos y sus aliados europeos vierten ahora en Ucrania? Si los ucranianos no pueden ganar, y esta es una realidad universalmente reconocida, ¿cuál es el propósito aquí?
Queda por ver si esta estrategia funciona como quiere Washington, o si las fuerzas rusas hacen su trabajo y se retiran para evitar un atolladero clásico. Pero como señaló Dave DeCamp en Antiwar.com el viernes pasado, no hay señal alguna de que la administración Biden planee más contactos diplomáticos con el Kremlin.
La implicación aquí debería ser evidente. La estrategia de Estados Unidos requiere, necesariamente, la destrucción de una Ucrania puesta al servicio de las ambiciones imperiales de Estados Unidos. Y si este pensamiento parece extremo, recordemos los destinos de Afganistán, de Irak, de Libia y de Siria para poner en contexto lo que queremos decir.
Plan de Brzezinski en 1979
Teniendo en cuenta las calamitosas consecuencias, hasta cierto punto me sorprende que el plan de Zbigniew Brzezinski en 1979 haya sido el de lanzar a los muyahidines afganos contra los soviéticos, dado que sigue siendo una práctica casi inalterada.
El asesor de seguridad nacional del Presidente Jimmy Carter no vio nada malo en acostarse con lo que se convirtió en Al-Qaeda. Ahora son las milicias nazis que infestan la Guardia Nacional de Ucrania las que Estados Unidos arma y entrena.
A juzgar por el historial, este conflicto bien podría destruir lo que queda de Ucrania como nación. En el peor de los casos, poco quedará de su tejido social, de sus espacios públicos, de sus caminos, de sus puentes, de sus escuelas, de sus instituciones municipales. Y esta destrucción ha comenzado.
Esto es lo que quiero que los estadounidenses no dejen de ver: nos estamos destruyendo a nosotros mismos. ¿Qué esperanza podemos tener de recuperar nuestra decencia mientras vemos cómo el régimen que nos gobierna destruye otra nación en nombre de nuestro pueblo? Esta destrucción también ha comenzado.
Muchas personas de diferentes edades han comentado en los últimos días que no pueden recordar en su vida un aluvión de propaganda más penetrante y sofocante que el que nos ha envuelto desde los meses que precedieron a la intervención de Rusia. En mi caso, ha llegado a igualar los peores recuerdos de los tiempos de la Guerra Fría.
En enero de 2021, la OTAN publicó el borrador final de un extenso estudio que llamó La guerra cognitiva (Cognitive Warfare), cuya intención es explorar hasta dónde podemos manipular las mentes de los demás y las nuestras, más allá de todo lo que se haya intentado hasta ahora: “El cerebro será el campo de batalla del siglo XXI”, afirma el documento. “Los humanos son el dominio en disputa. El objetivo de la guerra cognitiva es convertir a cada ser humano en un arma”.
En una subsección titulada Las vulnerabilidades del cerebro humano, el informe dice lo siguiente:
“En particular, el cerebro:
es incapaz de distinguir [sic] si la información es correcta o incorrecta:
es llevado a creer afirmaciones o mensajes que ya ha escuchado como verdaderos, aunque estos puedan ser falsos;
acepta declaraciones como verdaderas, si están respaldadas por evidencia, sin tener en cuenta [sic] la autenticidad de esa evidencia”.
Y esto, que me parece especialmente diabólico:
“A nivel político y estratégico, sería un error subestimar el impacto de las emociones… Las emociones (esperanza, miedo, humillación) dan forma al mundo y a las relaciones internacionales, y actúan como cámara de eco de las redes sociales”.
No, ya no estamos en Kansas. La guerra cognitiva es una ventana que nos permite acceder a métodos diabólicos de propaganda y a poder gestionar la percepción humana de una manera que no tiene precedentes. Estamos ante una manera nueva de librar una guerra, tanto contra las poblaciones nacionales como contra las declaradas enemigas.
Acabaremos de tener una idea de cómo será esta guerra a medida que se perfeccionen y fundamenten científicamente estas técnicas; aun así, lo más inquietante para mí es la fría prosa del informe, la asombrosa precisión que demuestra. La guerra cognitiva, ya sea que el informe de la OTAN sea o no el manual de los propagandistas, funciona, y está funcionando ahora para la mayoría de los estadounidenses.
A esto me refiero cuando digo que nosotros también somos víctimas de esta guerra.
La semana pasada, el director de la Orquesta Filarmónica de Múnich, Valery Gergiev, fue despedido por negarse a condenar a Vladimir Putin. Lo mismo le pasó a Anna Netrebko, y el Metropolitan Opera de Nueva York despidió a su soprano estrella por el mismo motivo (prefirió no decir nada con respecto al Presidente ruso).
No hay límites para esto. El viernes pasado, Lindsey Graham, senadora de Carolina del Sur, pidió abiertamente el asesinato de Putin. Michael McFaul, breve embajador de Barack Obama en Rusia y el rey del nitwitter, afirma que todos los rusos que no protesten abiertamente por la intervención de Rusia en Ucrania serán castigados por ello. En el expediente más idiota, la Federación Internacional de Felinos ha prohibido la importación de gatos rusos.
Aquí está la entrada en esta lista de afirmaciones absurdas que me sacaron de mi silla con rabia el jueves pasado: El Comité Paralímpico Internacional prohibió a los atletas rusos y bielorrusos (¡¿por qué los bielorrusos, por el amor de Dios?!) la participación en los Juegos Paralímpicos de invierno que comenzaron el siguiente día en Pekín. El Comité dejó en claro que actuó en respuesta a la presión internacional. Me pregunto ¿la presión de quién sería?
Qué ha sido de nosotros
Miren lo que ha sido de nosotros. La mayoría de los estadounidenses parece aprobar estas cosas, o al menos no está dispuesta a objetarlas. Hemos perdido todo sentido de la decencia, de la moral ordinaria, de la proporción. ¿Alguien puede escuchar el parloteo de las últimas semanas sin preguntarse si no nos habremos convertido en una nación de grotescos?
En todas las guerras el enemigo es deshumanizado. Ahora estamos frente a otra realidad: quien deshumaniza a los demás, se deshumaniza más profundamente a sí mismo.
“La argumentación racional puede llevarse a cabo con alguna perspectiva de éxito siempre y cuando la emotividad de una situación dada no exceda un cierto grado crítico. Si la temperatura afectiva se eleva por encima de este nivel, cesa la posibilidad de que la razón tenga algún efecto y su lugar es ocupado por consignas quiméricas y fantasías surgidas de sus deseos. Es decir, resulta una especie de posesión colectiva que rápidamente se convierte en una epidemia psíquica”.
Ese es un fragmento del libro de C. G. Jung, The Undiscovered Self, que me acaba de enviar un amigo. Cuando nuestros sentimientos nos superan, ya no podemos pensar o hablar de manera útil entre nosotros: este es el punto del psicoanalista suizo, en términos simples.
El otro día, PBS Newshour publicó una entrevista con un tal Artem Semenikhin, alcalde de la pequeña ciudad Konotop, en la que fue elogiado por enfrentarse a los soldados rusos. En el fondo, como señala el siempre alerta Alan MacLeod, había un retrato de Stepan Bandera, el rusofóbico salvaje, antisemita y líder de los nazis ucranianos.
PBS Newshour interviews the Mayor of Konotop, Artem Semenikhin, presenting him as a hero for killing Russian invaders.
However, despite his Zoom blur effect, you can clearly still see that behind him is a portrait of Nazi leader and Holocaust perpetrator Stepan Bandera. pic.twitter.com/KNwCuFeCkO
— Alan MacLeod (@AlanRMacLeod) March 4, 2022
¿Qué hizo PBS con este descuido? Desdibujó el retrato de Bandera y transmitió así la entrevista con su héroe ucraniano. El cenit del periodismo estadounidense.
Me parece la metáfora perfecta de lo que le ha sucedido a nuestras facultades de razonamiento o, mejor dicho, de lo que hemos permitido que les hagan. Las realidades fácticas que están fuera de discusión, si son inconvenientes, se borran de la película que creemos estar viendo. Y lo mismo sucede con cualquier comprensión genuina de la intervención rusa.
Tengo cuatro palabras para definir lo que deberíamos leer en esta crisis: historia, cronología, contexto y responsabilidad. Dado que ninguna de estas sirve al propósito de nuestros guerreros cognitivos, estamos invitados a borrarlas. Y, una vez más, con terrible fidelidad a quienes manipulan activamente nuestras percepciones, lo hacemos.
“El contexto”, sostienen los más toscos de nosotros, no sería más que una idea que se les ocurrió a esos rusos espantosos. No nos interesa en absoluto cómo puede verse el mundo desde la perspectiva de los demás. ¿Quién diablos, dime por favor, piensa que esta es una buena manera de vivir?
He representado hasta aquí un boceto a lápiz de una nación que se desmorona a medida que se desmorona otra. Una nación que se encuentra tan subsumida en una de esas “posesiones colectivas” de Jung, no puede estar en sus cabales. Como siempre sucede (un pensamiento que me vino mientras estudiaba a los nacionalistas japoneses de la década de 1930), los victimarios también son víctimas.
Si queremos encontrar la salida de esta casa patética, antes que nada tendremos que aprender a hablar en un lenguaje nuevo y claro para que podamos nombrar las cosas tal como son, en lugar de desdibujarlas como PBS hizo con ese retrato de Bandera.
Y debemos comenzar con una palabra. A menos que podamos aprender a llamar “imperio” a Estados Unidos, tropezaremos en la oscuridad de un mundo fantaseado hasta que nos resulte tan repulsivo que ya no podamos soportar nuestros propios engaños.
Veo aquí una virtud en este momento peligroso y complejo. Entre la intervención de Rusia en Ucrania, que considero lamentable pero necesaria, y la declaración conjunta que hizo Putin con el presidente chino Xi Jinping el 4 de febrero, todos estamos llamados a comprender que Estados Unidos se ha convertido en un imperio que se defiende violentamente contra la historia misma. Caso contrario tendremos que incluir nuestro destino en el de las víctimas de este imperio.
La claridad es siempre algo bueno, cualesquiera que sean las dificultades para alcanzarla.
* Este artículo se publicó en originalmente en Consortium News. La versión en castellano fue realizada por Río Belbo. Patrick Lawrence, corresponsal en el extranjero durante muchos años, principalmente del International Herald Tribune, es columnista, ensayista, autor y conferencista. Su libro más reciente es Time No Longer: Americans After the American Century.
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