Distribuir e incluir
El acuerdo con el FMI no puede contrariar los intereses del conjunto de la población
La negociación con el FMI
A partir de 1956, en plena “revolución libertadora”, nuestro país accedió por primera vez a un crédito del FMI. Ese dinero, según se dijo en aquel tiempo, serviría para desarrollar la economía de nuestro país. Sin embargo, lejos de ocurrir lo que se vendía como una panacea, la economía entró en una serie de crisis recurrentes. Siempre los endeudadores fueron los gobiernos neoliberales, mientras que los de origen nacional y popular debieron sufrir las consecuencias de ese endeudamiento y afrontar las soluciones. A partir de allí, nuestro país entabló 22 negociaciones con el FMI, y todas fracasaron con excepción de una: la que encaró Néstor Kirchner en 2003 para luego pagar la totalidad de la deuda que nuestro país tenía en aquel tiempo. Por ello, creer que la negociación que está encarando el actual gobierno no traerá ninguna consecuencia perjudicial para el país es, al menos, un infantilismo. Lo que podemos esperar es que las consecuencias no sean tan nefastas como las negociaciones anteriores, pero un costo, obviamente, tendrá. Sin duda el gobierno está haciendo un enorme esfuerzo para lograr la mejor negociación. Deseo con toda la fuerza del corazón que se logre el ansiado acuerdo y que sea lo menos perjudicial posible, porque en esto se juega el futuro de la ciudadanía completa.
Pero, ¿qué sería un buen acuerdo? Los funcionarios del gobierno, y en particular el ministro de Economía, Martín Guzmán, han repetido hasta el hartazgo que un buen acuerdo es aquel que le permita a la economía argentina crecer. Pero aquí resulta importante desentrañar qué se quiere decir cuando se habla de crecer. Se quiere decir que crezcan las empresas, que crezca el mercado financiero, que crezca el empleo; que crezcan las exportaciones, que crezca el mercado interno, un mix de distintas alternativas. ¿Qué es, en realidad, crecer?
Algo que he notado es que, más allá de que distintos funcionarios repitan como un slogan comercial que el crecimiento debe acompañarse de inclusión, esta última palabra ha sido borrada del lenguaje de los negociadores. Es más, este año el PBI crecerá el 10%, pero los salarios perderán poder adquisitivo. Por otro lado, el gobierno anunció que no prorrogará la doble indemnización como si la situación de empleo estuviera resuelta, las jubilaciones con suerte la empatarán a la inflación y los índices de pobreza se mantendrán alrededor del 40%. Es decir que hubo crecimiento, pero ese crecimiento no llegó a los sectores populares. Seguramente las estadísticas darán el número anunciado, pero con una estadística no se come, ni se viste ni se va a la escuela, para ello hace falta dinero y para que haya dinero se requiere de diversas medidas de distribución e inclusión que permitan a los sectores más vulnerables mejorar su situación social.
Todo acuerdo con el FMI y los acreedores externos e internos debe, por un lado, garantizar el crecimiento de la economía, pero por otro garantizar que una parte de ese crecimiento termine en el bolsillo de los que menos tienen, construyendo un esquema de redistribución del ingreso nacional equitativo y basado en el principio de la solidaridad social, que permita ir superando los problemas estructurales de la economía argentina.
Un acuerdo con justicia social
El ejercicio de la solidaridad social demanda la universalización de los derechos democráticos y una concepción inclusiva de la ciudadanía. Las cartas magnas constitutivas de casi todas las naciones democráticas establecen como principio fundamental la igualdad entre quienes la integran. Esta igualdad es una derivación directa e innegable de la verdadera dignidad del ser humano, que pertenece a la realidad intrínseca de la persona, sin importar su raza, edad, sexo, credo, nacionalidad o partido político. La dimensión democrática de la solidaridad social recrea los ideales de fraternidad e igualdad originados en la Revolución Francesa, que proclamaban la inclusión como ciudadanos libres e iguales a personas y grupos de personas hasta ese momento excluidos como tales.
Vale la pena señalar que el concepto de ciudadanía ha contado con distintos significados desde su nacimiento en Grecia (hace al menos 24 siglos) hasta la fecha. Sin embargo, el que me interesa recrear aquí es el concepto de “ciudadanía social”, que considera ciudadano a quien, en una comunidad política, goza no sólo de los derechos civiles y políticos a partir de las ideas de libertad individual y de la política como actividad ejercida por toda la sociedad, sino también de los derechos sociales, cristalizados a partir del acceso al trabajo, a la educación, a la vivienda, a la salud y a las prestaciones sociales en momentos de especial vulnerabilidad. Estos derechos sociales estarían asegurados por el Estado nacional, entendiendo a éste como un Estado social de derecho.
Antoni Domenech, filósofo español autor de varios libros, entre ellos El eclipse de la fraternidad, señala que a partir de las ideas de libertad individual y de la política como actividad ejercida por toda la sociedad, así como de la propiedad privada como garante de la autonomía del individuo frente a los demás, el pueblo articuló creativamente durante la Revolución Francesa un proyecto político que extendía la libertad y la ciudadanía a todos los individuos varones de la sociedad, y convertía a los pobres en miembros de pleno derecho de la sociedad civil. De esta manera, el pueblo se constituía en “pueblo soberano”, en demos, es decir en un sujeto social organizado, formado por hombre libres. El acceso a la libertad y a la ciudadanía exigía el reparto de la riqueza social, de modo que todos los individuos escapasen de la subordinación y del sometimiento del poder ajeno. Este proyecto de afloración de la vida civil libre del pueblo formado por los trabajadores manuales, los intelectuales, los pobres, los pequeños comerciantes, campesinos y braceros sin tierra recibió el nombre de “fraternidad” y en ella la economía es un medio al servicio de la extensión de la ciudadanía y de la libertad.
La encarnación de este Estado Social de Derecho ha estado representada por el Estado de Bienestar, del cual han podido disfrutar algunos países europeos a partir de la post-guerra. Sin embargo, a partir de la incorporación de las teorías neoliberales a lo ancho y largo del mundo, el concepto de Estado de Bienestar ha entrado en crisis, proliferando críticas que lo acusan de facilitar las “compras de votos” durante el ejercicio democrático y de sobredimensionar las actividades del Estado, fomentando su ineficiencia y la anulación de la libertad individual.
A partir de estas críticas, han surgido corrientes de pensamiento que consideran razonable redefinir al Estado de Bienestar de tal manera de generar un Estado social que satisfaga las exigencias de la ciudadanía social. En ese sentido, Adela Cortina por ejemplo propone diferenciar los conceptos de justicia y de bienestar, para no caer en la trampa del “mayor bienestar para el mayor número” inmersa en los esquemas del Estado de Bienestar y que ha distorsionado el concepto de solidaridad social implícito en este concepto, conformándose el blanco de las críticas liberales. Establece que los Estados deberían definir qué necesidades y bienes integran el mínimo decente por debajo del cual no debería quedar ningún habitante de su territorio, dejando en claro que este mínimo no compone el bienestar sino que representa una exigencia de justicia. Por otro lado, entiende que el bienestar es una concepción psicológica e individual, por lo que la provisión del mismo sería responsabilidad exclusiva de las personas. De esta manera, el Estado del Bienestar evolucionaría hacia un Estado Social de Derecho, que es el que asegura universalmente los mínimos de justicia. Decía Feuerbach que la felicidad es cosa del hombre y no del ciudadano, a lo que Adela Cortina agrega que “los mínimos de justicia son cosa de los Estados, mientras que el bienestar págueselo cada quien de su peculio… El llamado ‘Estado de Bienestar’ ha confundido la protección de los derechos básicos con la satisfacción de los deseos infinitos, medidos en término del ‘mayor bienestar para el mayor número’. Pero confundir la justicia, que es un ideal de la razón, con el bienestar, que lo es de la imaginación, es un error por el que podemos acabar pagando un alto precio: olvidar que el bienestar ha de costeárselo cada quien, mientras que la satisfacción de los derechos básicos es una responsabilidad social de justicia, que no puede quedar exclusivamente en manos privadas, sino que sigue haciendo indispensable un nuevo Estado Social de Derecho –un Estado de justicia, no de bienestar– alérgico al megaestado, alérgico al electoralismo y consciente de que debe establecer nuevas relaciones con la sociedad civil” (Adela Cortina, Ciudadanos del Mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, páginas 84 y 87).
En este marco, considerando que la solidaridad nace del ser humano y se dirige al ser humano representando una exigencia de convivencia entre las personas, ésta se erige como una relación de justicia: todos somos seres iguales en dignidad y derechos. Por ende, la justicia social se alcanzará en la medida que estas pautas de solidaridad transmuten hacia la concepción de solidaridad social, es decir, se materialice la transición entre una serie de actos aislados encaminados a ayudar al prójimo hacia lo que debe representar una actitud personal, una visión colectiva de la interacción de individualidades y una disposición constante y perpetua de tomar responsabilidad por las necesidades ajenas, dando lugar a una cultura de solidaridad social.
El acuerdo
No hay duda de que la Argentina requiere un acuerdo con el FMI, y que ese acuerdo debe ser alcanzado cuidando los intereses nacionales y defendiendo el crecimiento, y que para lograr el mejor acuerdo el gobierno nacional ha puesto todo el material humano y político de que dispone. Por otro lado, este año se logró un impactante crecimiento del PBI cercano al 10%, aún con las condicionalidades económicas que se vivieron, por lo que si se logra limitar las condicionalidades del FMI el año que viene puede ser mejor aún.
Sin embargo, me abruman algunas dudas, por ejemplo si ese acuerdo estará inspirado en los principios de la justicia social, si se hará pensando en los que menos tienen, si se implementará con equidad y con solidaridad social; si el gobierno estará dispuesto a llevar adelante una política de inclusión social y no simplemente lograr buenos números estadísticos; si se atreverá a romper con la injusta distribución del ingreso que sufrimos crudamente hoy, pero que venimos padeciendo hace seis años. La Argentina forma parte de Latinoamérica, y nuestro continente tiene el triste logro de ser el más desigual de la tierra.
Nuestro país ha suscripto infinidad de convenios ecuménicos en defensa de la igualdad, la equidad y los derechos humanos. Es hora de poner en práctica esos derechos, principios y acuerdos para avanzar, a paso firme, en la construcción de un verdadero Estado Social de Derecho.
La pobreza extrema es un condicionante, no sólo para la construcción de una sociedad equilibrada y armónica sino para el ejercicio pleno de la democracia.
Hay que acordar con el FMI pero defendiendo los intereses del conjunto de la población, no los de las corporaciones, los sectores del privilegio ni de los egoístas de siempre. Cuando se termine el acuerdo, hay que volver a pensar en el Ingreso Básico Universal o en fijar una forma de distribución del ingreso que alcance a toda la población. Hay que usar el salario como trampolín del crecimiento y no como variable de ajuste. Hay que hacer un nuevo plan de inclusión jubilatorio. En definitiva, construir una agenda social inclusiva. Es posible, sólo se requiere voluntad política para afrontar el desafío.
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