Dos, tres… muchos Chocobar

La doctrina del gatillo fácil vuelve a la carga en la era libertaria

 

1.

“Venía a 100 por Lima, llegando a Carlos Calvo, y ahí estaban los polis. Los paso y dos salen atrás mío a correrme como locos. Se me ponen a la par, uno de cada lado, y empiezan a gritarme: ‘Bajate de la moto la concha de tu madre; hijo de puta tirate de la moto que si no va a ser peor’. Yo quería frenar, pero los vi así y aceleré”.

Gabriel Mastrángelo cruza la noche del 19 de noviembre de 2022 como una flecha. Tiene miedo, pero apuesta a la pericia que otorga manejar desde los 12. Sobre la Autopista 25 de Mayo mirará dos veces el mismo espejo retrovisor. La primera vez sonríe: uno de los efectivos del Cuerpo Motorizado de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires abandonó la persecución. La segunda vez, su expresión muta al terror: el uniformado que queda le está apuntando. Tomando la bajada de Solís, Gabriel escucha uno, dos, tres disparos. Siente que algo le quema el culo. El oficial Marcelo Garro había acertado el último.

 

2.

En la tarde del domingo 29 de agosto de 2021 se jugó una final en el predio Los Griegos, en la localidad de 9 de Abril, más allá de los límites de Lomas de Zamora. Yair Ayala, de 21 años, le confesó a Claudio, el padre, que estaba nervioso porque tenía que atajar y él era mejor con los pies que con las manos. Unas 300 personas alrededor de la cancha de tierra que compartían cartones y botellas cortadas vieron el triunfo de Los Pibes de la Villa sobre Las Piedras. Después del partido, Yair se lamentaría con el padre haber descuidado el primer palo en el gol que consagró al rival.

Esa noche, los pibes, los que habían ganado y los que habían perdido, se juntaron en una casa chorizo del barrio. Algunos cayeron rengos porque se habían cagado a patadas, pero eso era nada; si habían crecido en las mismas calles, jugando en los mismos potreros, compartiendo lo poco o mucho que hubiera en la mesa o la esquina. La joda pintaba bien, tanto que Yair mensajeó a una piba para que viniese con las amigas y la piba le dijo que si, que en un rato caían, pero que también llevaba dos amigos porque no los podía dejar tirados.

Elián Behamonde y el policía de la Ciudad Camilo Farías –los amigos– entraron a la casa tambaleantes. Behamonde, el más estropeado por el alcohol, preguntó por el baño y alguien se lo señaló. No hizo caso y orinó en una de las habitaciones. Farías intentó una defensa, pero los corrieron a la calle por “plagas”.

Farías no quiso dejar las cosas así. Fue hasta su casa, agarró el arma reglamentaria y volvió a la fiesta acelerando una moto sin patente. En un pasillo angosto de Esteban Echeverría, lejísimo de la Comisaría Vecinal 4A donde prestaba servicio, el policía de la Ciudad gatilló varias veces. Hirió a dos y al tercero lo mató por la espalda. Era Yair, que estaba agachado golpeando un pedazo de hielo contra una piedra para repartirlo en varios vasos. Quedó tirado ahí, con el hielo haciéndose agua, que se mezcló con la sangre en el piso.

 

 

3.

“La Policía de la Ciudad es más letal que la Bonaerense”, dice María del Carmen Verdú, referente de la Coordinadora contra la Represión Institucional y Policial (CORREPI) y abogada que representa a la familia de Yair Ayala, constituida como particular damnificada en el juicio a Farías por el delito de "homicidio agravado por el uso de arma de fuego, en concurso real con homicidio simple cometido con arma de fuego en grado de tentativa reiterada”.

“Desde enero de 2017 a diciembre de 2023 –justifica Verdú en base a los datos actualizados del archivo de casos de CORREPI– la Policía de la Ciudad mató a 169 personas y la Policía Bonaerense a otras 580, es decir casi tres veces y media más. Pero la Policía de la Ciudad tiene unos 26.000 efectivos contra los 105.000 de su par provincial. Si recortamos estrictamente los casos de gatillo fácil –porque entre los registrados se cuentan, por ejemplo, las muertes en comisarías– son 314 ejecuciones en provincia y 145 en Capital. La conclusión es que, con la cuarta parte de los efectivos, la Policía de la Ciudad alcanza, en apenas siete años de existencia, casi la mitad de la letalidad de la ‘maldita policía’”.

La estadística también señala que, en el conjunto de todas las fuerzas de seguridad, el 66% de los casos de gatillo fácil se cometen con el arma reglamentaria en horarios en que los agentes están fuera de servicio. Ese porcentaje en la Policía de la Ciudad trepa hasta el 77% de los casos en donde, además, la mayoría de las muertes se producen en la provincia de Buenos Aires, es decir, fuera de su jurisdicción. El asesinato de Yair cumple con la norma.

Todo puede ser aún peor. El proyecto de Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos impulsado por el Presidente Javier Milei pretende modificar el artículo 34 del Código Penal, ampliando la noción de la legítima defensa. En detalle, se establece que “la proporcionalidad del medio empleado debe ser siempre interpretada en favor de quien obra en cumplimiento de su deber o en el legítimo ejercicio de su derecho, autoridad o cargo”.

Para Verdú, la reforma se traduce como “la justificación del gatillo fácil” y va de la mano con el anuncio de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich de restablecer el Reglamento General para el Empleo de las Armas de Fuego por parte de los Miembros de las Fuerzas Federales de Seguridad, que ya había implementado en su anterior gestión durante el gobierno de Mauricio Macri a través de la resolución 956/2018, nombrada como “Doctrina Chocobar” por la fervorosa defensa pública que hizo del policía Luis Chocobar, quien en 2017 asesinó por la espalda con su arma reglamentaria a Pablo Kukoc, de 18 años, mientras escapaba luego de cometer un delito.

“Lo que busca este gobierno –cierra Verdú– es habilitar a disparar por la espalda a personas desarmadas con el agregado nefasto de prohibir a las familias de las víctimas ser querellantes. Si hay un derecho que nadie discutía en la Argentina era el de la víctima a ser particular damnificado en las causas. Con el nuevo paradigma, los Ayala no podrían ser querellantes en el juicio por el asesinato de su hijo”.

 

4.

La primera vez que Claudio Ayala entró a la sala del Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 7 de Lomas de Zamora sintió que las piernas se le aflojaban, que el pecho no dejaba pasar el aire. “Al principio tenía un miedo impresionante de que el policía no tuviera ninguna condena, pero con el correr del juicio me quedé más tranquilo. En la reconstrucción del hecho quedó claro que este pibe (Farías tiene la misma edad que tendría Yair si estuviera vivo) hizo un desastre. No respetó la casa ni a ninguno de los muchachos. Le dieron una silla, un vaso, nadie sabía que era policía, nunca lo dijo. Y no mató a nadie más porque los otros tuvieron más suerte que mi hijo. Hubiera sido una masacre”.

Yair vivió poquísimo. Le alcanzó para jugar a la pelota desde los siete años en el club La Realidad, soñar con ponerse su propia barbería en el barrio y amar y ser amado por sus hermanos Leonel y Thiago y por sus padres Claudio y Silvana.

“Nadie espera que le maten un hijo. Desde que nace uno lucha para que no le falte nada, le quiere dar valores, pero un día llega una persona cualquiera y te lo arrebata en un segundo. Yo no le deseo el mal a nadie, pero lo que hizo este policía nos cortó al medio, todavía no comprendo lo que pasó, es difícil vivir cuando te falta una parte tan grande. Yo estoy esperando que el Barba me diga ‘vení conmigo’ porque allá seguro voy a ser más feliz que acá”.

 

5.

Gabriel Mastrángelo acelera con la bala perforando el glúteo izquierdo. Llega a Cochabamba, Entre Ríos, Brasil en contramano. En Constitución conoce gente, confía en que alguno lo vea pasar con el pantalón teñido de rojo y avise a la familia que un policía en moto lo está cazando. Pero ya no puede más, en la Avenida Garay baja la velocidad, no llega a frenar porque antes lo choca el oficial Garro y lo tira al asfalto.

“Empezó a gritar que yo estaba armado, enseguida cayeron como diez policías más y entre todos me molieron a palos; yo les decía que tenía un balazo en el culo y ellos me pegaban más. Después, arriba de la ambulancia, un policía me siguió agrediendo, pero lo peor fue cuando llegué al hospital Ramos Mejía, me dejaron esposado a una camilla y el mismo policía que me pegó en la ambulancia me empieza a apretar la panza mientras me decía ‘morite hijo de puta’. Me soltó porque justo llegó mi hermana y lo vio”, recuerda Gabriel.

Como Cristo en la cruz, con las muñecas atadas y el pañal ajustado, Gabriel es operado: le sacan un pedazo del intestino grueso a través de la pared abdominal y le colocan una bolsa –colostomía en la jerga médica– donde irán a parar las heces. Lo primero que ve Gabriel al despertar es un hombre sin uniforme. El alivio dura poco. El hombre le pide que le muestre cómo le quedó la panza. Después le dice que eso le pasa por meterse con la policía, que se deje de joder y que ni se le ocurra hacer la denuncia.

Tanto el disparo en la autopista como la paliza en la calle quedaron filmadas por las cámaras de seguridad del Gobierno porteño. Eso permitió que no hubiera lugar a la clásica versión del enfrentamiento que la policía invoca para justificar sus excesos –sus crímenes–. Quisieron acusarlo de resistencia a la autoridad, al menos, pero el abogado defensor lo rebatió con una acusación contra el policía Garro, hoy apartado de la fuerza, por tentativa de homicidio. El policía igual no se desespera: la causa duerme en el cajón de algún despacho.

“Tengo 28 años y aprendí a vivir con esto –dice Gabriel–. Pasé 12 días internado, la bolsa la tuve ocho meses, era un asco, no quería ni salir a la calle, me deprimí, no podía trabajar ni hacer deportes. Soy joven y me quedó una cicatriz horrible en la panza, tengo como veinte puntos. Yo ando en moto, desde que soy chico. Antes no me importaba, era más atrevido, ahora siento el ruido de las motos de los polis y se me paraliza el cuerpo. Dejo que se vayan. Todavía tengo la bala en la ingle. Ahora te lo estoy contando a vos. El pasado no me suelta”.

 

 

 

 

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