Dogmas y autocracias

La izquierda latinoamericana debe defender los derechos humanos sin importar quién los vulnere

 

El indisimulable fraude electoral cometido por el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela ha provocado un cisma en la izquierda latinoamericana. Mientras el Presidente de Brasil Lula da Silva, acompañado por su par de Colombia, Gustavo Petro, hace malabarismos para encontrar una salida diplomática que evite la deriva hacia una resolución violenta de la crisis, otros Presidentes ya han tirado la toalla. Gabriel Boric, de Chile, ha publicado un largo texto en sus redes sociales donde tacha de infame la sentencia dictada por Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) de Venezuela que dio por válido el triunfo de Maduro en las elecciones del 28 de julio: “No hay duda de que estamos frente a una dictadura que falsea elecciones, reprime al que piensa distinto y es indiferente ante el exilio más grande del mundo, sólo comparable con el de Siria producto de una guerra (...) Chile no reconoce este falso triunfo autoproclamado de Maduro y compañía”. Además, Boric hizo un llamado a conformar una “izquierda continental profundamente democrática y que respete los derechos humanos sin importar el color de quién los vulnere”. Por su parte, el Presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, ha arremetido contra Lula acusándolo de “corrupto” por reclamar al gobierno de Maduro la presentación de las actas de los comicios en Venezuela. “Si querés que te respete, respétame, Lula. Si querés que te respete el pueblo bolivariano, respeta la victoria del Presidente Nicolás Maduro y no andes ahí de arrastrado”, dijo Ortega, quien consideró rotas las relaciones diplomáticas entre Managua y Brasilia. Estas relaciones permanecían congeladas desde que Ortega desoyera los intentos de Lula de interceder, por encargo del papa Francisco, para lograr la liberación del obispo Rolando Álvarez, preso político condenado a 26 años de cárcel por el delito de “traición a la patria” y luego desterrado a Roma. La audacia de Maduro en sostenerse en el poder contra viento y marea ha hecho aflorar una fractura en la izquierda latinoamericana que es profunda y marca visiones ideológicas irreconciliables.

 

Los dogmas latentes

Las diferencias en la izquierda latinoamericana son similares a las que han afectado a la izquierda mundial después de la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Mientras que en general los partidos comunistas europeos se reconvirtieron en partidos socialdemócratas, que aceptaban las reglas de juego de la democracia, en América Latina la persistencia de la idea romántica de la revolución cubana, como faro revolucionario del mundo, hizo que el cambio fuera más lento. Ha influido también la reivindicación tardía del populismo de izquierda como vía alternativa a la revolucionaria alentada por Ernesto Laclau y su desmesurada confianza en que el comandante Hugo Chávez podía encarar una alternativa seria al capitalismo. En el fondo, lo que subyace en estas diferencias es la adhesión a ciertos dogmas que permanecen arraigados en el subconsciente de ciertos espacios políticos, desafiando el paso del tiempo. Aunque estamos ante temas polémicos, que seguramente desatarán la ira de los convencidos, resulta inevitable internarse en ellos si queremos entender la motivación que lleva a adherir en pleno siglo XXI a un régimen que comete fraude en las elecciones y viola sin complejos los derechos humanos.

La primera cuestión controvertida pasa por despejar el significado de la palabra democracia. En general, atendiendo al sentido etimológico, es el régimen en el que toda la población, en elecciones donde participan todos los ciudadanos a partir de una determinada edad, eligen periódicamente a sus gobernantes. A las democracias modernas se suela añadir el calificativo de liberales para indicar que subsisten ciertos espacios de libertad, privativos de la autonomía personal, partiendo del presupuesto de que no es posible reglamentar la vida en sociedad en base a un único principio. Esta afirmación supone reconocer el pluralismo, es decir la presencia en la sociedad de diversas concepciones acerca de la vida en común que se ven reflejadas en la existencia de partidos politos que canalizan en sus programas políticos las distintas preferencias de los ciudadanos. Cabe señalar aquí que la existencia de un sistema democrático es compatible con cualquier forma de organizar el sistema económico-productivo, de modo que hipotéticamente es posible defender una vía democrática hacia el socialismo, aunque es cierto también que resultaría difícil acordar qué se entiende hoy por socialismo. En el terreno de la realidad, lo que nos encontramos es con una gran diversidad de sistemas de economía mixta en el mundo, donde un espacio reservado para el libre juego de la economía de mercado convive con otro espacio reservado al Estado que conserva básicamente un enorme poder regulador, en proporciones que son decididas por los ciudadanos en las elecciones.

 

La alternancia

La principal característica de un sistema democrático es que ofrece la posibilidad de alternancia, de modo que los ciudadanos pueden en unas elecciones apoyar a un partido conservador de derecha y en las siguientes elegir a un partido que ofrece un programa de izquierda y viceversa. Este rasgo es la prueba del algodón para saber si un régimen es democrático o ha dejado de serlo. En la medida de que no se acepte un resultado electoral o se impida la participación de una fuerza política, ya no estamos ante un régimen democrático y lo que se consolida es un régimen autocrático, cualquiera que sea la denominación que se elija (régimen iliberal, dictadura, tiranía, autocracia totalitaria, etc.)

Es fácil deducir, a partir de lo expuesto, que un dogma que cognitivamente resulta difícilmente compatible con la alternancia es el dogma de la revolución, es decir la creencia de que es posible tomar el poder por asalto para transformar radicalmente una sociedad de acuerdo a un plan preestablecido, modificando al mismo tiempo las circunstancias que modelan a los seres humanos, dando paso a un hombre nuevo. Se trata de un ideal muy presente en el siglo XX que procede de la experiencia de la Revolución Francesa en el período jacobino y que se basa en la influencia de las ideas mecanicistas del siglo XIX, que concebían a la historia como el resultado de la utilización de mecanismos o palancas que producen movimientos de acción y reacción que permitían modificar las realidades sociales. Cabe aquí detenerse en una de las contradicciones de Carlos Marx, tal vez uno de los pensadores más brillante de todos los tiempos, pero que no se privó de incurrir en algunas. Marx defendió en Miseria de la filosofía la idea de que “en el curso de su desarrollo, la clase obrera sustituirá la antigua sociedad civil por una asociación que excluirá las clases y sus antagonismos y no existirá ya poder político propiamente dicho, puesto que el poder político constituye precisamente el resumen oficial del antagonismo en la sociedad civil”. De este modo, según la acertada crítica de Alain Badiou, Marx defendió una vía netamente política que concluiría con el fin escatológico de la política misma. La prueba más elocuente de esta contradicción la ofrece hoy Cuba, donde el dogma revolucionario pretende sostener un régimen conservador, que se perpetúa sumando más de 65 años en el poder detrás de un mito que se aleja en el horizonte y resulta siempre inalcanzable.

 

La revolución bolivariana

El llamado del comandante Hugo Chávez a iniciar la “revolución bolivariana” recibió entusiasta recibimiento en una izquierda que después de la caída del Muro de Berlín estaba huérfana, a la búsqueda de alternativas anticapitalistas. Se produjo así una fuerte revalorización del populismo, considerado por muchos sectores progresistas como expresión de una política de izquierda dado que sus programas contemplan medidas sociales y económicas que favorecían a los sectores populares. Ernesto Laclau, en La razón populista (FCE, 2005) hizo una defensa cerrada del populismo, a pesar de ser consciente de que ese discurso en Europa era sostenido por los partidos de ultraderecha. Para Laclau, “no hay populismo sin una construcción discursiva del enemigo”. De este modo adhiere a las tesis de Carl Schmitt, para quien la distinción específica, aquella a la que pueden reducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo-enemigo. Téngase en cuenta que para Schmitt en Teología política (FCE, 2001) “los conceptos de amigo y enemigo deben ser tomados en su significado concreto, existencial, y no como metáforas o símbolos; no deben ser mezclados y debilitados por concepciones económicas, morales y de otro tipo, y menos que nada ser entendidos en sentido individualista-privado, como expresión psicológica de sentimientos y tendencias privadas”. La consecuencia de introducir esta visión teológica en la política es que da pie a la negación de la posibilidad de alternancia, dado que los enemigos carecen de legitimidad para alcanzar o conservar el poder. Esto a su vez explica por qué tanto en Venezuela como luego en Nicaragua se modificaran las constituciones para conseguir presidencias vitalicias, siguiendo el ejemplo de Fidel Castro en Cuba.

 

Populismo como reverso de la democracia

El surgimiento de populismos de ultraderecha en América Latina obliga a las izquierdas a hacer una reconsideración de las tesis que conducen al autoritarismo. Como señalaba Benjamín Arditi en El populismo como periferia interna de la política democrática (texto incluido en la compilación de Francisco Panizza El populismo como espejo de la democracia, FCE,2009), dada la capacidad del populismo para perturbar la política democrática, puede llegar a convertirse en el reverso de la democracia: “El culto a la personalidad puede transformar a los líderes en figuras casi mesiánicas, para quienes la rendición de cuentas no constituye una cuestión relevante, y el desprecio populista por el equilibrio de poderes puede alentar el ejercicio del gobierno por decreto y toda clase de comportamientos autoritarios, manteniendo al mismo tiempo una fachada democrática. Además, la distinción maniquea entre la buena gente común y las elites corruptas puede convertirse en una excusa para utilizar tácticas represivas contra adversarios políticos, y la invocación continua a la unidad del pueblo puede usarse como medio para disipar el pluralismo y la tolerancia”. Consideraciones que, como puede advertirse, resultan aplicables tanto al régimen de Maduro en Venezuela como al mesianismo estrambótico de Milei en la Argentina.

La democracia, más que como un régimen imperfecto, debe concebirse como un simple método para cambiar de gobierno evitando el derramamiento de sangre. Esa posibilidad de alternancia lleva implícita la idea de que es posible mejorar y perfeccionar el orden social siempre que se consiga una hegemonía consistente dispuesta a sostener esos cambios sin imposiciones violentas. La izquierda que abraza la democracia no puede quedar atada a viejos dogmas y aparecer defendiendo regímenes que bajo una pátina socialista representan autocracias basadas en rancios mesianismos. Como señala Boric, la izquierda democrática debe salir en defensa de los derechos humanos sin importar quien los vulnere y abandonar nostalgias inconducentes, recordando que el error no consiste en equivocarse, sino en seguir obstinadamente atados al error.

 

 

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