El amor, esa batalla de la Guerra Fría
Intriga. Paranoia. Dobles vidas. Bienvenidos a la Guerra Fría... y al matrimonio.
Hasta no hace mucho la expresión Guerra Fría describía un episodio encapsulado en el ayer. Su mención evocaba postales descoloridas: Yalta, El tercer hombre, Fidel y el Che, las novelas de John Le Carré, Vietnam, Doctor Insólito, la carrera espacial, Mao, Super agente 86, el show geriátrico de Reagan y Thatcher, Juan Pablo II, Gorvachov, Rocky IV, la caída del Muro. La etiqueta se la debemos a George Orwell, que anticipó los peligros de su tiempo y los clasificó en 1984, Rebelión en la granja e infinidad de ensayos. En 1945, con la Segunda Guerra aún resonando, dijo que lo que se venía era una prolongación de las escaramuzas, pero en versión solapada. Y en marzo del '46 lo suscribió, diciendo que Moscú le había declarado al Imperio Británico "una guerra fría".
Pero lo que hasta hoy deparaba una vuelta gratis en el carrusel de la nostalgia (Pasó de moda el Golfo / como todo, ¿viste vos? / como tanta otra tristeza / a la que te acostumbrás, canta el Indio Solari en un tema del '91 llamado —precisamente— Queso ruso) amenaza volver a los titulares de los diarios. El fortalecimiento de Putin y sus relaciones non sanctas con la administración Trump espesan un caldo al lado del cual la paranoia de El embajador del miedo huele a juego de niños. Y el Mundial inminente parece el escenario ideal para mil tramas de espionaje moderno. En este contexto, una serie como The Americans (2013-2018) fue modificando en tiempo real la forma en que la apreciábamos, al correr de sus temporadas: lo que al principio era un relato anclado en un tiempo distante e irrepetible, despertó nuevos ecos a medida que el mundo se re-polarizaba (¡adiós, fin de la historia!) y el asilo de Edward Snowden en Moscú daba pie a otra era en materia de cuentos de espías.
Sin embargo, lo más novedoso de The Americans —una serie creada por Joe Weisberg, ex agente de la CIA— no fue tanto el modo en que se anticipó a lo que volvería a ocurrir, sino el giro que imprimió desde el comienzo a su historia. Sin dejar de moverse dentro del género que Graham Greene y Le Carré elevaron a la perfección, The Americans es en esencia una historia de amor. Que se abocó desde el comienzo a plantearse la más peculiar de las preguntas: ¿y si el matrimonio —la institución formal que liga a sus protagonistas, Elizabeth y Philip Jennings— ameritase ser descripto, entendido, asumido, como una batalla más de la Guerra Fría?
Los patos de la boda
Pocas instituciones más vapuleadas que el buque insignia de la pareja monogámica. Un blanco predilecto de humoristas y cínicos profesionales. Groucho Marx bromeaba: Maravillosa institución, el matrimonio. Pero, ¿quién quiere vivir en una institución? Ambrose Bierce le dedicó dos entradas de su Diccionario del diablo:
Amor: Insanía temporaria, que se cura mediante el matrimonio.
Matrimonio, sust.: El estado o condición de una comunidad que consiste en un amo, una amante y dos esclavos, suma que da por total la cifra de dos.
Algunas mujeres recapitularon su experiencia con ferocidad. Zsa Zsa Gabor, que se casó nueve veces, reflexionaba: Un hombre está incompleto hasta que se casa. Entonces está acabado. Katherine Hepburn declaró: Si querés sacrificar la admiración de muchos hombres por las críticas de uno, dale, casate nomás. Bette Davis decía: Me casaría otra vez si encontrase un hombre que tuviese quince millones de dólares, me cediese la mitad a sola firma y garantizase que moriría antes de que se cumpla el primer aniversario. Pero quizás ninguna haya sido más drástica que la escritora Angela Carter: ¿Qué es el matrimonio, sino la prostitución a manos de un solo hombre en vez de muchos?
Si hubiese que historiar la mala prensa del asunto, nos remontaríamos a los comienzos de la cultura humana. Se le atribuye al mismísimo Sócrates el siguiente pensamiento: Por cierto, cásense. Si consiguen una buena esposa, serán felices. Si les toca una mala, se convertirán en filósofos.
El matrimonio Jennings, protagonista de The Americans, no las tiene todas consigo. Para empezar, los Jennings no son los Jennings. En realidad son espías rusos, agentes de la KGB plantados desde muy jóvenes en los suburbios de Washington. Elizabeth (la deslumbrante Keri Russell) se llama en realidad Nadezhda y ha sido reclutada en la adolescencia; carga consigo con la traumática experiencia de una agresión sexual. Philip (Matthew Rhys, un descubrimiento) se llama Mischa y arrastra la melancolía de saber que muy lejos, en la Rusia natal, existe un hijo suyo que concibió con alguien a quien amó de verdad. Porque, por cierto, Elizabeth y Philip no se casaron porque se amaban: los juntó la KGB según su conveniencia, para que fingiesen ser un matrimonio americano típico. Ficción que llevaron al extremo, concibiendo a dos hijos —Paige y Henry— que nacieron y crecieron en los Estados Unidos, sin saber quiénes son sus padres y a qué se dedican. (El hecho de que Keri Russell y Matthew Rhys se conociesen al ser convocados para la serie y terminasen enamorados y casados sólo agrega una deliciosa capa meta a todo el asunto.)
El setting puede parecer extremo. En estos tiempos nos preciamos de emparejarnos libremente, sin otra presión que el propio deseo. Pero si contemplamos la historia de la institución, advertiremos que los matrimonios fueron convenidos o arreglados de algún modo desde siempre. Y aun ahora, nuestras elecciones presuntamente libres suelen agruparse en dos categorías mayoritarias: optamos por alguien que es un eco de ciertas características de nuestros padres, o vamos en la dirección de quien rompa el modelo por completo, en franca oposición. Lo cual, cuanto menos, relativiza la libertad de la cual creemos estar haciendo uso cuando elegimos.
El de los Jennings es pues un matrimonio prefabricado, que no parte del amor, lo cual constituye una ventaja comparativa: ellos entienden desde el arranque que su relación es un laburo, que hace falta trabajar para que funcione. Y en su caso en particular, tienen que laburar mucho. Por un lado, deben mantener en pie una fachada compleja: llevar adelante la agencia de turismo a la que formalmente se dedican y a la vez persuadir a sus propios hijos de que son quienes dicen ser, un matrimonio que se ama y que encarna las mejores virtudes del american way of life. Otra vez: la puesta en escena parecerá extrema, pero no lo es tanto. ¿Cuántas parejas conocemos que fingen amarse en sociedad y que ocultan la real naturaleza de su relación? Muchos disimulan también la clase de negocios de los que depende su buen pasar, hasta que deciden iniciar a sus hijos en ellos. Pensemos en Franco Macri: ¿qué le habrá vendido a su prole cuando era pequeña, que era un empresario exitoso o que se dedicaba profesionalmente a estafar al Estado?
Un matrimonio moderno
Compartir la profesión de espías normaliza otro aspecto común a muchos matrimonios: las dobles vidas. Además de interpretar a / vivir como los ficticios Jennings, estos espías rusos crean alias a piacere, tantos como necesiten para cumplir sus tareas. En este sentido, The Americans es un festival de disfraces, acentos y pelucas, una impostura permanente. La única diferencia con el resto de las parejas es que los Jennings saben que de esos engaños depende el funcionamiento de la sociedad que llevan adelante. En oportunidades, la tarea conlleva la necesidad de acostarse con otros para que la fachada funcione. Y en una ocasión excepcional, demandó de Philip desarrollar un alter ego llamado Clark, que sedujo, se casó y convivió con una trágica secretaria del FBI llamada Martha (Alison Wright).
Esta libertad para disponer de sus cuerpos es shockeante para los que fuimos formados en moldes tradicionales. En esencia, se desprende de un principio ideológico que gira en torno de otra noción de propiedad. Para los Jennings, el cuerpo no es propiedad privada suya, ni tampoco está encomendada a sus parejas: le pertenece al Estado soviético. Pueden disfrutar de la carne, en tanto ese goce no interfiera con la misión superior que les ha sido encomendada. Pero no valoran su cuerpo más que como instrumento al servicio de una causa que los excede. Mientras sirva a la misión encomendada, ningún contacto carnal, por desagradable que parezca, los mancilla. Su concepción es utilitaria ciento por ciento. (Al menos en teoría. Más adelante retomaremos el asunto.) Entiendo que esta actitud nos parezca ajena, pero no se diferencia demasiado del concepto que la fe católica tiene del cuerpo: cambia el nombre del dueño, pero no su sujeción a una entidad que lo supera y emplea en beneficio propio.
La ventaja de los Jennings respecto de otras parejas no es menor: si bien viven seduciendo y llevándose gente a la cama, nunca se ocultan nada. Engañan a otros, mas nunca a sí mismos. Es verdad que consideran su promiscuidad como una suerte de efecto secundario de la labor que desarrollan; pero, de algún modo, esa objetivación les permite ser totalmente honestos el uno con el otro. Como nada les pertenece —el matrimonio no ha sido idea suya, los hijos son parte del decorado, sus cuerpos son alquilados a la Madre Rusia—, pueden entregarse a la tarea sin distracciones. Y por eso su alianza funciona. Saben por qué están juntos y para qué. Cada uno hace su parte y la sociedad funciona de maravillas. Durante varias temporadas, los Jennings fueron lo más parecido a un matrimonio realísticamente ideal que existió en la televisión del siglo XXI.
Hasta que, ay, el fantasma del amor se coló dentro de la máquina.
Gente de Venus, gente de Marte
Hay visiones que le reconocen al matrimonio valores más sólidos que el romanticismo. La actriz Simone Signoret, casada con Yves Montand, decía: "Lo que mantiene unido a un matrimonio no son cadenas. Son hilos, centenares de hilos delgados que cosen y van uniendo a una pareja durante años". A pesar de que Montand tuvo romances muy publicitados —con Marilyn Monroe, por ejemplo—, Signoret habría privilegiado otras razones que la impulsaron a no separarse. Y Montand parece haber acordado, finalmente: siguieron casados la vida entera y sus restos yacen, contigüos, en el cementerio de Père-Lachaise.
Ese caso remite a otra época y otra política de género, lo sé. Para cierta gente, esos hilos delicados pueden ser tan asfixiantes como las cadenas. Sylvia Plath, que se casó con el también poeta Ted Hughes y fue víctima de una relación abusiva, escribió en The Bell Jar: "Empecé a creer que quizás fuese cierto que casarse y tener hijos era sufrir un lavado de cerebro, después del cual quedabas tan entumecida como el esclavo de un Estado totalitario".
Sin embargo hay parejas que dan con su fórmula de equilibrio —una personal e intransferible, por cierto— que les permite disfrutar de la relación sin someterse ni resignar identidad. Algunas de esas fórmulas son un tanto drásticas, como la de la broma de Henny Youngman: Alguna gente pregunta cuál es el secreto de nuestro largo matrimonio. Nos tomamos el tiempo para ir a un restaurant dos veces a la semana. Luz de velas, cena, música suave, bailar un poco. Ella va los martes, yo voy los viernes. Otras son funcionales, por vía de la creatividad. "A veces me pregunto si hombres y mujeres somos compatibles", pensaba la indomable Katharine Hepburn. "Tal vez deberíamos vivir en casas contigüas y visitarnos de tanto en tanto". Su relación con Spencer Tracy fue así durante veintidós de los veintisiete años que estuvieron juntos; sólo convivieron los cinco años finales, hasta la muerte del actor. Pero ella hablaba de la relación completa como de un ciclo de "felicidad absoluta".
Los Jennings de The Americans usan los hilos que mencionaba Signoret y tejen un capullo que los protege y les da sentido, alrededor de un espacio vacío. Pero, con el fluir del tiempo, terminan sufriendo lo mismo que las víctimas del síndrome de Ganser, un trastorno disociativo: de tanto fingir ser otros, se descubren siendo otros. Entienden que han llegado a amarse de verdad. Y a pesar de que ya están casados según la ley de los Estados Unidos, se casan nuevamente en secreto, siguiendo los ritos de la ortodoxia rusa.
A partir de entonces, con inexorabilidad trágica, sus caminos divergen. Philip sigue abriéndose al cambio que deriva del ser honesto con sus sentimientos por primera vez. Elizabeth comete el error de creer que su marido profundiza un proceso de americanización; pero si bien es cierto que Philip disfruta de las ventajas de la sociedad de consumo —la buena ropa, los autos poderosos—, el motor de su transformación es otro: haber asumido que existe algo más importante, en su vida, que la razón de Estado.
Frente a la misma intuición, Elizabeth actúa de modo inverso. Por eso rechaza el proceso de glasnost liderado por Gorvachov, que eventualmente conduciría a la caída del Muro de Berlín y el final de la Unión Soviética. Como si el cambio de la Madre Rusia —un cambio en sincronía y sintonía con el de Philip— conllevase el peligro de la pérdida de la identidad. Si la URSS dejase de ser la URSS, ¿moriría Nadezhda definitivamente? Y si el régimen que defendían deja de tener sentido, ¿se volverá inútil su sacrificio de años? ¿Habrían peleado tanto, en suma, para terminar siendo solamente —apenas— los clasemedieros, mediocres, aburridos Jennings?
Este disenso deja que se cuele entre ambos algo que nunca había estado allí y amenaza con disolver la sociedad perfecta: la desconfianza. A fin de cuentas, ¿no gira todo matrimonio sobre una profesión de fe en el cónyuge? De este modo, a pesar de que no pueden ser más distintos del común de la gente —nosotros no somos de disfrazarnos a diario, implantar micrófonos y andar matando a sangre fría... ¿no?—, Philip y Elizabeth se nos aproximan.
La intuición sobre el terreno común que comparten matrimonio y espionaje ya la había manifestado Le Carré. "La mayor parte de la gente disfruta leyendo sobre intriga y espías", dijo. "Lo que yo quise hacer fue construir una metáfora sobre la vida cotidiana del lector promedio. Casi todos nosotros vivimos en una relación ligeramente conspirativa con nuestro empleador... y, tal vez, incluso con nuestra pareja".
Confiar o no confiar, that's the question
Hay gente que prefiere las historias románticas a aquellas que giran en torno de un matrimonio, o de una pareja, ya establecida. Groucho Marx, por ejemplo: "No hay duda de que el matrimonio interfiere con el romance. Cada vez que tengo un romance, mi esposa termina interfiriendo". Pero en esto yo acuerdo con el poeta W. H. Auden: "Como todo aquello que no es el resultado involuntario de una emoción pasajera sino creación del tiempo y de la voluntad, cualquier matrimonio, feliz o infeliz, es infinitamente más interesante que el mejor romance, por apasionado que sea".
The Americans —una de las mejores series de esta época dorada de la narrativa digital— prueba hasta qué punto Auden tiene razón. De hecho, las series más sublimes de estos años no apelan a un romance sino a parejas formales, sometidas a todas las gamas del gris: The Sopranos, Mad Men, Breaking Bad...
La sagacidad de The Americans fue poner el foco sobre el tema de nuestro tiempo: la crisis de la confianza. Vivimos en un mundo donde ya no se sabe en qué creer. No podemos confiar en nuestros representantes electos, ni en nuestros líderes sindicales, ni en la economía, ni en la oposición, ni en nuestra clase social —cada vez más llena de desclasados que traicionan a los suyos y se disparan en los pies—, ni en las noticias. Desde que la tecnología digital evolucionó como lo hizo no confiamos ni en la realidad, ofuscada por tantas alternativas virtuales.
La Guerra Fría sirve como telón de fondo porque es el escenario de la desconfianza institucionalizada: un sistema donde no se le puede creer a nadie, y en el que puede traicionarnos hasta aquel que está, o simula estar, en nuestro bando. Más allá de sus distancias con nuestra circunstancia actual —los '80 de Reagan, la condición de espías de sus protagonistas—, The Americans es la historia de una pareja tratando de preservarse, y de preservar su complicada vida afectiva, en un mundo que se pretende civilizado pero no puede serle más hostil. ¿No es esa una sinopsis aplicable, hoy, a nuestras historias personales?
Cuando la violencia es tan grande (además de la física existe la violencia simbólica y por cierto la económica: entre el acuerdo con el FMI y un Godzilla suelto en nuestras calles hay apenas una metáfora de distancia), todo entra en cuestión. Lo que las historias de espías tematizan es una sensación de desamparo: ¿en quién confiar, cuando la situación sugiere que no se puede confiar en nadie? Porque aunque los thrillers convencionales amen recurrir a la muletilla trust no one —no confíes en nadie—, en este mundo nadie se salva solo. Hasta los superespías, los Bond, los Bourne, dependen de alguien y de algo (una ideología, una tecnología) sin lo cual no sobrevivirían.
Aquí el género narrativo ilumina la cuestión de la pareja como alianza. Porque ambas ponen en su centro el tema de la confianza necesaria. ¿Cuál es el mínimo de confianza en otrx que necesitamos, para completar una misión o llevar adelante una vida amorosa plena?
Lanzarse a una aventura o a una relación implica someterse a la incertidumbre. Según John Steinbeck, un viaje y el matrimonio están sometidos a la misma regla: "La única forma de equivocarse es pensar que se los puede controlar".
Hoy más que nunca, la confianza absoluta es una utopía. Nadie confía absolutamente en nadie. Votar por alguien tampoco supone carta blanca: si hubiese que discriminar entre los votantes de Cambiemos, pondría las manos en el fuego por sus candidatos menos gente que la que suma la familia nuclear de Macri. Estos son tiempos de confianza devastada: nos echan al caldero los funcionarios que elegimos, los Judas sobrealimentados de la CGT, los medios que ensalzan las ventajas de vivir en un monoambiente, la oposición que no se articula para poner freno ya a esta masacre. Por eso mismo necesitamos demarcar —esta es la demanda de la hora— el patrón de lo que constituiría una confianza mínima: la medida por debajo de la cual ningún vínculo humano es posible, ni el amoroso, ni el paterno-filial, ni el civil, ni el laboral, ni el político.
En el seno de una pareja, la confianza mínima es algo esencial —tanto como el afecto y un módico de atracción sexual— que se pone en juego y por ende se recrea a diario. Si se daña, todo entra en crisis. Una de las escenas más dolorosas de la temporada final de The Americans fue aquella en que Elizabeth volvió a buscar la compañía de Philip pero no en pos de intimidad, sino usándolo; con la intención de sonsacarle algo, del mismo modo en que manipula a sus víctimas cuando trabaja como espía. Al traicionarlo, al tratarlo ya no como un socio sino como a un objeto, Elizabeth se tornó indigna de la confianza de Philip. Pero esta confianza mínima puede restablecerse, en la medida —siempre personal y propia de cada indidivuo— que no se haya alcanzado un punto de no retorno. Por eso el vínculo se reafirma, tan pronto Elizabeth demuestra que su relación con Philip es lo único en que todavía cree en este mundo — por encima, incluso, de su deber.
La crisis de confianza del mundo contemporáneo no es ingenua: cuanto más desconfiamos, más desvalidos estamos. Nunca somos más manipulables que al creernos aislados. El aparato propagandístico del sistema hace un formidable trabajo de demolición, dinamitando aquellas nociones que nos asocian en el seno de una comunidad consciente de sí: el Estado nación, la democracia, la fe religiosa, los partidos políticos, las organizaciones sociales, las ideologías. En consecuencia, mucha gente abre la boca acríticamente para recibir el alimento predigerido por los medios; es la única dispensa en la que puede confiar porque siempre está allí, a su alcance, infalible, dotándola de los clichés que necesita decir para pasar por una ciudadanía informada y responsable.
Pero, claro, también estamos nosotros —perros sin folleto, brujas de alma sencilla, patéticos viajantes, pobres tontos, pobres diablos, lunáticos diamantes, prometidos de carne, lánguidos, impalpables, nos definió Solari en Buenas noticias—, esa banda inconsolable que jamás renunciará al placer de ver a otrx a los ojos y reconocer, a simple vista, que ha dado con alguien más que está del mismo lado de la mecha.
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