La fecha patria de la democracia argentina
42 años pasaron desde la fatídica madrugada del 24 de marzo de 1976. Seis de pleno terrorismo de estado y 36 en búsqueda de sanación. Es la contradictoria realidad de nuestro país en dimensión de historia. Expresada en los partidos mayoritarios, en el poder judicial y en el movimiento obrero. A ninguno de ellos les son ajenas las marchas y contramarchas de estas cuatro décadas.
Mirando el periodo histórico en su conjunto podemos verificar que hay conquistas definitivas que suceden en la conciencia colectiva.
La recuperación de la democracia es definitiva. Los derechos humanos y su respeto constituyen un piso civilizatorio que no permite volver atrás. La masividad creciente de cada aniversario habla de un fenómeno autónomo de la voluntad política de los gobiernos de turno. Cada generación que se incorpora lo hace con sus propias consignas, lo entiende a su manera, lo asimila y lo multiplica. Las madres y abuelas son cada año menos y su representación crece en inversa proporción. El terrorismo es exorcizado en ritos de familia. Abuelas, madres hijos, hermanos, nietos. Los juicios por los delitos de lesa humanidad continúan aún en tiempos en que gobiernan los que quieren el olvido.
La dictadura fue la etapa de mayor desdicha para la mayoría de los argentinos. Empezó con el terrorismo de estado y terminó con la derrota en la guerra de Malvinas. Mientras duró dio cuenta de todos los derechos conquistados hasta entonces: libertades individuales, derechos laborales, representaciones sindicales y empobreció a la mayoría de la población. No hay un solo recuerdo histórico que identifique al ser argentino con una conquista colectiva. Ni siquiera el mundial de futbol de 1978. El rechazo a esa experiencia no es pasado, es presente. Cada etapa política que vincule la memoria con ese lustro genera rechazo. La economía reflejó como nunca el desastre político.
El movimiento obrero tardó décadas en asumir colectivamente que el golpe fue en su contra. Recién ahora se puede proclamar sin resistencias que los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos son parte de nuestra propia historia y colocarlos en el altar de los mártires de la Semana Trágica, de la Patagonia Rebelde, de las víctimas de los bombardeos a la Plaza de Mayo, de los fusilados en los basurales de José León Suárez, de Pampillón en la noche de los bastones largos de Onganía y de Mena en el Cordobazo, de Bello y Blanco en el Rosariazo, de Cabral en Corrientes. Los 30.000 están en ese lugar.
La columna del movimiento obrero ocupó el segundo lugar detrás de los organismos de derechos humanos compartiendo el ancho de la Avenida de Mayo con un cartel único que reza que los trabajadores y su memoria somos la patria. Encabezada por la CGT y la CTA. Una expresión que refleja el reclamo creciente de la unidad necesaria para declarar un plan de lucha en contra de estas políticas del gobierno.
No es una multitud uniforme. Son muchos colectivos asociados, cuatro generaciones con sus sueños, sus símbolos y su forma de sentir la ausencia de los mártires del terrorismo de estado. Son la búsqueda colectiva de las identidades pendientes. Son también el colectivo de los hijos de los represores que buscan cerrar esa sangrienta grieta sobre la base de la memoria la verdad y la justicia. Es la dialéctica que mueve la historia entre la memoria y el olvido. Entre la verdad y la post verdad, entre la justicia y la impunidad.
El 24 de marzo es definitivamente la fecha patria de la democracia argentina. Hasta aquí los ensayos autoritarios sucumbieron por la presión popular y este despliegue impresionante de gente movilizada debería convencer al gobierno de que el camino de la represión quedó definitivamente clausurado como salida.
Este espejo debe devolver en imagen la contradicción entre quienes reivindican el triunfo de Alfonsín con sus promesas de respeto a los derechos humanos, con la CONADEP como primer piso de la conciencia del terrorismo de estado, con el juicio a las juntas como flecha indicadora del camino a seguir y el presente que los refleja a la cola de quienes cultivan el negacionismo.
Por fin es el día de las madres y abuelas que lo hicieron posible. Ellas portadoras de sus pañuelos tan blancos como sus cabellos y que anidan en cada organismo de derechos humanos fueron tejiendo con paciencia y constancia esta interminable bandera que sus hijos y nietos despliegan en la plaza. Cada vez quedan menos pero las que se van llevan la secreta esperanza de que en algún lugar encontraran a quienes buscan y darán cuentas de su inmensa tarea. Esta es la mística del 24 de marzo.
Nadie discute la validez del feriado. Las escuelas con sus charlas alusivas y muchas veces el testimonio cansino de algún sobreviviente. ¡Que afónicas fueron quedando aquellas voces que se atrevían a decir que en épocas de los milicos estábamos mejor!
Pocos fenómenos se replican en cada ciudad y pueblo de la Argentina como esta convocatoria. El terrorismo de estado desapareció uno de cada mil argentinos. No hay prácticamente ciudad o población importante que no tenga su historia. Esas cosas vuelven como leyendas y cuando hay una fecha convocante aparecen todas juntas. Cuando la persecución fue tan masiva la convocatoria a repudiarla se da en la misma escala. Cada manifestante frente a su conciencia siente que aporta su cuota parte a un proyecto realmente colectivo.
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