Tuve que volver a la casa de mis viejos. Está vacía desde hace años. No la pisaba desde el 2009. Era otra vida, entonces. Y también otro mundo.
Encontré el frente sucio y garabateado por aerosoles. Ni siquiera la persiana, que más que baja se ve vencida, se salvó del desparpajo graffitero. Parecía lo que era: una ruina, un tiempo clausurado. Si hubiese frenado a un transeúnte, entre los tantos que circulaban por Flores a esa hora, para decirle que estaba embrujada, el tipo lo habría considerado por un segundo, al menos. Hasta Shirley Jackson, la autora de La maldición de Hill House, se lo habría tomado en serio. La cara de mi vieja casa pertenece al casting de un film de terror.
Usé la llave que me habían dado hace poco, pero no logré abrir la puerta. Lo intenté varias veces, con maña y con fuerza. Finalmente, frustrado, llamé a mi hermana desde el umbral. Ella no podía hacer otra cosa que lo obvio, alentarme a seguir intentándolo: "Son un par de vueltitas, nomás". Corté sin esperanzas pero la llave giró al toque y me quedé ahí, confundido. A pesar de que habían transcurrido segundos desde el intento inicial, no supe responder: ¿sería posible que mi dificultad se debiese a que sin darme cuenta moví la llave para cerrar —cerrar aún más, como si eso fuese posible—, en lugar de hacerlo en la dirección indicada? Mi memoria muscular se negó a hacer declaraciones. Era absurdo seguir ahí, empujé la puerta y entré.
Penumbras, mugre, bolsas negras por todas partes. El patio acumulaba un colchón de hojas secas que alcanzaba mi rodilla. Estaba casi desnudo, el lugar —desnudo de muebles, al menos—, pero conservaba detalles con los que mi mente reconstruyó lo que en los ojos era pura ausencia. El bargueño que albergaba las copas finas. El baúl lleno de libros de los que me divorcié, dolorosamente, varias vidas atrás. El bastidor con el poster taurino, que incluía el nombre de mi padre como matador. Por enésima vez, volví a preguntarme por qué no sentía cariño por la casa familiar, como lo siente la gente normal. Por enésima vez, no supe qué pensar. Mis recuerdos conscientes son agridulces, en ese baúl también hay de todo un poco. Cuando el recuento es racional, me digo que debería estar agradecido: allí aprendí a andar, allí jugué, allí descubrí al Corto Maltés, allí escuché siglos de música, encorvado sobre el Ken Brown — un combinado con forma de arcón que permanece en la casa, desplazado a otro ambiente. Y sin embargo no es ese el sentimiento que predomina. ¿Es una reacción ante el dolor, alergia a la pérdida prematura de mi madre? ¿O estoy bloqueando algo más, memorias que siguen siendo inaccesibles?
La casa familiar está vacía pero no deshabitada. Si algo le sobran son espectros. Al resto de los escenarios de mi infancia —y a la gente que la pobló: abuelos, amigos de mis viejos, amigos míos— puedo retornar con una sonrisa, la belleza de la experiencia es más fuerte que el dolor de la pérdida. Pero ante el lugar donde crecí, sólo siento aprensión. ¿Será que lo asocio a la muerte de la inocencia: al tramo de la vida en que descubrí los horrores que habían tenido lugar puertas afuera, mientras en la radio sonaba Larrea, el Eslabón de Lujo bailaba al son del centrifugado y mi madre imponía patines de lana para no rayar el parquet? ¿Será que el edificio se fundió al fin, en mi cabeza, con el encofrado de mentiras que proferían quienes me rodeaban, con la excusa de protegerme de la realidad cuando todo lo que ansiaban era blindarse ellos?
Sólo puedo decir que en esa casa fui consciente por vez primera de que mi existencia era inseparable del miedo — un miedo informe, inexplicable, pero no por eso menos real. En esa casa me ahogué miles de madrugadas, sin que los médicos diesen nunca con la causa material y sin más recursos que el jarabe afrutillado del Ventolín y mi propia capacidad de controlar el cuerpo, de re-aprender a respirar. Allí leí por primera vez Duna, de Frank Herbert, y memoricé la letanía que Paul Atreides aprendió de su madre como mi rezo laico: "No voy a tener miedo. El miedo es el asesino de la mente. El miedo es la pequeña muerte que detona la obliteración total. Voy a enfrentar mi miedo. Voy a permitirle que pase encima mío, a través mío".
Me pregunto si, en efecto, habré asociado la casa con el fracaso de sus muros a la hora de protegerme. Una capitulación como la de mis padres, que pudieron hacer poco y nada para evitar que lo público —o sea, la Historia con hache mayúscula— se llevase puesto lo privado y arrastrase mi propia historia con hache minúscula, mi cuento personal, con la fuerza de un torrente.
Durante los años que siguieron a mi escape de aquella casa, canté una y mil veces cierta canción de The Smiths creyendo que lo hacía porque era bella, nomás, sin advertir que expresaba un deseo que conservé hasta hoy:
Preferiría no volver
A la vieja casa
Demasiados malos recuerdos, ahí.
Cosas extrañas que ya no son extrañas
Fue necesario que terminase de escribir mi novela de terror —que la entregase a la editorial, la viese publicada e iniciase la mudanza de ese barrio mental— para que entendiese que había evaluado la experiencia de modo equivocado, o al menos incompleto. Como buen artista burgués, la encaré como un esfuerzo individual. ¿O no soy, a fin de cuentas, el propietario del copyright sobre mis fantasmas? Pero, a medida que gané perspectiva (a medida que el tiempo hacía su tarea), advertí que la relectura era más rica si la colocaba en un contexto más amplio que el de mis obsesiones. Cuando ubiqué ese ladrillito literario en el contexto social, cultural y político de este tiempo —y además amplié el cuadro, para no dejar afuera la mirada histórica—, lo que asomó fue un panorama más perturbador.
Primero entendí que, para aquellos que llevamos aquí al menos desde los '60, toda la experiencia vital había sido contaminada por el género de terror. Durante la dictadura se nos confinó dentro de una casa tomada, llena de espectros dolientes y de monstruos agazapados en cada sombra. La primavera alfonsinista terminó abruptamente, cuando el testimonio de los sobrevivientes de la represión durante el juicio a los genocidas nos metió a patadas en el subgénero gótico: mazmorras, torturas, homicidios encarados con vis creativa, necrofilia. La hiperinflación supuso traumas de los cuales nuestra sociedad dolarizada no se recuperó aún. El menemismo fue lo que fue a merced de una psicosis colectiva. Una sociedad entera se persuadió de que podía ser algo distinto de lo que era sin haber hecho el trabajo imprescindible para evolucionar: algo así como La invasión de los usurpadores de clases sociales. La implosión del gobierno de la Alianza nos arrojó a terrenos de lo que se llama body horror: el subgénero que se especializa en el temor al dolor físico y la repugnancia que deriva de las funciones fisiológicas. David Cronenberg es uno de sus cultores más interesantes, a través de films como La mosca, Dead Ringers y Crash. Sólo que, en este caso, el cuerpo que se descomponía en 2001 era el de la nación argentina.
(¿Y el macrismo? ¿Estamos demasiado cerca aún, en términos históricos, para dirimir qué tipo de relato de horror reclamó como propio? A veces pienso que no podemos saberlo porque continúa aterrorizando, en virtud de su salud antinatural: dadas las barbaridades que se atrevió a hacer debería estar muerto y enterrado y sin embargo helo aquí, tan campante, moviéndose a su albur. ¿Se tratará de una mancha voraz, voluntad maléfica en estado puro que corrompe lo que toca y que ante nuestros manotazos defensivos no hace más que crecer?)
Pero la utilidad del género de horror, a la hora de explicar cómo llegamos acá y dónde pinta que vamos, trasciende estas fronteras. Hace rato que las narrativas de cuño terrorífico se diversificaron en el mundo entero, de modo de abordar temas que solían ser patrimonio del drama, o de la denuncia social y política. Podríamos echarle la culpa a Bong Joon-ho y acusarlo de pionero. En la película The Host (2006), el cineasta de Corea del Sur puso al frente del relato condimentos del género —un monstruo creado a consecuencia de la insensatez humana, víctimas con las que resulta fácil empatizar—, pero al mismo tiempo, o principalmente, hizo que el film versase sobre otras cosas: la ingerencia colonial, la insensibilidad de las burocracias sobre las que descansa un gobierno, la frivolidad de cierta protesta política, la estupidez que opera como un ancla respecto del derrotero de la especie. También podríamos culpar al sueco Tomas Alfredson, que en Let The Right One In (2008), adaptación de la novela de John Ajvide Lindqvist, tomó los elementos del folklore de Transilvania para contar la improbable relación, y por qué no romance, entre una niña vampiro y un pibito bulleado; dos almas que se descubren gemelas, en el espejo de la soledad que las hermana.
De modo paralelo a estas innovaciones, la industria del terror narrativo siguió su marcha triunfal. Me atrevería a decir que el mainstream del horror es hoy más próspero que nunca. Están las sagas que vienen de lejos, como Viernes 13 y Halloween y las películas de Freddy Krueger y Scream y las apariciones de Chucky y El juego del miedo y las iteraciones de la cuestión zombie, a las que se suman nuevas como The Purge e Insidious. Pero en general se trata de relatos efectistas, que van en busca del susto primal. (Que ponen a prueba nuestros reflejos, diría Mauricio, rápido a la hora de devorarse al micrófono que se metió donde no debía.) En consecuencia, producen un horror apenas físico, de montaña rusa o de pista de autitos chocadores, que nunca penetra más allá de la piel.
En ese sentido, el terror industrial se ha infantilizado. Esos relatos ya no están dirigidos a los adultos, sino a los más jóvenes y ante todo —suena raro, pero es así— a los niños. Mi hijo Oliverio, que hoy tiene 7, es fan de este tipo de películas desde que era todavía más chico. Y no porque se lo instara a ello, o se le permitiese pispear lo que consumíamos los adultos, sino por la ubicuidad de esos contenidos, que comieron sus ojos desde que pudo sentarse solito ante un teclado. Siempre le encantaron Batman y los héroes de la Marvel, pero sus personajes favoritos eran asesinos seriales como Jason Voorhees y Michael Myers. Podría mentir que no me preocupé, pero con el tiempo terminé por entender que el desfasado, el fuera de sincro, era yo.
Los pibes de hoy están expuestos desde que son enanos de jardín a relatos de terror, donde la crueldad está dosificada —lo que va de las adaptaciones al cine de la serie literaria Escalofríos, de R. L. Stine, a Stranger Things—, pero de todos modos existe y es innegable. Mi hijo, como tantos otros hijos, no creció jugando al Donkey Kong: se desarrolló mientras jugaba al Five Nights at Freddy's, o sea entrenándose para sobrevivir durante madrugadas interminables para no ser asesinado por bestias animatrónicas. Por eso no le interesa vestirse de superhéroe square, de alma bienintencionada, al estilo Superman: prefiere echarse encima el disfraz de alguien más perturbador, como Venom, un híbrido entre alien y humano. El tipo es capaz de arrancarte la cabeza de un mordisco, pero se entiende que sus modales no sean refinados; al fin y al cabo, se trata de alguien que sobrevive como puede en una tierra extraña.
La realidad se ha llevado puesta a la corrección política. En el siglo XIX, gracias a los oficios de gente como los Grimm y Hans Christian Andersen, los cuentos infantiles eran terroríficos porque su función pedagógica era avispar a los pibes para que entendiesen que el mundo era jodido y que la gente que lo habitaba era aún peor. Hoy se ha retomado esa senda. Los críos de estos tiempos ven cosas que los familiarizan con lo que antes daba miedo, porque de modo indirecto se los pone en autos respecto de las características salvajes del mundo que se les legará. Se entretienen a la vez que se preparan para sobrevivir en condiciones extremas, que tal vez muy pronto se conviertan en normales. ¿Quién podría culparlos por su voluntad de salir adelante, en pleno Apocalipsis?
Mientras tanto, extramuros de esos contenidos, un puñado de artistas comenzó a llevar el género en nuevas direcciones. Hasta no hace tanto, se reconocía la excelencia de ciertos cultores del terror pero no se les permitía salir del ghetto, de su condición social de Clase B: me refiero a gente como John Carpenter, Tobe Hooper, Sam Raimi, el primer Peter Jackson. Confesarte autor del género era como sacar carnet de ciudadano de segunda. Pero hoy existen artistas que son considerados de Clase A y sin embargo cuentan historias de terror sin pedir disculpas. Estos son tiempos en los cuales ese tipo de narraciones gana premios en los festivales de prestigio —la Palma de Oro de Cannes 2021 se la llevó Titane de Julia Ducournau, un film al que podría catalogarse, quizás reductivamente, como un ejercicio de body horror en la vena cronenberguiana— y también ganan los premios de la industria, como el Oscar. Esa fue la estatuilla que obtuvo Guillermo del Toro en el año 2017 a cuenta de La forma del agua, encantadora cruza entre Romeo y Julieta y El monstruo de la Laguna Negra.
La radio pública NPR, versión estadounidense de la BBC, dijo hace poco que el escritor Stephen Graham Jones era "uno de los mejores autores contemporáneos, más allá del género". El arte de estos visionarios contemporáneos se multiplica en varios formatos: en el cine hay un Ari Aster, en la historieta hay un Jeff Lemire, en las series hay un Mike Flanagan, en la literatura hay una Catriona Ward y un Paul Tremblay y un James Han Mattson. (Por supuesto, no olvido a nuestros paladines locales: escritores como Agustina Bazterrica, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez y Leo Oyola.) Esta gente no tiene interés alguno en sobresaltarte y hacerte pegar un salto, allí donde estés.
Lo suyo es, más bien, el arte de hacerte temblar.
Raras flores nuevas
Desde hace algún tiempo, los mejores relatos de terror vienen apropiándose de cuestiones que resultan acuciantes — aquellas que en otro momento hubiésemos definido como temas serios.
En el cómic Sweet Tooth (2009), que este año Netflix estrenó en su versión serializada, Jeff Lemire habla de un mundo diezmado por una pandemia y elige por protagonista a un niño mutante, o sea a un inocente, que intenta sobrevivir en un paisaje post-apocalíptico. En la película The Babadook (2014), la australiana Jennifer Kent dramatizó la angustia de una mujer sola que debe lidiar con un hijo complicado. Lejos de Sidney, pero todavía en el Hemisferio Sur, Samanta Schweblin publicaba Distancia de rescate, vuelta de tuerca sobre otra obsesión maternal: el temor a permitir que los hijos se alejen del perímetro dentro del cual los soñamos protegidos. En 2017 se estrenó la serie El cuento de la criada, adaptación de la novela de Margaret Atwood que presentaba la supremacía machista como lo que ha sido: un reino de terror. Ese fue el año, también, del éxito internacional de la película Get Out, de Jordan Peele, que tornaba literal la pesadilla de la población negra de los Estados Unidos: ser fagocitados por los blancos, y no tan sólo por los rednecks y fascistas, sino también por la elite liberal y bienpensante. Al mismo tiempo, Agustina Bazterrica publicaba Cadáver exquisito, especulación sobre una civilización distópica en la cual el canibalismo deviene necesidad.
En El legado del diablo (2018), el cineasta Ari Aster cuenta qué es lo que ocurre en una familia cuando no tiene otra cosa que testar que una herencia de locura y perversión. Un año más tarde el mismo Aster estrenó Midsommer, que arranca como sátira a la superioridad con que los estadounidenses se pasean por el mundo y termina narrando una vuelta al matriarcado con ribetes escalofriantes. En 2020, la serie de HBO Lovecraft Country releyó la experiencia histórica de la minoría negra como si hubiese sido un relato de horror liso y llano, de pe a pa, desde la esclavitud hasta el presente. Ese mismo año, Leigh Whannell tomó el clásico de H. G. Wells llamado El hombre invisible y lo convirtió en una película sobre la violencia de género: ¿qué puede hacer una mujer abusada para probar que en efecto lo es, cuando no cuenta con evidencia incontrastable? También en 2020 Stephen Graham Jones —cuya sangre es nativa de la tribu de los Piesnegros, nótese cuántos de estos autores pertenecen a comunidades excéntricas al modelo predominante del macho caucásico— publicó The Only Good Indians, título que remite al ideario sarmientino según el cual el único indio bueno es el indio muerto. La novela cuenta cómo el sacrificio innecesario de una criatura sagrada que simboliza la naturaleza —un alce hembra, por añadidura preñado— mueve a un espíritu antiguo a lanzarse a una senda de venganza. Y este año Mike Flanagan estrenó en Netflix la serie Midnight Mass, que sugiere que, con tal de no perder su ascendiente social, algunos estamentos de la población blanca están dispuestos a hacer cualquier cosa. (Después de votar a Trump y de asaltar la Casa Blanca, esto quedó palmariamente demostrado.)
Podría mencionar obras y autores durante un día entero, y aún así mi lista seguiría siendo incompleta, y en consecuencia injusta. Lo que vendría bien sería entender por qué tanta gente, de lugares y características tan distintas, ha coincidido en elegir el género de terror como el recurso adecuado a la hora de expresar sus inquietudes.
Voy a ofrecer dos respuestas. Primero diré que se trata de la más razonable de las reacciones, desde que se está asumiendo (¡por fin!) que prácticas extendidas que teníamos naturalizadas eran y son monstruosas: por ejemplo la supremacía masculina y la persistencia de la discriminación racial, social y de géneros. Que autores como los mencionados conciban obras que discuten estos temas es una forma de decir que el machismo y las variantes modernas de la esclavitud son —verbatim— un horror. En los años '50 se hizo algo similar al introducir en el imaginario narraciones que tematizaban el miedo al holocausto atómico. Fíjense en estos ejemplos tan contrapuestos, y aun así complementarios: la saga de Godzilla, criatura mutante que debutó en el '54, mostrando en las pantallas japonesas que las consecuencias de Hiroshima no habían terminado; y Doctor Insólito de Stanley Kubrick (1964), una sátira sobre lo que ocurre cuando se le concede gran poder a hombres muy pequeños. (Lo que es la perspectiva histórica: más que a comedia salvaje, Doctor Insólito huele hoy a narración realista.)
También existe ahora algo que se llama eco-horror y dramatizan novelas como The Ruins de Scott Frank y Aniquilación de Jeff VanderMeer: historias que especulan sobre la clase de castigo que la Madre Tierra desatará sobre nosotros, como retribución proporcionada por el abuso a que la sometimos. Personalmente, sigo esperando que alguna obra de estas pinte el capitalismo como el sistema terrorífico que es: una maquinaria por completo incompatible con la vida humana, que nos está enviando a todos —incluyendo a sus más vocales defensores— en coche al muere.
Pero el fenómeno de la extraña flora nueva del género de terror no es autosuficiente. Al contrario, es parte de lo que siempre se catalogó como zeitgeist, el espíritu de la era. Los signos son diversos, al punto que no suele asociárselos, pero todos confluyen en la misma intuición. Los relatos que naturalizan el horror, la agresión que sustituye a la política, el regreso de posturas retrógradas que se visten a la moda, la ciencia-ficción que ya no imagina futuros venturosos sino distópicos, los videogames que insensibilizan para que se pueda matar sin sentir nada y el auge del reguetón (esto último es broma, creo) apuntan en una sola dirección: lo que viene será más oscuro, diría Solari, que el culo de un topo negro.
Eso es lo que creemos todos, el espanto que nos une más allá de las diferencias: la sensación de que —ya que me metí con el Indio, apelaré a otro de sus naipes— estamos fritos, angelitos.
El conjuro salvador
La sensación de indefensión es grande. Y la agresión contra el bienestar de las mayorías es tan brutal y coordinada —a estos tipos no se les cae un acto que beneficie al pueblo ni cuando se distraen—, que da la sensación de que la orquesta de los turros ensaya estas guachadas desde hace siglos. Ante un poder tan descomunal e implacable, uno se ve tentado de postrarse ante sus pezuñas de cabrío y someterse a esa voluntad, sin chistar ya más. Sin embargo, la Historia con hache mayúscula demuestra que no hay adversario que sea invencible, por bravo que parezca.
Una amiga que sabe cuánto me obsesionan estos temas me envió un texto de Cortázar que grafica el estado de ánimo que cunde en nuestras filas. Es una reflexión que despertó en el escritor el horror de lo perpetrado durante la dictadura, pero sigue siendo válida.
"Vivimos en una época en la que referirse al diablo parece cada vez más ingenuo o más tonto", dice Cortázar. "Y sin embargo, es imposible enfrentar el hecho [aquí se refiere a las desapariciones, pero completen ustedes con el daño que les produzca mayor desasosiego: la explotación del hombre por el hombre, la indiferencia ante el destino de los demás, la insensata destrucción del medio ambiente] sin que algo en nosotros sienta la presencia de un elemento infrahumano, de una fuerza que parece venir de las profundidades... Si las cosas parecen relativamente explicables en la superficie (...) queda sin embargo un trasfondo irreductible a toda razón, a toda justificación humana; y es entonces que el sentimiento de lo diabólico se abre paso como si por un momento hubiéramos vuelto a las vivencias medievales del bien y del mal, como si a pesar de todo lo demoníaco estuviera una vez más ahí diciéndonos: ¿Ves? Existo. Ahí tienes la prueba".
El poder que se coloca por fuera de la experiencia humana —el poder impermeable a toda forma de empatía— es desconcertante para nosotros. Y luce invencible, porque razona de un modo tan distinto, tan ajeno a nuestros parámetros, que no revela nada parecido a un talón de Aquiles. Y aun así Cortázar, que en ese texto remitía a una maldad que resulta insondable como el monolito de 2001, condujo su reflexión hacia la experiencia histórica que ya estaba demostrando que el gigante podía hocicar. Hubo, en aquel entonces, un puñado de mujeres grandes unidas por el dolor. Eran minas tradicionales —lo fueron hasta entonces pero no más, porque pasaron a constituir vanguardia: dejaron de ser mujeres grandes para convertirse además en grandes mujeres— que no obstante le hicieron frente a los machos que ostentaban la suma del poder. Madres y abuelas, plantadas delante del Poder Ejecutivo, del Poder Judicial, del poder de las armas y del poder del dinero. ¿Y con qué recursos dieron batalla? Con su profunda convicción democrática, su prepotencia de trabajo —chiquito, a escala hormiga, pero cotidiano e indeclinable— y la paciencia de los justos.
Si ellas pudieron, que no eran muchas y estaban bastante solas, ¿no vamos a poder nosotros, que somos millones? Ya lo sé, primero hay que sobreponerse al estupor en que nos sumieron Macri & Co., que siguen haciendo cualquiera, cagándose de risa en nuestra jeta y circulando con la certeza de que nadie les pondrá freno. Todavía no superamos el reflejo infantil de buscar con la vista a la autoridad ante la cual denunciar el destrato o la trampa. Ya no hay mucha gente, ni tampoco instituciones, a las que apelar confiados en busca de una tarjeta roja que haga justicia. Debemos aceptar que nos convertimos en los adultos de esta película y construir poder real con aquellos que están en la misma. (El poder no tiene entidad per se, sólo aparece cuando se lo ejerce.) Pero si somos muchos los que ponemos en práctica el método de Madres y Abuelas, que ellas emplearon para dar vuelta la taba —sentar en el banquillo a los criminales, hallar restos queridos, recuperar nietas y nietos—, tarde o temprano la diferencia empezará a notarse. Repito la fórmula, ante todo porque necesito repetirla para mí: convicción democrática, prepotencia de trabajo, paciencia de santos.
Si se me permite plantearlo en términos del género de terror: el monstruo del barrio, que había acojonado hasta al más guapo, terminó humillado y despojado de parte de su poder por obra de la viejita —con perdón, lo digo desde el cariño— por la que nadie daba dos mangos y sin embargo atesoraba un conjuro mágico. Más aún: como intuía que algún productor financiaría una segunda parte, la viejita se ocupó de dejar el conjuro en manos de las nuevas generaciones, que así estuvieron en condiciones de contener a la bestia tan pronto volvió a asomar su feo hocico.
Y si eso no alcanza, apropiémonos del razo laico que nos regaló la novela Duna, pero eso sí: pasándolo a la primera persona del plural.
Vamos a enfrentar nuestro miedo.
Vamos a permitirle que pase encima nuestro, a través nuestro.
Y cuando haya pasado, volveremos nuestro ojo interno para ver su camino.
Donde estaba el miedo ya no quedará nada.
Sólo nosotros permaneceremos.
Este domingo volveré a la casa de mis padres. Pero no volveré solo. Iré con mi compañera, con mis hijas grandes y mis hijos pequeños. La idea es deshacerse de las bolsas negras, de las hojas muertas y de la mugre, porque en un par de semanas llegará otra hija, la que vive en Irlanda, y la casa debe quedar habitable: para ella, para mi yerno y para mi nieto Arthur, popularmente conocido —en el seno familiar, bah— como Arturito. La multiplicidad de manos vendrá bien pero no será suficiente, el polvo y los trastos nos mantendrán ocupados durante días. Aun así no creo que importe, porque me divertiré imaginando al enano corriendo por esos pisos que también gasté. Y disfrutaré por anticipado de los recuerdos nuevos a ser creados, en esa casa donde ahora circula el aire, donde otra vez entra el sol, donde (¡después de tanto tiempo!) vuelve a haber lugar para el amor.
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Este artículo fue escrito laboriosamente durante la mayor parte de la semana que terminó. Pero el viernes por la noche, el diablo metió la cola y el trabajo desapareció por completo de mi computadora. Por eso dediqué la madrugada no a dormir sino a reescribir el texto por completo, de pe a pa, a modo de exorcismo. Debía predicar con el ejemplo y por eso recurrí al conjuro mágico: convicción, prepotencia de trabajo y paciencia de santo.
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