En su discurso de asunción como presidenta del Partido Justicialista, Cristina Fernández de Kirchner no dijo cosas nuevas, dijo cosas importantes, que alcanzan su cabal dimensión al ser señaladas desde la máxima conducción del instrumento principal del movimiento nacional, popular y democrático; esta es la novedad. Cosas que —además— adquieren visos de realidad cuando las enuncia quien impulsó un masivo trasvasamiento generacional que dio al país actores que son el resultado de lo que hoy le propone al peronismo: “Formar cuadros políticos y técnicos, informar, planificar, divulgar y organizar”.
Cristina también afirmó: “Parte de lo que nos pasa se debe al desconocimiento de los mecanismos y de cómo funcionan en detrimento de las grandes mayorías” y manifestó su preocupación por aquellos dirigentes convertidos “solamente en militantes electorales”; no habló sólo de necesidades, sino también de déficits. Aquí es oportuno marcar la asimetría que se da entre la conducción y la organización y cierta dirigencia del peronismo —que ya se percibió cuando lo presidió Néstor Kirchner, para mencionar el caso más reciente— y que habrá de ser por lo menos morigerada.
Las carencias señaladas explican parcialmente la derrota popular de 2015. Comprender y superar el proceso político que transcurrió desde entonces implica admitir que un conjunto de factores —que no se agotan en esas carencias— determina cada panorama contingente, pero los hechos dependen decisivamente de la actuación de los hombres en el contexto de condicionamientos que se presentan en cada instancia, de ahí la importancia del señalamiento. La conciencia política para transformar la sociedad supone un grado de entendimiento con el que la voluntad de cada una y cada uno lucha en medio de una realidad complicada, pero cada vez más transparente como consecuencia del desparpajo de la derecha; lo que equivale a decir que tal conocimiento adquiere potencia transformadora sólo cuando se socializa, por eso es trascendente informar y divulgar: los sectores populares no sólo deben ser destinatarios, sino también actores de la transformación.
En este sentido no debe temer la cúpula de la CGT, cuyos integrantes podrían sumarse como empresarios al campo nacional y popular, un frente de lucha que seguirá siendo policlasista —entiéndase, integrado por distintas capas sociales—, característica que no debe confundirse con la existencia en su seno de una pluralidad de ideologías: en nuestro país hay sólo dos ideologías antagónicas, la del campo popular, que enaltece la independencia nacional y orienta la transformación social; y la de los sectores dominantes —con sus diversas fracciones—, que celebra la dependencia y promueve la profundización de la explotación.
Por su parte, el kirchnerismo, como factor dinámico del peronismo, fue y es el más alto nivel de conciencia alcanzado por los sectores populares desde 1983, pero no ha logrado hasta ahora conformar una teoría para la acción, adecuada a la situación del Movimiento y a las condiciones político-sociales que el país está atravesando, ni una organización que esté a la altura de los requerimientos. Estas falencias han debilitado la condición intrínseca del Movimiento, llamado a ocupar el lugar objetivo de antagonista del régimen; sin embargo, el kirchnerismo le complica las cosas al poder porque, si bien como parte de la crisis del sistema político aspira a representar a los sectores cuyas reivindicaciones prácticamente no pueden lograrse en el marco de la institucionalidad que ha construido el poder económico, representa para ellos un peligro que no han podido conjurar: la sola obtención de mínimas satisfacciones compatibles con las expectativas populares podría terminar en alteraciones importantes al orden vigente. Nada de esto es producto del azar, pero tampoco un destino ineluctable. Se entiende la necesidad de planificar y organizar.
Formación: la cuestión de la ideología
Las ideologías no se nutren de sí mismas, ni se despliegan unas a partir de otras. Son la expresión intelectual de una sociedad dada. Y toda sociedad consiste, en primer término, en el conjunto de actividades, relaciones humanas y recursos técnicos empleados para asegurar las funciones perentorias para su subsistencia: producción económica y reproducción física.
La ideología de las clases dominantes es la que prevalece en cada sociedad, pero la ideología cumple una función diferente según sea el sistema de organización social. En las organizaciones pre-capitalistas, la pétrea estratificación social era un hecho visible e inamovible, que aparecía como parte de un orden natural de la comunidad humana. Se era esclavo o propietario o comerciante o filósofo. En la época feudal, por ejemplo, la división existía como algo prefijado e inherente a la sociedad; caballeros, siervos, artesanos eran categorías que estaban a la vista, desigualdades que se presentaban en forma directa, lo mismo que su sistema de múltiples relaciones de servidumbre: constituían simultáneamente el ordenamiento económico-social y el ordenamiento político de la comunidad. Las clases estaban conformadas en castas, resultado de relaciones de dependencia consagradas como forma de institucionalización de la sociedad.
La función de la serie de conceptos, representaciones y valores —la ideología— era la de racionalizar y justificar esa pirámide de desigualdades, presentándola como un todo coherente, ordenado, lógico y, por si fuera poco, derivado de un designio divino. En la antigua Grecia, cuando Aristóteles hablaba de la inferioridad natural del bárbaro, no cometía un error científico, estaba racionalizando los intereses de los esclavistas griegos.
Con el desarrollo del capitalismo y la constitución del Estado moderno, la ideología no es solamente simple justificación, sino también —y sobre todo— una mediación en el interior mismo de las contradicciones de clase: las relaciones de producción y las relaciones políticas fueron perdiendo unidad, escindiéndose en dos esferas: las mujeres y los hombres que, como productores, están bajo relaciones de desigualdad —patrón, obrero, empresario, empleado, etc.—, en tanto individuos políticos son libres e iguales. Una esfera es el ámbito de la contradicción de intereses —entre burgueses por la competencia y entre la burguesía y los trabajadores—; en cambio, en la otra, con la vigencia de la democracia, reina una libertad real en cuanto se equipara a todos como ciudadanos, pero real en el interior de ese ámbito político que, a su vez, es parte de las superestructuras que integran la organización social basada en la explotación de la fuerza de trabajo por los capitalistas. La ideología como parte de esa dominación clasista no tiene la función de justificarla, sino de ocultarla: de mistificar el conjunto de las relaciones sociales.
Así, el Estado aparece como una creación general que responde a toda la sociedad, como una representación de toda la sociedad: es una proyección falsa, que no se corresponde con las relaciones sociales realmente existentes, una abstracción propia de la compleja sociedad capitalista. Esa apariencia se manifiesta en términos de neutralidad respecto de los intereses sociales y de aceptación general de valores que no aparecen como lo que en realidad son: factores objetivos de relaciones entre la base económica y la superestructura política —instituciones políticas, jurídicas, culturales—.
Ahora bien, cuando ese Estado responde a un gobierno popular, aquellas asimetrías se atenúan, y ocurre exactamente lo contrario con un gobierno anti-popular. No conforme con este estado de cosas, el gobierno del gran capital está reconstruyendo un Estado oligárquico a tono con el siglo que transcurre y, además, sostiene con descaro que este proceso beneficia a las y los argentinos. Lo novedoso es que hay muchos dispuestos a creerle. Al retroceso en las condiciones de vida ha correspondido un retroceso en la conciencia popular: para expropiar la soberanía política, la independencia económica y la justicia social, el régimen hoy no sólo no necesita expropiar la soberanía popular, sino que cuenta con apoyo popular. Otra vez, la tarea de esclarecimiento y difusión es clave.
De lo expuesto hasta aquí se desprende que la ideología no es una serie de falsedades que los burgueses deciden difundir para engañar al resto de la población, sino uno de los elementos que forman parte del proceso de integración del Estado a partir del modo de producción capitalista.
A propósito, hay que tener cuidado con una tendencia a la idealización de los trabajadores, que se encuentra con frecuencia en militantes comprometidos. En esta línea, algunos invocan a Marx, pero imaginan un proletariado que no existe y nunca existió, y citan el Manifiesto para atribuir una presunta superioridad a la ideología del proletariado. En ese texto, que tiene por coautor a Engels, los autores tratan brevemente el asunto y dejan la conocida y comprobada sentencia: “Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante”. Y más adelante agregan: “No tiene nada de asombroso que la conciencia social de todas las edades, a despecho de toda variedad y de toda diversidad, se haya movido siempre dentro de ciertas formas comunes —formas de conciencia— que no desaparecerán completamente más que con la desaparición definitiva de los antagonismos de clase”.
Moraleja: a) No confundir el pronóstico —que el devenir histórico ha negado hasta ahora— y la confianza de Marx en un triunfo del proletariado en la lucha de clases, con una supuesta calificación de ideologías, y b) para entender el pensamiento marxiano —no marciano— en este y otros temas conviene consultar más de una obra del pensador alemán.
Sobre la historia
De lo dicho hasta aquí puede inferirse que la concepción materialista de la historia aparece dominada por la idea de la lucha de clases, que no es un mandato, ni un imperativo ético, ni una meta táctica, ni un objetivo estratégico, sino el movimiento mismo de la historia reducido a su esencialidad. Esto quiere decir que el marxismo, lejos de inventarla, atizarla o suscitarla, es en todo caso uno de sus reflejos autoconscientes, que aspiró a encarnarse en la clase revolucionaria, el proletariado; algo que en la Nación Argentina se consumó en el peronismo.
Pero las clases sociales no se suceden al azar. La lucha de clases, como señaló el mismo Marx, fue descubierta por los historiadores burgueses de Francia e Inglaterra. Lo que mostró el genio de Tréveris es que la existencia de determinadas clases está ligada a ciertos niveles de desarrollo técnico y organización del trabajo: la forma en que se da la lucha de clases varía en función de la dinámica de las transformaciones sociales.
Así las cosas, en la Argentina la lucha de clases no es entre partidos, es entre el régimen y una amplia mayoría social —por lo tanto, entre quienes la integran no importa a quién haya votado cada cual—. Por otra parte, el combate se da en distintos frentes, en cada uno de los cuales las clases dominantes emplean recursos ad hoc: reprimen en las calles, cometen fraude al uso y despolitizan con fake news a través de sus medios masivos y sus redes, proscriben y/o encarcelan con su aparato judicial y hambrean con su política económica. De esta manera, más allá de sus variantes y contradicciones, el régimen no ha dejado de incrementar su fortaleza política desde la finalización del segundo mandato de Cristina.
Digresión: debo aclarar que “despolitización” alude en esta nota a cualquier forma de politización en el campo popular (indiferencia política incluida) funcional a los intereses del poder económico.
No está de más señalar que el frente decisivo es el de las condiciones materiales de vida de los sectores vulnerables. Registros oficiales y no oficiales permiten comprobar que se viene produciendo una fuerte fragmentación en el colectivo de los trabajadores, fenómeno que tiene origen en cambios tecnológicos, pero que ha sido brutalmente agudizado por la política económica estatal: a través de la regulación de los salarios, jubilaciones y planes sociales se han producido divergencias tales en los niveles de ingresos que se debilita la conciencia y no sólo se obstaculiza la lucha de los trabajadores como clase, sino que se generan enfrentamientos entre ellos.
Antipolítica y despolitización
En este contexto, la colonización ideológica llega a extremos tales que ante semejante drama nacional, un economista que formó parte del gobierno del Frente de Todos —no es el único— hace un reconocimiento al gobierno porque al cumplir el primer año de mandato “ha logrado una inflación baja para la Argentina” y sugiere correcciones en “la macroeconomía” para que el modelo funcione. ¿Se habrá enamorado del “modelo peruano”?
La intervención del gobierno en cualquier sector de la economía afecta todo el conjunto de relaciones, no un aspecto parcial. Su acción reguladora busca controlar el proceso económico, ordenando los diversos intereses de los sectores dominantes dentro de un esquema social que consolida sus privilegios frente al resto de la población: no son funciones técnicas sino políticas. No es nueva la maniobra de despolitizar a militantes del campo popular para después incorporarlos como “técnicos”: tal vez sin saberlo, pasan a ser intelectuales orgánicos del poder.
La actual versión del régimen en estado puro nos posibilita ver que, en esencia, se trata de una forma de sociedad —y de política— impuesta por medio de la violencia, que sustrae sus características y esencia del campo de lo debatible. La considera única forma posible de la organización social del país, excluida de cualquier consideración política. Esta operación de sustracción negacionista transforma todas las contradicciones sociales en asuntos reductibles al nada neutral análisis técnico: es la despolitización como embrión de la antipolítica.
El pensamiento colonizado es tal vez la forma más peligrosa de despolitización desde el punto de vista de los intereses populares, porque no sólo no entiende lo que pasa, sino que supone que pasa lo que tiene que pasar, y que eso es “lo mejor que nos puede pasar”. Es una despolitización activa e inducida.
Un caso particular de colonización es el de quienes cultivan y repiten como letanía el tan mentado como vacuo y añejo discurso de la renovación, otro mandato que los países centrales no practican, pero sacralizan en sus colonias y neocolonias: la Corte Suprema, obediente, acaba de emitir un fallo que pretende impedir nuevas reelecciones del gobernador de Formosa. No es casual, desde hace años se usa en intentos por torcer la soberanía popular y desplazar del escenario político a los líderes históricos. Sus devotos se quejan porque “se obstruye la renovación”, la llegada de lo “nuevo”, insisten en que “hay que cambiar la forma de hacer política” sin especificar cuál es la forma nueva, en que “hay que dar lugar a los más jóvenes” sin tener en cuenta la importante cantidad de jóvenes en ejercicio de altas responsabilidades políticas, y en que “hay que abrir el debate” desconociendo que se han generado ámbitos de formación y discusión; nada de esto fue magia. Claro, para participar es conveniente contar con alguna idea.
Les cabe a estos innovadores la sentencia del gran poeta republicano Antonio Machado: “En política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales”.
He hecho las consideraciones que anteceden no porque piense que el capitalismo puede ser superado en el corto plazo ni mucho menos, sino con el convencimiento de que es fundamental conocer cómo funciona, incluso para realizar las más modestas mejoras en las condiciones de existencia de nuestro pueblo. Por añadidura, elucidaremos mejor las causas últimas de las escenas cotidianas: la función del militante pierde su razón de ser si resigna el entendimiento. En otras palabras, se trata de desentrañar qué hay detrás del popular enunciado “todo tiene que ver con todo” como antídoto de esa arma letal que es la antipolítica.
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