“Si nuestros descendientes diagnosticaran los males de la civilización del siglo XXI, observarían un peligroso cortoplacismo: un fracaso colectivo para escapar del momento presente y mirar más allá”, observa el periodista especializado en divulgación científica Richard Fisher en una de sus habituales columnas (21/10/2020) en la MIT Technology Review (MIT por: Massachusetts Institute of Technology). Fisher desgrana como el sentido humano del futuro se ha expandido y contraído a lo largo de la historia de la especie y evalúa que “el mayor desafío en este siglo es transformar nuestra relación con el tiempo. La historia sugiere que nuestros horizontes se han acortado antes, pero pueden expandirse nuevamente” y eso es clave para la supervivencia del conjunto puesto que de esa manera se configura el mejor escenario para “aprender nuevas lecciones de las conmociones que enfrenta la sociedad en este momento”.
Posiblemente sofocado por el rebrote global de la pandemia, Fisher constata que la humanidad está estancada en el pensamiento a corto plazo. Por ejemplo en “la política populista, donde los líderes están más enfocados en las próximas elecciones y los deseos de su base que en la salud a largo plazo de la nación […] Y en nuestro fracaso colectivo para abordar los riesgos a largo plazo: cambio climático, pandemias, guerra nuclear o resistencia a los antibióticos”. La observación de Fisher proviene de la creencia de que más se ahorra más se invierte, que pan para hoy sin inversión es hambre para mañana. En el capitalismo tal como es, si no hay pan hoy, no hay inversión en panificados para mañana.
Una tribu primitiva —o una economía fuertemente planificada, complejidades aparte la canción es la misma— puede disponer que sus arqueros dejen de cazar y se empleen haciendo más arcos para que en el inmediato porvenir tener más instrumentos de caza y potenciar las posibilidades de las capturas. La elección es simple: más caza mañana es menos hoy. En el día en que lleguen los empresarios a esa tribu, se modernice y se sumerja en la alienación mercantil, nadie se va a poner a fabricar arcos si previamente no hay un mercado que lo demande. El mecanismo del crédito es el que permite tener la torta y comerla al mismo tiempo. O mejor aún: comerla antes de que salga del horno, puesto que en el sistema de libre empresa el problema no es producir, el problema no es que falten capitales (nunca faltan), sino es vender. El problema es encontrar proyectos rentables o sea que detecten mercados solventes para abastecerlos de lo que sea.
El enredo de las reflexiones de Fisher con la chingada sabiduría convencional de más-ahorro-más-invierto, dan pie para examinar ciertos preconceptos que dan vueltas en la vida política nacional, de origen similar. Al ser convalidados sin mayores objeciones, no es percatado que manifiestan en forma de metas razonables de política, importantes acápites del estatuto del subdesarrollo.
Responsabilidades
A la clase dirigente argentina y a sus intelectuales orgánicos les cuesta horrores aceptar que los salarios son un precio político, dado que les cuelga una responsabilidad política inescindible. En lo que queda del día, la explicación implícita (o explícita, cuando rara vez sale a la luz) de por qué los salarios son bajos en la Argentina en la comparación internacional y con relación a los valores alcanzados a mediados de los ’70 del siglo pasado, parece culpar a un tal Magoya. La realidad se impone y les guste o no, lo crean o permanezcan alienados del verdadero proceso de establecer el nivel salarial, los gobiernos se ven impelidos a tomar la decisión de fijar hacia arriba, hacia abajo o dejar como está al precio de la fuerza de trabajo nacional.
Esconderse entre los pliegues de las paritarias en el mejor y más favorable de los casos recompone lo erosionado por la inflación. Es muchísimo más favorable que nada, pero no alcanza. Con algún grado de refinamiento superior, últimamente un grupo minoritario de analistas se refugia en los gastos autónomos como argumento para esquivar la brasa caliente de fijar el nivel de salarios; un asunto eminentemente político antes que económico. Esta expresión, gastos autónomos, alude a gastos que se hacen de forma independiente –autónoma— del avance o retroceso del producto o ingreso bruto. En crudo y sin vueltas: el gasto del Estado. Estas buenas Bananas en Pijamas creen que pueden congelar la lucha de clases y así desentenderse de sus avatares, fijando el gasto público de manera autónoma para que el producto bruto crezca a ese ritmo.
Cuando se les señala que en el sistema económico que vivimos, al revés que en la naturaleza, es la desembocadura del río (la demanda) la que determina el volumen de la fuente de ese río (la oferta), se apuran a enunciar que ellos son los primeros en reconocerlo y enarbolarlo como estandarte de política económica. Pero cuando se les recuerda que el sistema en su funcionamiento natural tiende a achicar el estuario (los salarios, o sea el consumo), ni se dan por enterados y entran en la suprema ingenuidad de bregar por establecer el nivel de gasto público sobre la base de la pura subjetividad del grupo que anima tales medidas. La crisis que se compra el destino de ingenuidad manifiesta de los heraldos del gasto autónomo aguarda ser puesta en práctica alguna vez en la Argentina, para no desmentir que hacemos lo correcto una vez que probamos todas las alternativas.
Lo cierto es que objetivamente se ve que, por una u otra razón, la clase dirigente argentina, o mejor dicho, aquella franja de la misma comprometida con los intereses nacionales y populares, objetivamente siente una inhibición congénita para impulsar el nivel de los ingresos populares. Como corolario de ese comportamiento y genuinamente alentado por un inequívoco sentido de justicia social y funcionamiento democrático de la sociedad, ponen en marcha políticas que intentan la imposible cuadratura del círculo de devolverle poder de compra a los salarios, mientras los dejan sin cambios en su bajo nivel o los abaten. Entre otros clásicos del rubro, el subsidio a la tasa de interés con una sentida invocación a las pymes, la política de vivienda y el empeño en la innovación tecnológica abstracta se destacan por su marcada infectividad, la que va en proporción inversa a la gran esperanza que se deposita en las mismas para enfrentar las lacras de la larga mala hora.
Inefectividad
La cuestión de la tasa de interés es muy tenaz. Deslizar su nivel por debajo del que viene transitando el proceso inflacionario no alienta la inversión, encima le mete presión al mercado de cambios. En rigor, la tasa de interés es casi neutral respecto de las decisiones de invertir, pero el discurso político promedio se conduce como si estuviera directamente relacionada y desdeña que para que un préstamo sea otorgado necesita avales (usualmente fuera del alcance de las pymes a las que dicen estar dirigidos) y que haya un empresario que encuentre un mercado para pagarlo. Eso depende del consumo. Si no hay suficiente consumo (o sea: salarios), que es la circunstancia usual en las que prorrumpen este tipo de medida, sería insólito e irreverente que se propugne subsidiar la tasa de interés con el objetivo de aumentar el nivel de actividad, sino fuera porque se intenta salvar la ropa diciendo que algo se está haciendo cuando en rigor no saben para que lado salir los funcionarios que no funcionan. La posibilidad de que se autoengañen está dentro del menú. No todo es cinismo.
Rivaliza en gratuidad con el subsidio a la tasa de interés la invocación a los planes de vivienda. Uno de los lugares comunes más aceptados es que la vivienda requiere menos importaciones que el resto de las actividades y demanda mucha más mano de obra. Sobre lo primero y hasta donde llega nuestro conocimiento, nunca nadie presentó un cálculo o estimación que así lo probara. Simplemente se lo afirma. Y la verdad es que es improbable un cálculo que dé ese resultado. Si las importaciones en el máximo histórico del empleo posible de una economía significan, digamos, el 15% del producto, entonces si la inversión en viviendas contribuyó a alcanzar el tope de empleo, lo realmente prudente para contabilizar su impacto en las cuentas externas es por ese total. En cuanto a la mayor demanda de empleo, es verdad que hay sectores que tienen más capacidad de absorción de mano de obra que otros, pero esto es función del mercado del que disponen en el espacio del consumo global de las familias. En una situación de alto desempleo, si se construyen pocas viviendas porque no hay demanda, generará poco empleo independientemente de la capacidad relativa de absorción del sector.
Cerrar el fuerte déficit de viviendas que tiene la Argentina es un asunto estructural cuya condición necesaria para solucionarlo es el aumento de los ingresos populares y en todo caso el subsidio a la demanda de viviendas, jamás a la oferta.
Cuando se convierte en un capitulo coyuntural para elevar el nivel de actividad entonces encubre la incapacidad de vérselas con el verdadero problema de los bajos salarios y todo lo que hay que esperar es que se corten un par de cintas para la tribuna y ninguna otra cosa. En cuanto a las innovaciones, su aporte a la salida del marasmo no implica solamente tomarse en serio el presupuesto y las instituciones del complejo científico-tecnológico. Las innovaciones las empresas la adoptan para bajar los costos sobre la base de que van a seguir vendiendo. De otra forma, esa baja es abstracta.
También se realizan para capturar con un nuevo producto una porción del mercado que está. Un nuevo plato de plástico promete ser una buena inversión si el cálculo se hace sobre el mercado de platos existentes, en el cual se espera desalojar una porción de los platos hechos con otros materiales. Puesta en funcionamiento esa producción, distribuye nuevos ingresos generando un mercado ex post para todas las industrias comprendida la de los platos, porque su producción se agrega al producto bruto y compensa la caída en la industria de los platos con el aumento en los otros sectores. Queda claro que el gasto en ciencia y tecnología vale como impulsor de la secuencia de invertir en lo que se vende, proporcionalmente al aumento previo de las ventas y después de contabilizar cuánto se ganó.
Productividad
Ante la dura realidad de que las medidas no funcionan, la muchachada no se rinde y para no dar el brazo a torcer postula que para bajar la pobreza hay que aumentar la productividad. La elevación de la productividad del trabajo en el proceso productivo va mano a mano con el aumento de la composición orgánica del capital (relación entre el capital e insumos consumidos en un período y los salarios pagados en ese lapso). En criollo: más composición orgánica significa más máquinas para la misma masa de trabajadores. Para que el consumo de esa masa de trabajadores aumente en simultáneo, los que postulan el remedio del alza de la productividad están diciendo que de buena gana las empresas en conjunto suben los salarios para evitar el estancamiento.
El cuento de Caperucita culmina cuando se averigua dónde llevaba colgada la canastita. Jamás, por sí mismos, los empresarios son capaces de dar ese aumento. Son los trabajadores organizados los deben disputar por sus ingresos y es la conciencia política la que sortea la contradicción procediendo a sancionar el alza de salarios para que aumente el consumo. De otra forma, el sistema se estanca y retrocede. El camino al futuro signado por el desarrollo se comienza a recorrer con fecundidad cuando se asumen las verdaderas responsabilidades políticas.
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