El arte de la provocación
Bernardo Bertolucci (1941-2018) cultivó la belleza y aclaró que era para todos
Este artículo se lee mejor mientras suena la música de Último tango en París.
Los artistas que nos conmueven son nuestra familia electiva. No la que viene impuesta por sangre sino aquella por la cual optamos, que elegimos con pasión y por eso sincroniza con nuestro pecho: basta la menor evocación de ese personaje o de alguna de las razones que nos une a él o ella —una música, el pasaje de un libro, la escena de una peli—, para que el corazón pegue un salto y se ponga a flamear. Conjurar un recuerdo de la experiencia en común funciona, pues, como hojear un álbum de fotos que se armó con esmero: al ver el signo que simboliza el hecho rescatado del olvido —un personaje amado, el verso de un poema, un cuadro—, revivimos la emoción, la traemos al presente. Así reconocemos que marcó un antes y un después en nuestras vidas, que agregó algo por lo cual seguimos agradecidos: una estancia nueva en la casa de nuestra identidad, por la cual pasamos para procurarnos solaz o iluminación.
Es raro, porque objetivamente el disparador no podría sernos más ajeno: se trata de un elemento físico —un libro, un disco, una peli— con el cual interactuamos de manera fugaz y quizás ya no tengamos cerca; sostenes materiales de una obra creada por alguien a quien por lo general no conocemos. (¡Si hasta puede haber muerto siglos atrás!) Y sin embargo, cuando una obra nos sacude nos la apropiamos, se nos vuelve interior, se hace uno con nosotros. Deja de ser anécdota para convertirse en historia viva. Ya no se trata de un casillero más que tildamos en la página de las aventuras intelectuales, al estilo de los coleccionistas de figuritas: late —la tengo, la vi, la leí, la escuché— o nola —no la tengo, todavía no la vi, no leí, no escuché. En nuestra alma, esas obras se tornan indistinguibles de las experiencias reales. Ya no son meramente algo que vimos, leímos, escuchamos: fueron cosas que vivimos, que experimentamos con la misma intensidad que un romance o un trompazo.
Por eso mismo, cuando muere uno de los tipos o tipas que han creado esas obras sin las cuales no seríamos quienes somos, lo sentimos como una pérdida en la familia, la desaparición de alguien con quien conectábamos profundamente. Es lo que me pasó cuando supe que había muerto Bertolucci. Para mi sorpresa, porque no era consciente de que formase parte del Top Ten de los Cineastas Aún Vivos Que Me Conmovieron de Verdad. Pero ocurrió, y desde entonces vengo forcejeando para entender las razones.
Ni siquiera puedo considerarlo un artista que mi generación crea propio. Bertolucci es patrimonio de la generación previa, que pudo experimentar la novedad que traían aparejadas El conformista (1970) y Último tango en París (1972). La primera visión de sus pelis fundamentales, que en general ocurrió mucho después de su estreno, se dio además cuando todavía no estaba en condiciones de apreciar lo que estaba viendo. ¿Qué podía pescar aquel pibe de veintipocos, con su casetera nueva y su flamante carnet de afiliado al videoclub, del estado del alma que arrasaba al Brando del Último tango? ¿Qué podía asimilar el tipito criado en dictadura, y por ende virgen en materia política, de la rebeldía que los campesinos dedicaban a los patrones durante Novecento (1976)?
Y sin embargo ese destiempo es una de las marcas de la estatura de un artista. Que logre imponerse a nuestras limitaciones del momento, que sus obras se nos adhieran a pesar de que no las comprendamos del todo, sugiere que ha hecho pie en una parte de nuestra alma a la que aún no tenemos acceso, aquella que no experimenta el tiempo linealmente sino que posee balcón con vista al futuro. De modo inconsciente, nos aferramos a ciertas obras aun cuando nos superan, desde la intuición —que no deja de ser una forma del saber— de que terminarán siendo importantes, cuando maduremos al punto de afinar con su melodía.
Créanme: Bertolucci fue un hombre de su tiempo ciento por ciento, pero sus pelis —y en especial aquellas que rodó durante los '70, hace casi medio siglo— son más relevantes para el público contemporáneo que la mayoría de lo que se filma hoy.
El conformista, sin ir más lejos, es una peli sobre la Argentina actual.
Un sepulcro blanqueado
La anécdota de El conformista se ancla en otro lugar y otro tiempo: la Italia del fascismo. Pero su personaje central, Marcello Clerici (Jean-Louis Trintignant), representa un arquetipo de terrible vigencia. Tan despiadado es el estudio que Bertolucci hace de él (basado en una novela de Moravia que aún no leí) que, si se la volviese a estrenar hoy, miles de argentinos harían cola tan sólo para estar en condiciones de negar que se reconocen en ese espejo.
Clerici se une al movimiento fascista y acepta convertirse en traidor y asesino en nombre de la normalidad. Eso ambiciona: la normalidad que deriva del hecho de estar integrado al sistema que el poder propugna desde sus alturas; casado a través de ritual religioso a pesar de ser ateo; y formando una familia entendida como un documento más, junto con el de identidad y aquel que lo afilia al partido. La voracidad con que persigue ese estado trasunta una necesidad desesperada de ocultar la anormalidad que —cree— lo define.
Parte de esa anormalidad derivaría de un origen que piensa vergonzante. Su padre está internado en un neuropsiquiátrico. Su madre languidece en el caserón familiar, entre sueños de morfina, entregada a los brazos de su chofer a quien, por ser oriental, Clerici considera subhumano. Se podría pensar que la debilidad paterna sumió a la familia en la bancarrota, obligando a Clerici a desplazarse bajo el paraguas de una nueva autoridad. Pero la línea de la causalidad es confusa: ¿fue la locura lo que impidió a Clerici padre conservar su fortuna, o más bien perdió status porque no le dio el piné para bancar la pretensión y las demandas de su mujer y usó la locura para justificar su caída?
La otra inadecuación deriva de su identidad sexual, que atribuye a un trauma infantil. Los flashbacks muestran a un Clerici niño de quien se burlan los pibes porque pertenece a una clase social superior. De ese abuso lo salva un chofer —los choferes son trabajadores y por ende de baja estofa—, tan sólo para exponerlo a su propio abuso, del que Clerici escapa porque echa mano al arma del adulto y le dispara. Pronto entendemos que los recuerdos de Clerici no son confiables: nunca asesinó al chofer, como creyó la vida entera. Lo cual da pie a que desconfiemos nuevamente de las justificaciones familiares. Entiendo que en la novela de Moravia —a la cual podemos tomar como versión "objetiva" del relato— los pibes no se burlaban del pequeño Clerici sólo por cuestión de clase, sino ante todo porque era afeminado; y que, aunque el chofer no llegó a violarlo nunca, su padre lo exponía frecuentemente a su propio abuso físico.
Lo concreto es que Clerici sobreactúa su masculinidad, porque asume que lo heterosexual es norma. Todos sus avances amorosos se ven artificiales —la forma en que rueda por las alfombras con su novia Giulia (Stefania Sandrelli) suena a puesta en escena, a aquello que hay que hacer con la pareja para demostrar pasión— o violentos, como su seducción de Anna (Dominique Sanda), la joven esposa de un viejo profesor suyo. Por algo Clerici elige como mejor amigo a Ítalo, que es ciego: sólo admite la proximidad de alguien que no esté en condiciones de "ver" más allá de su pretensión.
Hay, en suma, algo que Clerici desea ocultar a cualquier precio, porque lo abochorna; y ese deseo justifica su entrega total al oficialismo, que representa la causa del orden y el respeto a la convención. La ligazón entre la normalidad como valor y la identidad de las clases medias no es casual. Las clases laburantes asumen sin complejos que no son "normales" en el sentido que consagra el sistema: se saben guarras, inclinadas a los excesos, incapaces de formatearse según moda alguna; ellas crean sus propios códigos, que reinventan de modo constante. En cambio las clases medias tratamos de encajar en un molde preexistente, aquel del imaginario del American way de posguerra: rubios o arrubiados, pulcros hasta la exasperación, en perfecta armonía, cada uno atendiendo a su rol, dueños de casita propia y vehículo lustrado, con sonrisas de dentaduras completas que además relumbran.
Esa imagen me remite a la caracterización que Jesús hace de los fariseos como sepulcros blanqueados: la capa de cal que disimula la oscuridad y el hedor que desprende la muerte. Porque las clases medias vivimos para ocultar —al igual que Clerici, a cualquier precio— el pecado de no haber sido clase media en el origen. Si retrocediésemos sobre los pasos de cada burgués de hoy, llegaríamos indefectiblemente a un grupo de pobretes brutos y desdentados cuya foto nadie conserva. Porque los nobles ensalzan su prosapia y los nuevos ricos se compran una, pero las clases medias desaparecen su origen con la aspiradora que compraron en cuotas. Por eso exageramos nuestra prosperidad. (Días atrás me contaron del dueño de un Mercedes de pocos años, que se agarraba la cabeza porque las pastillas de freno le salían quince lucas y ya no lleva el auto al service oficial, sino al taller del rioba.) Lo que hacemos es fingir con gestos ampulosos la pertenencia a una clase social que, para ser sinceros, no existe como tal.
Ya no hay nada que pueda llamarse clase media. Lo que existe, sí, somos nosotros, los pobres supersized, que cuando nos preguntan si queremos agrandar el combo tendemos a decir que sí, mientras dudamos de nuestra capacidad de sostener una vida extra large.
El futuro ya llegó
El problema de Clerici es que, mientras se escuda en el temor a ser identificado con un pasado vergonzante, lo que en realidad busca disimular es su anormalidad presente: el hecho de que se sabe un psicópata, una persona incapaz de sentir nada por nadie que no sea él mismo. El sistema altamente codificado del fascismo —con sus distintivos, sus saludos, sus himnos— permite falsear una serie de emociones con gran economía, algo ideal para quien entiende que, en condiciones distintas, le costaría un laburazo fingir empatía. El fascismo es un continente perfecto para personalidades que quieren llevar al acto sus caprichos, sin rendir cuentas ni ensuciarse las manos. Tan pronto el movimiento le encarga una misión —colaborar con el asesinato del profesor Quadri (Enzo Tarascio), de quien fue alumno dilecto—, Clerici empieza a abusar de su poder. Pronto cede al deseo de humillar al chofer asiático de su madre, pero para hacerlo apela al agente fascista Manganiello (Gastone Moschin), que lo abofetea.
El trauma del pasado es la excusa perfecta, porque ayuda a pretender que alguna vez se sintió intensamente y el sufrir asesinó la capacidad de sentir, cuando lo más probable es que nunca haya sentido nada. Creo que la novela arranca con Clerici niño matando animales, primero porque sí y después en venganza contra un amigo que no quiso aceptar su crueldad. La peli, en cambio, usa como línea presente el viaje que lo conducirá al punto donde se asesinará al profe Quadri y de allí visita el pasado mediante flashbacks; de este modo —imagino— Bertolucci coloca el destino de Quadri como la prueba final que separa a Clerici de la inhumanidad irreversible.
Durante el relato, Anna le dice a Clerici que sabe que está al servicio del fascismo y representa un peligro para su marido. Sin embargo Quadri, que también lo sabe, no elude el contacto ni la relación. Comete el error de creer que Clerici aun puede ser salvado, basándose en los recuerdos de lo que había sido como alumno. Ese error de juicio le cuesta la vida. El Clerici que parecía levitar en clase, emocionado ante las resonancias de la platónica Alegoría de la Caverna, no existió nunca. Tan sólo era el Clerici de siempre, haciendo lo que solía hacer para avanzar en el mundo: fingir sentimientos que es incapaz de experimentar en la vida real. Por eso su nula reacción ante el asesinato de Quadri, que es apuñalado ante sus ojos al mejor estilo Julio César. (Tu quoque, Marcellino!) Cuando Anna le implora por su vida tampoco revela emoción alguna, a pesar de que ha intimado con ella. Ese que la observa correr hacia su muerte como quien ve llover es Clerici sin afeites, la persona esencial, aquel que siempre ha sido bajo la fachada de la adherencia a las convenciones.
Recuerdo haber leído hace años un texto del Indio Solari donde decía que, en el futuro, nadie tendría mejores posibilides de sobrevivir que los psicópatas. Miren la foto de familia del G20 y díganme cuántas caruchas parecen calificar para el puesto.
El futuro ya llegó.
A provocar se ha dicho
Los psicópatas prosperan en sistemas abiertos al caos y la arbitrariedad: esto es, durante regímenes autoritarios o neoliberalismos-lobos cubiertos por piel de oveja democrática. Cuando vuelve a la práctica un sistema que aplica la ley —en teoría, lo opuesto del caos y la arbitrariedad— y políticas que amplían derechos y nivelan el campo de juego de las oportunidades, las personalidades psicopáticas se derrumban. Como se desintegra Clerici a la caída de Mussolini: al creerse expuesto, entrega a la turba a su amigo ciego con tal de salvarse. Como se desploman Attila (Donald Sutherland) y Regina (Laura Betti), la pareja fascista de Novecento: después de haber abusado de su poder de forma demencial —violando y asesinando a un niño, abusando de los campesinos, empalando a una viuda para apoderarse de su casona—, huyen con tristes petates en bicicleta, mientras los persiguen campesinas con tridentes.
Pero las formas de explotación se perfeccionan, y hoy le han encontrado a lxs ciudadanxs psicópatas un rol crucial en el contexto de las democracias formales. El poder trabaja —a través de sus medios de comunicación, ante todo— para psicotizar aún más al sector de la población que sólo piensa en sí mismo y que, paradójicamente, no suele ser aquel que vive grandes necesidades. Y como esta gente mide la normalidad a que aspira según el metro que le proporcionan los medios y su entorno social, van y votan lo que le dicen aunque signifique votar en contra de sus intereses. Para el neoliberalismo salvaje de hoy, lxs ciudadanxs psicópatas —que, a pesar de figurar entre los formalmente educados, se revelan pésimos gestores de sus propios destinos— son el votante ideal.
La obra de Bertolucci puede ser leída a la luz del tironeo entre su ascendencia también burguesa —madre maestra, padre poeta e historiador del arte, que fueron instrumentales a su elección de la cultura como campo de juego— y su formación marxista. Sobre el final de Novecento hay una escena elocuente al respecto: el patrón Alfredo (Robert De Niro) y el laburante Olmo (Gerard Depardieu), que a pesar de haber nacido en extremos opuestos de la escala social sostuvieron siempre la más improbable amistad, se trenzan a empujones. De repente, por corte, Alfredo y Olmo son ya ancianos pero siguen jalándose y empujándose. Lo más fácil es pensar que Bertolucci cuenta que patrones y laburantes seguirán forcejeando mientras haya vida humana en el planeta. Pero también creo que ahí está diciendo que Alfredo y Olmo se trenzarán en su alma hasta el último día: la parte burguesa que Alfredo encarna —aquel que disfrutó del lugar privilegiado que le tocó en el mundo y cree que decir yo no le hice daño a nadie lo exime de responsabilidades— y la parte jacobina, inflexible ante la explotación humana que encarna Olmo.
Por eso imagino que, además de la conveniencia a la hora de armar una producción internacional, la elección de un actor estadounidense —Brando, nada menos— fue clave para que Bertolucci se permitiese crear un personaje como el Paul de Último tango. Un personaje europeo de esa edad en los '70 habría padecido la guerra y se habría politizado indefectiblemente, a consecuencia del fascismo o cuanto menos de sus bombardeos. En cambio Paul, a pesar de haberse casado con una francesa y de habitar en París, vive en una burbuja existencial que empieza y acaba en él y por eso lo condena a la soledad. No es exactamente un psicópata, porque siente y de la manera más desgarradora. Pero, tal vez a causa del individualismo en el cual fue criado (de la deliberada forma en que se des-ideologizó a los baby boomers), no encuentra forma de desarrollar conexión verdadera con nadie. Su esposa acaba de suicidarse y ni siquiera sabe por qué; el hecho de que ella tuviese un amante a quien vestía con una robe de chambre idéntica a la de Paul sugiere que buscaba alguien que completase lo que su marido le negaba, no por egoísmo sino por carecer de cierta dimensión emocional.
Último tango cuenta la ficha final que Paul arriesga para reinventarse, ahora que entendió que su vida es un páramo por el cual no circulan más que cenizas. Comete el error de creer que la única conexión profunda que se puede entablar es romántica / erótica. Si tan sólo mirase más allá del apartamento-útero en el cual decide encerrarse con su último rehén amoroso... Pero no lo hace, y termina enroscado en posición fetal sobre un charco de sangre.
El Bertolucci de Antes de la revolución (1964) creía aún que necesitaba elegir: como su protagonista, Fabrizio (Francesco Barilli), se debatía entre sus aspiraciones burguesas y su militancia comunista. Pero el Paul del Último tango liberó a Bertolucci, le enseñó que disponía de una tercera vía para no renunciar a ninguna de las dimensiones que lo definían. Cuando se posee una naturaleza anfibia y se participa de dos mundos a ninguno de los cuales se pertenece del todo, se corre el riesgo de ser considerado un traidor. A no ser que uno se plante en esa diferencia, se asuma como outsider y convierta esa característica en una provocación.
Desde Último tango en adelante, y levantando la bandera de su maestro Pasolini, Bertolucci devino un provocador. No hay peli suya que, aun hoy, no me ponga nervioso en algún momento. Pero su provocación más grande no pasó por la forma en que sacudió el árbol de las convenciones políticas, religiosas y sexuales. Lo más revulsivo que hizo fue demostrar a través de su arte que se puede perseguir la belleza y el bien en simultáneo; que la excelencia artística y la popularidad no están reñidas por definición; que se puede disfrutar de los placeres sensuales que esta vida ofrece y ser generoso con los demás.
Bertolucci logró que la sofisticación de su arte —hablamos del creador de algunas de las pelis más bellas que existen— no lo alienase del gran público. Una cosa era admirar a Borges, a quien recreó en La estrategia de la araña y apeló en el final de Último tango (cuando entendemos que ya no estamos viendo la peli de Paul, sino una relectura de Emma Zunz), y otra muy distinta seguirlo en su ideología reaccionaria, porque el ejercicio intelectual y el goce de los sentidos no conducen necesariamente al egoísmo. Como Oesterheld, como Favio, como el Indio Solari, Bertolucci fue un creador al que cabe definir como populista. Alguien que pasó por la vida disfrutando y aprendiendo, mientras producía disfrute y compartía sus iluminaciones; a quien nunca asustó la noción del pecado, a excepción de aquel que Borges define como el peor.
Me entristece pensar que ya no hará más películas. Pero me alegra recordar que las que hizo —esos ambientes deslumbrantes que agregó al palacio de nuestras almas— siguen estando allí; y que al revisitarlas no sólo recrean el placer original, sino que siguen interpelándonos y arrojando insospechada luz sobre el presente.
Los populistas —a quienes que el sistema considera los nuevos bolcheviques— sabemos que nada descoloca más al enemigo que el hecho de que seamos felices a pesar de todo. La nuestra no es la alegría artificial del que aspira helio, sino la satisfacción profunda de quien busca a diario lo mejor para los demás.
Nuestra provocación, hoy, es seguir gozando.
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