El caramelo de la pobreza

La pobreza no es un efecto colateral sino un componente esencial del modelo neoliberal

 

Hacia 1977, el secretario de Comercio, Alejandro Estrada –funcionario del todopoderoso ministro de Economía de la dictadura cívico-militar, José Alfredo Martínez de Hoz– tuvo sus quince minutos de fama al sostener que “da lo mismo producir acero que caramelos”.

Es una afirmación insólita que contradice cualquiera de los modelos de desarrollo de los países que nuestra derecha, hoy extrema derecha, considera serios: desde Francia y Alemania, hasta Corea del Sur, Noruega, Japón o incluso los Estados Unidos. Son modelos que, por supuesto, difieren mucho entre sí pero tienen algunos puntos en común: un impulso estatal muy importante, la protección de la industria local y la búsqueda de valor agregado en dicha industria. Sin ir más lejos, la Unión Europea nació de un acuerdo comercial entre Francia y Alemania, posterior a la Segunda Guerra Mundial, que estableció un mercado común del carbón y el acero. Concretado en 1951 en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), dicho acuerdo pretendía expandir la economía, aumentar el empleo, elevar el nivel de vida de la comunidad y, accesoriamente, impedir que sus Estados miembros intentaran otra vez exterminarse mutuamente en un nuevo conflicto mundial.

Inesperadamente, los líderes europeos de aquel momento, como el francés Charles de Gaulle o el canciller alemán Konrad Adenauer, se interesaron mucho menos en los caramelos que en el acero. Al no tener la suerte de contar con eminencias como el secretario de Comercio de la dictadura Alejandro Estrada, apostaron por la industrialización de sus países y el bienestar de sus representados.

El modelo de desarrollo de Corea del Sur, otro ejemplo que nuestros liberales imaginarios enarbolan como bandera, no sólo prescindió del mercado sino también de la democracia, al menos hasta fines de los ‘80. El general Park Chung Hee, dictador que gobernó desde 1961 hasta 1979, tampoco creyó en el aforismo de Estrada y apostó por la industria siderúrgica antes que por los caramelos. En apenas treinta años, Corea del Sur pasó de ser un país agrario a ser una potencia industrial. Hoy es la segunda constructora naval del mundo, la tercera en electrónica, la quinta en automóviles y la sexta en siderurgia. Es bueno recordar que cuando Corea del Sur era uno de los países más pobres del mundo, con una economía agraria de subsistencia, la Argentina ya fabricaba automóviles, contaba con un sólido polo siderúrgico e incluso había iniciado la investigación y desarrollo en el área de la energía nuclear.

En el medio pasaron cosas.

Según Bernardo Kosacoff, ex titular de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “con Martínez de Hoz la industria dejó de ser el motor del crecimiento”. En efecto, las políticas de apertura indiscriminada y de altas tasas que impulsaron el modelo de valorización financiera de la dictadura cívico-militar no sólo destruyeron las pequeñas y medianas empresas, sino que –a contramano del camino elegido por los países desarrollados– consiguieron que la industria deje de ser el motor del crecimiento de la economía.

Pero esa no fue la única consecuencia catastrófica y de largo plazo de la última dictadura, prolífica en desgracias persistentes. Según el Centro de Estudios sobre la Población, Empleo y Desarrollo (CEPED), que depende de la Universidad de Buenos Aires (UBA), la pobreza pasó de afectar al 4,6% de los hogares en 1974 al 21,5% en 1982. La pobreza estructural que hoy padecemos nace del modelo impuesto a sangre y fuego en aquellos años.

El jueves pasado, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) dio a conocer las cifras de pobreza e indigencia. El Índice de Pobreza alcanzó al término del primer semestre al 52,9% de la población, por encima del 41,7% de fines del 2023. Es la medición más alta desde 2003. En el mismo período, la indigencia pasó del 12% al 18,1%. En otras palabras: sobre una población de 46 millones de personas, 24,3 millones son pobres y dentro de ese grupo, 8,3 millones no disponen de los recursos para comprar la comida que les garantice la subsistencia.

 

 

En marzo de este año, a la par que aplaudía con frenesí las políticas del Presidente de los Pies de Ninfa, Alejandro Bulgheroni, presidente de la petrolera Pan American Energy (PAE) y uno de los diez argentinos más ricos, afirmó: “No hay otra forma de salir de esta situación que no sea con dolor”. Por supuesto, como lo demuestra la medición del INDEC, el dolor nunca es una prerrogativa del 0,1% más rico sino de las mayorías empobrecidas. Por alguna extraña razón, para nuestra derecha –hoy extrema derecha– salir de la pobreza requiere antes aumentarla y enriquecer a los más ricos.

Como es de esperar en estos casos, el oficialismo nacional (colectivo que incluye tanto a los funcionarios como a los opositores amigables y los satélites mediáticos) buscó despegarse de las terribles cifras del INDEC. Según los argumentos esgrimidos, así como la baja de la inflación se debería a las políticas desplegadas por el gobierno, el aumento de la pobreza se explicaría por las políticas del gobierno anterior. Al parecer, el incremento de las tarifas o la abrupta caída del poder adquisitivo de salarios y jubilaciones no tendrían incidencia en el empobrecimiento de una parte de la clase media. Como la curación por las gemas, es solo cuestión de fe.

Por su lado, María Eugenia Vidal –la ex Gobernadora Coraje, orgullosa bonaerense devenida velozmente porteña– difundió un estudio de la Fundación Pensar, el think tank del PRO que preside. El documento, presentado unos días antes de la publicación de las cifras de pobreza del INDEC, considera que: “no hay un gobierno que pueda decir que se hicieron las cosas bien. Todos incrementaron la pobreza (...) La pobreza es el gran fracaso de la política argentina. Por eso el informe es general, para dar un debate en serio y no revolearnos las estadísticas”.

Considerar que puede analizarse la pobreza sin “revolear estadísticas” es una afirmación asombrosa, aún para el generoso estándar del macrismo, pero el asombro es aún mayor al leer que “todos los gobiernos incrementaron la pobreza”, una declaración absolutamente falsa. Según un informe del Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (CIFRA) de noviembre del 2015, la pobreza durante los gobiernos de Néstor Kirchner y CFK, es decir, entre el 2003 y el 2015, pasó del 49,7% al 19,7%. Vaya casualidad, la baja de la pobreza se dio en paralelo al crecimiento de la participación del salario en el ingreso.

 

 

En realidad, como lo demuestran más allá de sus diferencias las experiencias de la última dictadura cívico-militar, los gobiernos de Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Mauricio Macri y Javier Milei, la pobreza no es un efecto colateral indeseado sino un componente esencial del modelo neoliberal. La destrucción de la industria, el endeudamiento serial, el aumento del desempleo, la desfinanciación de la ciencia y la tecnología y la pobreza estructural son los instrumentos necesarios para lograr una distribución tribal de la riqueza (para retomar una gran expresión del escritor chileno Rafael Gumucio) a favor de los más ricos.

Es por eso que el dolor de las mayorías no se corregirá en un futuro tan lejano como venturoso sino que forma parte de la realidad permanente e inevitable del modelo. O, para utilizar la terminología de nuestros economistas serios: el dolor de las mayorías es la consecuencia ineludible de la macroeconomía sana que esos economistas y sus mandantes buscan imponer con una crueldad cada vez más explícita.

 

 

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