El ajedrez como excusa

Gambito de dama, o el acto de complejizar la mirada

 

8 x 8 = 64, cuadros blancos y negros, alfiles, caballos y torres. Un par de guillerminas y medias con volados. Corte carré y cabellos rojizos. Un tablero que se invierte, pastillas verdes y naranjas. Dos madres, un vestuario que se acrecienta con el paso del tiempo. Un universo (tradicionalmente) masculino en el que la presencia de una dama irrumpe inesperadamente.

Para quienes aún no vieron la serie, advertimos –spoiler alert– que el escrito está plagado de lo que Clifford Geertz denomina “descripciones densas” de las escenas de la serie para el análisis visual.

 

“No soy Aristóteles pero sí, creo que algo no anda bien”

París, 1967. Elizabeth Harmon, la protagonista, corre agitada por los pasillos de un hotel hacia a una partida de ajedrez. Llega tarde, ya se escucha el reloj marcando el tiempo. La historia juega con la temporalidad, retrocede y aparece en flashback el último momento que Beth pasa con su madre.

El espejo retrovisor devuelve una mirada parcial y recortada de una mujer de mediana edad que con lágrimas en los ojos le dice a su hija “close your eyes” mientras acelera su auto y lo estampa contra una camioneta en el camino del puente. No queda opción: es una vía directa a la muerte.

Esta apertura de Gambito de Dama nos muestra a la madre de la protagonista (Alice), quien sumergida en una profunda depresión y luego de buscar ayuda fallida en el progenitor de Beth, entabla un diálogo con ella en donde queda expuesto el desenlace de la escena.

–Mamá, ¿quién es ese? [refiriéndose a su progenitor]

–Una equivocación. Un error de redondeo. Un problema que tengo que resolver

–¿Qué problema?

–Lo que voy a hacer con vos.

La madre muere en ese “accidente” pero la niña de nueve años se salva y queda paradita, sola, en el medio de la ruta, con un vestido verde que tiene un bordado en forma de corazón arriba del suyo, con la inscripción de su nombre. Bordado realizado por su madre días atrás para que “nunca se olvide quién es”.

Beth, luego de pasar por un orfanato, es adoptada por una pareja –Alma y Allston Wheatley– cuya nueva madre también sufre de depresión y es abandonada por su marido. En la presentación de este personaje, el consumo de alcohol y sedantes se conjugan con la persistente búsqueda por ser una ama de casa ideal: tener la casa de punta en blanco, la cena lista, la heladera llena y vestirse para recibir a su marido tras una ardua jornada laboral. La serie nos invita a pensar cuáles eran los estereotipos construidos en los Estados Unidos de los ‘60, tan discutidos por las prácticas feministas de ese momento que ponían en jaque este extendido modelo de socialización femenina.

En este sentido, la trama apuesta a complejizar la construcción relativa a la maternidad dominante. En el devenir del personaje se propone el pasaje de una madre/esposa ideal que subsumía sus proyectos personales al cuidado de sus hijxs y su marido, a una maternidad posible, real y deseada en la que no necesariamente un varón proveedor exista. Alma, en una conversación con Beth –quien acaba de empezar a menstruar y le pide ayuda–, le cuenta que Mr. Wheatly le comunicó que “está demorado por tiempo indefinido en el sudoeste” y que “aunque de esposa ya no [l]e queda nada más que una ficción legal, cre[e] que puede aprender a ser madre”.

La escena se repite (y no tanto): un varón que abandona a su “esposa” y a su hija. Una mujer que ensaya estrategias para hacer de la vida una vida habitable. En este caso con éxito.

Gambito de Dama es una serie que habla de ajedrez (y no tanto). El ajedrez opera, más bien, como una vía para hablar de otras cosas. En esta oportunidad del abandono: de una partida o de un proyecto familiar. Y de la persistencia de quien se queda hasta el final, ya que Beth, aunque borracha, mal dormida o retrasada, juega y termina la partida.

 

“Las verdes son mejores”

Beth entra al orfanato. Le cortan el pelo, le quitan el vestido bordado por su madre y le colocan un uniforme. La obligan a hacer una larga cola para darle dos pastillas: una naranja y una verde. Una muchacha afroamericana, inmediatamente antes que ella en esa fila, le dice que “las verdes son mejores”. Beth pregunta qué son; Jolene responde “vitaminas”. Otra niña agrega “vitaminas mágicas”. Ambas ríen. Jolene le sugiere a Beth que las tome por la noche: hacen mejor efecto. En realidad, las pastillas verdes son tranquilizantes que les daban todos los días como parte de una política estatal muy extendida en los años 50’ y 60’, para calmar a las huérfanas.

Beth empieza a tomar las verdes por la noche, al mismo tiempo que descubre, en el sótano del orfanato, que el conserje juega a algo que la cautiva y le genera fascinación y misterio: ajedrez. Sólo ve, no conoce de qué se trata. Por la noche toma la pastilla y en el techo las sombras de los árboles se transforman en un tablero. Al día siguiente le pide al señor Shaibel que le enseñe a jugar. El hombre se niega argumentando que “no es para mujeres”. Luego, cuando se da cuenta que Beth, observando, conoce el movimiento de cada pieza, decide jugar con ella.

 

 

Esa noche, luego de la pastilla verde, ve por primera vez un tablero de ajedrez con sus piezas invertidas. Ve el tablero y las jugadas. La niña guarda cotidianamente las pastillas mientras va aprendiendo a jugar cada vez mejor. Hasta que un día, por decisión estatal, no recibe más tranquilizantes. La invaden la ansiedad y el nerviosismo; Jolene, luego de haberle advertido que no se acostumbrara a los efectos de la pastilla verde, le pregunta si tiene síndrome de abstinencia.

El capítulo termina cuando Beth se escabulle en la sala donde se encuentra el frasco con pastillas verdes, mientras las demás niñas ven una película. Ingresa de manera “clandestina”, abre el frasco, se mete compulsivamente pastillas en la boca, guarda otras tantas en sus bolsillos y agarra el frasco antes de salir. La directora del orfanato está afuera esperándola. La llama: “¡Elizabeth!”. Ella contesta: “¿Mamá?”. Beth cae de la silla, se desploma, el frasco estalla, las pastillas se desparraman por el suelo.

Desde el inicio de la serie se pone de manifiesto que la adicción a los sedantes y el juego de ajedrez quedan enlazados, anudados. En el relato, los tranquilizantes aparecen vinculados a sus madres: ambas tomaban pastillas verdes para calmar sus nervios, dolores y tristezas. Beth ya había visto esas pastillas de pequeña una vez que su progenitor va a buscarla a la casilla rodante en la que se encontraba con su madre. Luego de insistir que quería ver a su hija, Alice no lo deja, él le pasa por la ventana un frasco con pastillas verdes que tira al suelo. Más adelante será Alma, la madre adoptiva, la que toma calmantes y alcohol mientras toca el piano, triste porque su esposo retrasa o se está yendo de la casa. De alguna manera la adicción “se pasa”, se “transfiere” por vía materna, así como la sensación de soledad, pena y dolor.

Sin embargo, será Beth la que pueda quebrar ese acto adictivo que calma los dolores sólo por un instante. Pero no lo logrará sola sino que contará con el acompañamiento de todo un entorno para salir de ese mundo de sedantes (y de alcohol) que puede ayudarla a jugar cada vez mejor pero que, al mismo tiempo, puede ser autodestructivo. Su gran amiga Jolene, así como los diferentes varones que aparecen en la serie, todos jugadores de ajedrez, serán piezas/figuras/personajes fundamentales para liberarla de ese goce.

En Gambito de Dama, entonces, los varones (que no ocupan posiciones paternas, excepto el Sr. Shaibel quien le enseña a jugar ajedrez y le da cinco dólares para que se inscriba a un primer torneo) son representados como compañeros, desde el prisma de la complejidad. La ayudan, la cuidan, le enseñan estrategias: le plantean diferentes formas de jugar (las rusas/las norteamericanas), contribuyen a potenciar su inteligencia y a que sea una jugadora cada vez más brillante. Junto a ellos, Jolene es una pieza clave, una mujer/hermana/compañera que en reiteradas ocasiones salva a Beth de situaciones donde el consumo de alcohol y sedantes la está consumiendo. Estos personajes/piezas construirán una red de contención que, en diferentes momentos de la vida de la protagonista, se moverán y desplegarán diferentes estrategias para ayudarla a vivir y a convertirse en la mejor jugadora del mundo.

 

 

Gracias a esa familia construida/elegida por Beth, cuando falta media hora para que termine la temporada, luego de repasar por enésima vez en su cabeza el momento del “accidente”, tira el frasco de pastillas por el inodoro. Lo hace antes de enfrentarse al último rival. En esas imágenes, recuerda la escena completa y el miedo que sintió cuando su madre manejaba hacia el camión que venía de frente mientras le decía por el espejo retrovisor “close your eyes”. El recuerdo completo, no fragmentado, le permite tomar conciencia del peligro de muerte al que fue expuesta y al que se expone diariamente. La última partida la juega sin sedantes y gana doblemente: decide vivir y se convierte en campeona mundial. Pasa de las pastillas al ajedrez sin más. De la adicción a la pasión, del goce al deseo.

 

“El ajedrez también puede ser… hermoso”

Beth está sentada en la cama de su habitación en la casa de sus padres adoptivos. Una periodista y fotógrafos la rodean. La retratan sosteniendo un premio en su mano; los fotógrafos la encandilan con los flashes y las preguntas de la jornalista de la revista Life se vuelven cada vez más incisivas, molestas, hostigantes. La protagonista trata de responder sobre la importancia que tiene el ajedrez para ella, lo que significa en su vida, los sentidos que le encuentra. “El ajedrez, por más que sea un juego de competencia donde se busca ganar, puede ser algo hermoso”, dice. En esto queremos detenernos.

El ajedrez le permite a la joven adolescente abrirse a un mundo de belleza, de vínculos afectivos/sexuales/amorosos que pone en jaque el mismo sentido común hegemónicamente construido sobre esta disciplina. Para Beth es pasión, deseo, fascinación. Es lo que (le) posibilita tender lazos tanto con sus compañerxs como con otras formas de entender el mundo que está en Guerra (Fría). Al mismo tiempo se convierte en el medio de subsistencia para ella y su madre adoptiva, ya que les permite seguir con ese lazo madre-hija sin progenitor proveedor.

A lo largo de la trama, la protagonista se va construyendo a sí misma como una mujer cada vez más bella. Asistimos a su transformación: deja esa uniformidad y pretensión de igualdad impuesta por el orfanato para destacar, ser diferente. Su imagen, una vez fuera del orfanato, empieza a des-uniformizarse. En ese proceso de construcción identitaria los cortes de pelo, el maquillaje y el vestuario pasan a ser elementos claves. Beth va embelleciendo a medida que su juego se diversifica y fortalece. El ajedrez está ligado a lo bello. No sólo encuentra allí un orden y un equilibrio sino que, por fuera del tablero, su mirada se amplía.

Es el personaje de Ben quien le cuenta, en una escena que ilustra la cotidianeidad de la vida en común, que la diferencia que existe entre el juego de los rusos y los norteamericanos responde a diferentes formas de ver el mundo y de construir modelos societales: “los yankis juegan de manera individual, los rusos en equipo”.

Será la segunda opción de estrategia la que prevalezca (a pesar de que la serie sea un producto cultural norteamericano, del monstruo de Netflix), el ajedrez –como metáfora vital– cobra sentido cuando las piezas se orientan hacia un objetivo común, hacia el bien común. En la vida de Beth se pone sobre el tablero que el juego es entre todxs y en equipo, un juego en el que se aprende de y con los partenaires; jaqueando la mirada, abandonando los lugares comunes.

En el final, de hecho, cuando Beth juega la última partida con el hasta entonces campeón mundial ruso, se viste de blanco. Cambia el vestuario verde que ha predominado a lo largo de la serie (ligado a las pastillas pero también acompañando estados emocionales). Se pone un traje de color blanco y gana. Emprendiendo su regreso a Estados Unidos, la vemos vestida con un tapado blanco y un típico sombrero ruso; de camino al aeropuerto le pide al chofer que frene el auto y se baja. Se acerca a una plaza, en donde unos viejos están jugando al ajedrez. Vestida con ese traje blanco, se sienta, comparte una partida, convirtiéndose, así, en la dama blanca.

 

 

Beth se transforma, se vuelve su propia dama, una valiosa pieza de su propio tablero. Recupera los sentidos del juego de la infancia: el ajedrez como una forma de construir lazos afectivos. Los varones viejos en esa plaza soviética no están sentados, esa mañana, listos para ganar. No están en los torneos, están ahí para encontrarse y jugar. El ajedrez desborda sus márgenes para entrar al pueblo. Y ella con él.

 

* Natacha Scherbovsky es licenciada en Antropología (UNR), magíster en Antropología Visual y Documental Antropológico (FLACSO-ECUADOR) y becaria doctoral CONICET.

** Malena Oneglia es licenciada en Antropología (UNR), becaria doctoral CONICET e integra el Equipo de Antropología del Cuerpo y la Performance (UBA), Área de Antropología del Cuerpo (UNR).

 

 

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