El capitalismo militarizado

Estados Unidos, la industria armamentística y la incidencia en los conflictos globales

 

Charles Wright Mills escribió en 1956 La élite del poder (FCE), una obra que se convertiría en una de las primeras contribuciones al análisis de las formas en que el poder se ejercía en la cruda realidad. Para Mills, en la sociedad estadounidense que describió, el poder residía en los grupos dominantes en las esferas económicas, políticas y militares. El concepto de élite se fundaba en la similitud de origen y de visión y en el contacto social y personal entre los altos círculos de cada una de dichas jerarquías. No se trataba de una organización secreta, sino de la consecuencia de una tendencia estructural del sistema en el que las personas trabajan juntas y participan en las mismas organizaciones, en donde se produce una coincidencia de intereses objetivos. Las innovaciones científicas y tecnológicas patrocinadas desde el sector militar habían estimulado el crecimiento de la economía. De este modo, “los señores de la guerra, junto con sus voceros” intentaban “arraigar sólidamente su metafísica entre la población del país”. 

Mills consideraba que la fiebre de la guerra no permitía considerar a los Estados Unidos como una auténtica democracia porque la democracia supone la discrepancia y el desacuerdo, algo que desaparece cuando hay una visión militar predominante que demanda unanimidad. Como los políticos dependían del aporte de las empresas para financiar sus campañas, aumentaba el poder de las grandes corporaciones para definir los lineamientos generales de las políticas. En definitiva, el control de la élite del poder sobre la mayoría de las decisiones estratégicas confirmaba que, en su gran mayoría, estas se tomaban previamente, antes de ser aprobadas en el Parlamento. La descripción de Mills fue de algún modo refrendada en enero de 1961, cuando, al pronunciar su último discurso como Presidente de los Estados Unidos, el general Dwight Eisenhower advirtió que los ciudadanos deberían cuidarse “de la adquisición de una influencia injustificada, ya sea buscada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial para el desastroso ascenso de un poder mal asignado existe y persistirá”.

 

 

El totalitarismo invertido

Las descripciones de Wright Mills fueron actualizadas por el profesor de la Universidad de Princeton Sheldon Wolin en un ensayo titulado Democracia S. A. (Ed. Katz, 2008) con un sugestivo subtítulo: “La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido”. Para el autor, “el totalitarismo invertido marca un momento político en el que el poder corporativo se despoja finalmente de su identificación como fenómeno puramente económico, confinado principalmente al terreno interno de la empresa privada, y evoluciona hasta transformarse en una coparticipación globalizadora con el Estado: una transmutación doble, de corporación y Estado. La primera se vuelve más política y el segundo, más orientado al mercado”. Por consiguiente, a diferencia del totalitarismo clásico, el cambio no surge de una revolución o de una ruptura, sino que de una evolución dirigida. Ya no se trata de la movilización de las masas, sino de su desmovilización, de modo tal que el poder de la ciudadanía se va reduciendo hasta quedar limitado al mero ejercicio del voto el día de las elecciones. Los ciudadanos se alejan de la política y dejan las manos libres a los gobernantes para que puedan imponer la agenda de las grandes corporaciones.

Wolin atribuía estos cambios a la creciente dependencia de los partidos políticos de las contribuciones de las corporaciones y de los donantes pudientes. Señalaba que la simbiosis de corporación e instituciones gubernamentales estaba encarnada en la industria del lobbismo. La proliferación de centenares de lobbistas en Washington indicaba un cambio radical en el significado de la democracia representativa y la derrota final del gobierno de la mayoría. Añadía que la timidez de un Partido Demócrata, hipnotizado por la concepción centrista, dejaba en evidencia que los pobres, las minorías, los ambientalistas y todos aquellos que se oponen al gobierno de las grandes corporaciones carecen de un verdadero partido de oposición que defienda sus intereses.

 

 

The Deep State

Peter Dale Scott, profesor de la Universidad de Berkeley, es autor de un ensayo que tituló The American Deep State (2017), en donde considera que la política estadounidense está diseñada en las agencias federales de seguridad e inteligencia como la CIA y la NSA. Scott reúne pruebas de que el Estado profundo también extiende su alcance a corporaciones privadas como Booz Allen Hamilton y SAIC, con las que el gobierno subcontrata el 70% de los presupuestos de inteligencia. Detrás de estas instituciones públicas y privadas está la influencia de los banqueros y abogados de Wall Street, que trabajan a las órdenes del complejo militar-industrial. Se estima que en 2023 el gasto militar mundial superó los 2,4 billones de dólares, de los cuales 900.000 millones (37%) corresponden a los Estados Unidos. Se considera que los señores de la guerra tienen a su servicio a 700 lobbistas en un Congreso de 600 integrantes entre representantes y senadores. La mayoría de los representantes dependen de contribuciones electorales hechas por los ricos y comités de acción política que pueden gastar dinero sin límites para apoyar u oponerse a un candidato. Se proyecta que el gasto total en las elecciones federales de Estados Unidos en 2024 puede alcanzar un récord histórico de 16.700 millones de dólares. 

Sumándose a esta perspectiva crítica, Jeffrey Sachs, economista autor de numerosos libros sobre el desarrollo sustentable y las causas de la pobreza, ex director del Earth Institute de la Universidad de Columbia, también ha denunciado la existencia de un Deep State que controla la política exterior de los Estados Unidos. Señala que tras la caída de la Unión Soviética, los Estados Unidos consideran que son los únicos que están en condiciones de gobernar el mundo. Y se pregunta, ¿cómo puede intentar dominar el mundo un Estado que sólo representa el 4,1% de la población mundial? Añade que los Estados Unidos han gastado desde el atentado a las Torres Gemelas alrededor de cinco billones de dólares en guerras sin sentido que no han hecho al mundo más seguro sino todo lo contrario. Fueron altos funcionarios de George W. Bush quienes impulsaron Project for the New American Century, un proyecto del movimiento neoconservador estadounidense que alentó las guerras de Estados Unidos en Serbia (1999), Afganistán (2001), Irak (2003), Siria (2011) y Libia (2011) y que “tanto han hecho por provocar la invasión de Ucrania por parte de Rusia”. Considera que el sector de política exterior está dirigido por una camarilla pequeña, secreta y muy unida, que incluye a los altos mandos de la Casa Blanca, la CIA, el Departamento de Estado, el Pentágono, las comisiones de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes y el Senado, y las principales empresas militares, como Boeing, Lockheed Martin, General Dynamics, Northrop Grumman y Raytheon. Atribuye el actual estado de guerras en el mundo al poder de veto repetidamente ejercido en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que ha impedido de este modo la resolución de los conflictos mediante la aplicación de la ley internacional.

 

La incógnita Trump

Curiosamente, quien se ha comprometido a combatir al Deep State es Donald Trump. En un acto de su reciente campaña electoral, Trump afirmó que si llegaba nuevamente a la Casa Blanca, expulsaría “a los belicistas” de su “Estado de Seguridad Nacional” y que llevaría a cabo “una limpieza muy necesaria del complejo militar-industrial para detener la especulación con la guerra y poner siempre a Estados Unidos en primer lugar”. Más recientemente, el hijo de Trump, sugiriendo una conspiración del Deep State, criticó al Presidente Joe Biden por el envío de misiles tácticos al gobierno de Ucrania. En un tuit del 18 de noviembre escribió: “El complejo militar-industrial parece querer garantizar el inicio de la Tercera Guerra Mundial antes de que mi padre tenga ocasión de lograr la paz y salvar vidas”. 

La aparente determinación de Donald Trump de acabar con las guerras que puedan afectar su mandato para centrarse en su consigna América First resulta contradictoria con la alegría expresada por el ministro de Finanzas de Israel, Bezalel Smotrich, un colono ultrarreligioso que tradujo la llegada de Trump como la luz verde para la anexión de los territorios palestinos ocupados, el objetivo que explica la guerra de arrasamiento que se libra en Gaza. Trump ha anunciado que el próximo embajador de Estados Unidos en Israel será Mike Huckabee, ex gobernador de Arkansas y sionista declarado, que sostiene que los asentamientos israelíes en la Cisjordania ocupada no son ilegales, en contradicción con las resoluciones de Naciones Unidas. Su visión se corresponde con la de una rama del pensamiento evangélico cristiano basada en la creencia de que la existencia del Israel actual es una orden de Dios y que una guerra catastrófica en Israel y Palestina desembocaría en el segundo advenimiento del Mesías cristiano, lo que propiciaría la conversión de los judíos al cristianismo. De este modo, conecta con los partidos políticos de judíos ultraortodoxos de Israel que aspiran a desplazar a los pobladores originales de Cisjordania y Gaza, convencidos de que “Dios le dijo a Abraham que esta tierra pertenecería para siempre al pueblo judío”. 

Resulta difícil imaginar que con estos mimbres se pueda construir el cesto de la paz. Estamos asistiendo a una cruel guerra de destrucción masiva que se abate día tras día sobre una población indefensa en Gaza y Cisjordania. El Tribunal Penal Internacional ha dispuesto el arresto del primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu y de su ex ministro de Defensa, Yoav Gallant, por considerar que ambos tienen responsabilidad criminal por crímenes de guerra y contra la humanidad, cometidos en Gaza al menos desde el 8 de octubre de 2023. Los jueces han atendido la petición formulada por el fiscal, Karim Khan, que consideró que las pruebas reunidas demostraban que Israel “ha privado de forma intencionada y sistemática a la población civil de Gaza de objetos indispensables para la supervivencia”. En Israel, políticos de la oposición y del gobierno han intentado eludir su responsabilidad formulando una acusación ridícula contra el TPI por “antisemitismo”. Estados Unidos, principal aliado de Israel y proveedor de las bombas que se arrojan sobre la población civil, también ha rechazado la decisión de los jueces de La Haya por considerar injustificadas las órdenes de detención. 

El antropólogo y sociólogo francés Didier Fassin ha publicado recientemente Una extraña derrota (sobre el consentimiento al aplastamiento de Gaza), ensayo todavía no traducido al español, en donde analiza la “derrota moral” de Occidente ante el genocidio que se está cometiendo en Palestina.

Fassin critica el consentimiento de la mayoría de los países occidentales en la aniquilación de un pueblo, de su historia y de su cultura a manos de un Estado cuya voluntad de llevar a cabo una limpieza étnica ha sido afirmada desde los primeros días de la guerra. La violación de los derechos humanos, el desafío a las resoluciones de los organismos internacionales, el uso cínico del presunto antisemitismo de cualquier cuestionamiento, serán estigmas que la historia no podrá borrar y que afecta no solo a los autores materiales, sino también a los que han guardado un silencio cómplice frente a la mayor catástrofe humanitaria de este primer cuarto del siglo XXI.

 

 

 

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